Efraín Huerta
Este
lánguido caer en brazos de una desconocida,
esta
brutal tarea de pisotear mariposas y sombras y cadáveres;
este
pensarse árbol, botella o chorro de alcohol,
huella
de pie dormido, navaja verde o negra;
este
instante durísimo en que una muchacha grita,
gesticula
y sueña por una virtud que nunca fue la suya.
Todo
esto no es sino la noche,
sino
la noche grávida de sangre y leche,
de
niños que se asfixian,
de
mujeres carbonizadas
y
varones morenos de soledad
y
misterioso, sofocante desgaste.
Sino
la noche de la muchacha ebria
cuyos
gritos de rabia y melancolía
me
hirieron como el llanto purísimo,
como
las náuseas y el rencor,
como
el abandono y la voz de las mendigas.
Lo
triste es este llanto, amigos, hecho de vidrio molido
y
fúnebres gardenias despedazadas en el umbral de las cantinas,
llanto
y sudor molidos, en que hombres desnudos, con sólo negra barba
y
feas manos de miel se bañan sin angustia, sin tristeza:
llanto
ebrio, lágrimas de claveles, de tabernas enmohecidas,
de
la muchacha que se embriaga sin tedio ni pesadumbre,
de
la muchacha que una noche —y era una santa noche—
me
entregara su corazón derretido,
sus
manos de agua caliente, césped, seda,
sus
pensamientos tan parecidos a pájaros muertos,
sus
torpes arrebatos de ternura,
su
boca que sabía a taza mordida por dientes de borracho,
su
pecho suave como una mejilla con fiebre,
y
sus brazos y piernas con tatuajes,
y
su naciente tuberculosis,
y
su dormido sexo de orquídea martirizada.
Ah
la muchacha ebria, la muchacha del sonreír estúpido
y
la generosidad en la punta de los dedos,
la
muchacha de la confiada, inefable ternura para un hombre,
como
yo, escapado apenas de la violencia amorosa.
Este
tierno recuerdo siempre será una lámpara frente a mis ojos,
una
fecha sangrienta y abatida.
¡Por la muchacha ebria, amigos míos!
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