Joan Brossa
Tenía un amigo que se metió cura. Supongo que aún lo es. Lo visitaba a
menudo en el seminario. A los dos nos gustaba Wagner. Nuestra relación era
tolerante, dado que yo no soy creyente. Fue curioso, sin embargo, constatar
que, a medida que avanzaba en los estudios, se iba volviendo cada vez más
intransigente y quería catequizarme con nieve en las manos. La relación fue
cambiando de signo y al final vino el copo que hizo rebosar el vaso. Un año,
por "Navidad", me mandó una felicitación con unas recomendaciones de
vieja fábula. Yo le contesté con un poema en el que le preguntaba al nacimiento
de qué dios se refería, puesto que da la casualidad de que, por esas fechas,
nace más de uno; depende, claro está, de las creencias que cada cual adopte.
Mitra, Cristna, Agni, Apolo y otros muchos nacen en diciembre y resucitan en el
equinoccio de primavera. Y es que originariamente el dios creador era el Sol y,
en las religiones con redentor, el hijo enviado a la tierra para salvar a los
hombres era el fuego, circunstancia que se repite en el caso de Cristo. Éste es
el principio, que en el correr de los siglos ha pasado del hecho propio al
figurado. Mi amigo no me ha dicho nunca nada más. Yo creo que fue debido a
nuestras conversaciones, a las que se añadía a menudo un estudiante de
teología; su confesor debió aconsejarle que evitara mi contacto. Con todo,
guardo un buen recuerdo de mi amigo, y del paisaje de aquellos días, que no
confundo con las campanas y las redes clericaloides. Concibo la religión como
un modo de entender el mundo, de no fiarse de lo aparente; una experiencia de
madurez interior, de aumento de la propia conciencia. Pero esto no tiene nada
que ver con ningún dogma ni con las operaciones de la multinacional
eclesiástica, que, por decirlo con un lenguaje afín, se ha pasado al César con
todo su bagaje de intereses. ¿Qué sentido tiene, pues, celebrar la
"Navidad" en nuestro tiempo? Ya se sabe que las solemnidades sin
comilona no subsisten. Y eso los cabecillas vaticanistas lo entienden muy bien;
su floración a través de los años la han acompañado con diversiones de toda
especie, maestros como son en el arte de predicar lo uno y practicar lo otro.
Negociantes de la. fe, fachendosos o lobos con piel de oveja, según las
circunstancias, son hábiles en filtrar el mensaje evangélico a través de una
formulación adecuada a la clase social que la recibe. Sin escrúpulos se han asegurado
de muchos efectos. Tampoco es justo suscitar la confianza en los educadores o
los padres a través de un mecanismo de culpabilidad. A propósito de esto,
alguien ha dicho que continuar domesticados como estamos y creer en un demiurgo
exige la criminalización de uno mismo. Me parece bastante exacto.
La Iglesia es un teatro en el que hacen intervenir la divinidad. Prelados y
jerarcas se adjudican el poder terrenal en provecho del grupo social dominante.
Su oportunismo los desautoriza, así como la manipulación que hacen de la gente
que les presta oídos.
Por otra parte, ya he dado a entenderlo, me cuento entre los que no creen
que Cristo sea un personaje histórico, sino un mito solar. Aparte de los.
Evangelios, la Historia lo ignora por completo. Por eso, si algo hay que
celebrar, debe ser el solsticio de invierno o, dicho de otro modo, el
nacimiento del Sol. También los druidas festejaban el nacimiento de Agni, dios
del fuego, en diciembre; sus magos conocían la fiesta por la aparición de una
estrella muy resplandeciente. La Iglesia sabía que si hacía tabla rasa de las
fiestas paganas no habría sido popular y las transformó. Éstos son los hechos,
de tú a tú. Y, entre uno y otro, la vida me ha enseñado a no fiarme de ninguna
Iglesia. Puede haber un momento en que sus intereses y los de la humanidad
coincidan. Pero cuando las circunstancias cambian, ellos no dudan en mudar de
capa, caiga quien caiga, a fin de mantener sus privilegios. Sobre esto hay
mucho escrito en la historia de los pueblos. En este aspecto, el catolicismo me
parece una de las religiones más corrompidas. Es peligroso no en su sentido
espiritual, sino por el poder económico que ostenta y por los pocos escrúpulos
que demuestra en arrimar el ascua a su sardina. Predica por el mundo la caridad
a los pobres, pero oculta la verdad que los liberaría. Es la religión de los
poderosos. En las escuelas religiosas se fomenta el individualismo, la
competencia y el éxito. Así tiene, porque las paga, una infinidad de máscaras,
con el marketing correspondiente.
Practica un cristianismo de consenso. En resumen: entiende mejor que los de la
competencia la operación de revestir un ídolo de poder para ser su depositario.
Y mientras tanto aumentan los parados, la delincuencia y la violencia en los países
dominados por la educación clerical. Tenemos en la Iglesia española un ejemplo
muy reciente de poder teocrático. En cambio, una religiosidad más abierta, y en
franca oposición al despotismo de las jerarquías, ha sido decisiva en la
evolución hacia la democracia. Pero estos casos son excepción. La visita a
Cataluña del "vicecristo" en persona fue un ejemplo de incomprensión,
de vergüenza para los creyentes honestos y una prueba de que los dirigentes
siguen confiando en el triunfalismo paternalista como era norma en el pasado.
Sabido es que el fanatismo y la intolerancia de los teólogos ha frenado el
progreso de la humanidad. ¿No duró dos siglos la prohibición de enseñar el
sistema de Copérnico en las escuelas? (Un alegato de mano maestra contra el
fariseísmo y la intransigencia: los filmes de Dreyer.) Han sido los avances
científicos lo que ha hecho modificar la ortodoxia. Hoy, por ejemplo, a causa
del debilitamiento de esta ortodoxia, la Iglesia se desentiende de los
milagros, pero, con todo, no invalida los del pasado, cuando no existe ninguna
razón para suponer que los milagros de antaño se produjeran por causas
distintas. Antes que la cultura, cuenta el propio beneficio. Y los santuarios
con milagro son una fuente de ingresos.
Como todo el mundo sabe, la Iglesia combate a los innovadores y después
acaba acomodándose a los logros -y, en muchos casos, aun atribuyéndoselos! Todo
esto nos mueve a decir que, en vez de dos mil años de Cristo, ha habido dos mil
años de Judas (para usar dos nombres de su mitología).
Etcétera. No acabaríamos nunca de rememorar más desventuras que venturas. Y
vuelvo a la pregunta del principio. ¿Qué sentido tiene hoy celebrar la
"Navidad"? De acuerdo. La gente se divierte. Corre el dinero. Unos
días de cana al aire. La lotería. Las familias se atracan (recordad aquel poema
de Salvat-Papasseit). Se olvidan los problemas. Y también abundan los suicidios
de gente desamparada. Uno revive el mundo de la infancia. (Por eso la Iglesia
no es correcta ni desinteresada al defender el monopolio de la educación. Las
vivencias que nos asaetean de pequeños reaparecen en la vejez por una simple
operación de psicología.) Yo diría que hoy las fiestas navideñas son un pacto
entre los tenderos del cuerpo y los del alma. Un triunfo de todo lo secundario
y excesivo y que no hace falta para dar respaldo a ninguna verdad esencial. Y
si de amor y fraternidad se trata, el lema mitológico "Paz a los hombres
de buena voluntad" queda superado por este otro atribuido a Buda:
"Paz a todos los seres". Hay que convenir que en las cosas del
espíritu los occidentales somos unos aprendices. No olvidemos que tantas
iglesias y tantas catedrales triunfalistas han significado, vaciar los
bolsillos de ricos y pobres, lo que me parece muy alejado del espíritu
originario. Resumiendo: no estoy nada de acuerdo con las formas oficiales que
reviste la religión, y adherirse a sus festejos es hacer propaganda de un clan
de reaccionarios con implicaciones políticas muy concretas que conducen a
interpretaciones estrechas de la realidad y que de ningún modo representan una
salida a la situación caótica actual. No creo en los valores inamovibles. Soy
escéptico de las ortodoxias. Soy de los que creen que una montaña de recuerdos
no iguala una brizna de esperanza. Y que la Historia la hacen quienes van
contra sus hábitos. Lo demás son cartas que no tengo tiempo de escribir. Pero,
en tanto que la lluvia va puliendo las tejas, tenemos que saber mantener el
equilibrio ante el fuego. Hemos de salvar la identidad del Hombre, rodeados
como estamos de anticuarios y traperos. Tengo la convicción de que, si todas
las Iglesias desapareciesen, comprenderíamos mejor la valía de la religiosidad.
Tomado de El País, 18 de diciembre de 1983
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