Alejo Carpentier
Todavía recuerdo aquel sorprendente 20 de mayo de 1927 –hace veinticinco años– en que las ceremonias patrióticas y los regocijos populares que acompañan, tradicionalmente, la celebración de la fiesta nacional de Cuba, se vieron muy olvidados, a poco del mediodía, por un público que se iba aglomerando frente a los edificios de los periódicos, en espera de noticias. No podíamos pensar en otra cosa. Nada era tan apasionante, aquel día, como la insólita proeza de un hombre que volaba sobre el Atlántico, solo, en aparato impropio para el terrible esfuerzo exigido, sin más alimento que dos sandwiches y una botella de agua, sin más ayuda que el compás y el conocimiento de las estrellas.
Con París, la vida
estaba como en suspenso. Nadie lograba poner atención en el trabajo, bajo el
imperio de una idea fija: “¿Llegará?”… Y, de pronto, poco después del
crepúsculo, una masa humana, incontenible, frenética, se arrojó hacia el aeródromo
donde Charles Lindbergh habría de posar el Espíritu
de San Luis, luego de haber cumplido su portentosa hazaña en treinta horas
y media. Algunos, que fueran testigos del festejo del 11 de noviembre de 1918,
me contaron que sólo en aquella ocasión volvió a conocer París un tal momento
de entusiasmo colectivo, de multitudinaria alegría. Poco faltó para que el endeble
avión de Lindbergh fuese despedazado por los coleccionistas de reliquias,
quedando ahogado el aviador por el empuje incontenible de quienes atropellaban
a la misma policía para contemplarlo de cerca. Veinticuatro años después de que
los hermanos Wright lograran desplegar del suelo, realizando un primer vuelo de
170 metros en 12 segundos, el enlace aéreo entre América y Europa era un hecho.
El mundo entero sabía de un acontecimiento sin precedente en la historia del
hombre –acontecimiento que abría una etapa nueva en los dominios de la
aviación.
Y Charles Lindbergh
fue presentado a las generaciones nuevas como el mejor ejemplo de heroísmo; del
heroísmo que merece el loor y agradecimiento de los hombres sin nacer del gesto
de agresión; heroísmo del riesgo voluntariamente afrontado, del todo jugado por
el todo, con el noble fin de colmar los anhelos prometeicos del ser humano. Lindbergh
fue una de las figuras clave de aquel optimismo, de aquella fe en el ocaso de
las guerras, que, en la década 1920-30, prolongó el gran optimismo científico
de fines del siglo pasado; ese optimismo que hacía decir al bueno de Ernesto
Renan: “El carro del progreso avanza, avanza … y ahora corre sobre rieles:
tiene cien mil años por delante, para correr”. Lindbergh, propuesto como “héroe
magnánimo” a las juventudes, respondía con su hazaña a la exaltación del
progreso, de la máquina, de la velocidad, propia de todas las escuelas poéticas
que entonces llamaban “vanguardistas”.
Poco después, sin
embargo, empezaron los bombardeos aéreos de Gondar, de Madrid, de Rotterdam, de
Coventry, de Londres. El avión, de pronto, se hizo menos “libélula de aluminio”,
menos “pájaro de metal”, menos saeta, menos palafrén de caballeros del aire. Y hoy,
la figura que ha venido a sustituir la del aviador solitario sobre el
Atlántico, como ejemplo de un heroísmo magnánimo para las generaciones jóvenes
de Europa, es la del alpinista, conquistador de cimas invioladas –como Herzog,
mutilado por el frío, en su sobrehumana lucha por vencer el Annapurna–, y la
del explorador de lo mucho que queda por explorar en este planeta nuestro, tan
atormentado, actualmente, por sus crisis de adolescencia.
El Nacional, Caracas,
21 de mayo de 1953.
Tomado de Letra y Solfa. Variaciones, La Habana, Letras Cubanas, 2004, pp. 19-20.
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