Arkady Averchenko
Serían las doce de la mañana.
–Señor: la criada del señor Zveriuguin pregunta por usted
– me dijo la criada.
Vasilisk Nicolayevich Zveriuguin y yo éramos muy amigos;
pero en este estúpido Petrogrado no es nada raro el caso de que los mejores
amigos se pasen sin verse años enteros. Hacía mucho tiempo que yo no veía a Zveriuguin, y la
visita de su criada me sorprendió.
Salí al recibidor, donde la sirviente me esperaba, y le
pregunté:
– ¿Qué hay, muchacha? ¿Cómo está el señorito?
–Bien, gracias – contesto.
Era una linda joven de magníficos ojos negros.
–Me alegro; la salud es los principal.
–Sin salud la vida es un martirio – apotegmizó mi criada.
– ¿Qué duda cabe? – repuso la de Zveriuguin.
–Entre un hombre sano y un hombre enfermo hay una
diferencia grandísima.
– ¡Enorme!
Cuando hubimos dejado bien sentadas las innumerables
ventajas de la salud sobre la enfermedad, me permití preguntarle a la criada de
mi amigo:
¿Y qué se le ofrece al señorito?
–Me ha dado esta carta para usted y me ha dicho que
espere contestación.
Rompí el sobre y leí, no sin asombro, las líneas
siguientes:
«Querido Arkady: Perdona mi
largo silencio. Recuerdo que la última vez que nos vimos – hace cerca de un año
y, si no estoy trascordado, en el teatro – me pediste prestados cien rublos,
pues era sábado y no podías retirar dinero del Banco hasta el lunes.
Desgraciadamente, no me fue posible complacerte; pero ahora, si sigues
necesitando los cien rublos, tendré mucho gusto en serte útil. Mi bolsa está a
tu disposición. Contéstame y no tengas inconveniente en hacerlo con extensión:
la criada esperará.
Recibe un cordial apretón de
manos de tu buen amigo– Ton Vasilisk.»
–Esta carta – pensé – o ha sido escrita en un estado de
embriaguez digno de un cochero, o es un síntoma de parálisis general progresiva.
Sin embargo, le escribí a Ton unas líneas muy cariñosas,
dándole las gracias por aquella inesperada muestra de afecto.
Al entregarle la contestación a la criada, inquirí:
– ¿Viven ustedes aún en la calle de X?
– ¡Ca, no, señor! Nos mudamos, hace tres meses, a la isla
Vasiliev.
– ¡Qué atrocidad! ¡Menudo viaje de ida y vuelta supone
para usted este recadito!
– Pues aun he de ir a casa de otros dos señores con otras
dos cartas.
II
Dos días después, a cosa de la una de la tarde, mi criada
me anunció de nuevo a la de Zveriuguin.
– ¿Otra vez? ¿Qué quiere?
–Trae otra carta.
–Que pase.
La gentil sirvienta entró en mi despacho.
– ¡Hola, bonita! ¿Cómo está su amo?
–Bien, gracias, señorito.
–Me trae usted una carta, ¿eh?
–Sí, señor. Tómela.
He aquí lo que me escribía mi amigo:
«Querido Arkady: Celebro tanto que no tengas apuros
económicos. La última vez que estuviste en casa te dejaste olvidados sobre mi
escritorio unos periódicos y el prospecto de un almacén de muebles. Te los
guardo. Si los necesitas, dímelo y te los mandaré. ¿Cómo te va? Escríbeme largo
y tendido; tu estilo admirable me encanta. Un abrazo. Muy tuyo– Vasilisk.»
Yo cogí la pluma y le contesté:
«Querido Vasilisk: Hará unos
tres años me preguntaste una noche, en el restaurante Aux gourmets,
que hora era. Desgraciadamente, mi reloj estaba a la sazón descompuesto, y no
me fue posible responder a tu pregunta. Pero ahora mi reloj marcha
perfectamente y puedo decirte que es la una y cuarto de la tarde. En cuanto a
los periódicos que me dejé olvidados en tu casa, he de confesarte que el verme
privado de ellos me sume en la más negra desesperación; pero te los regalo, en
prenda de amistad, lo mismo que el prospecto del almacén de muebles. Recréate
en su lectura: el estilo del mueblista anunciante no tiene nada que envidiarle
al mío. Un cordial abrazo– Arkady.»
Al entregarle a la gentil sirvienta esta carta le
pregunté:
– ¿Tampoco es hoy éste el único recado?
– ¡Ojalá, señorito! Aun he de ir a casa de un señor que
vive al final de la avenida Nevsky, a casa de otro que vive junto a la Facultad
de Medicina, a casa de otro que vive en la calle de Peterhov...
– ¿En la calle de Peterhov? ¿El señor Broydes quizá?
– ¡El señor Broydes, sí, señor!
–Entonces no vaya usted; dentro de un rato vendrá a verme
ese caballero. Si quiere usted, le entregaré yo la carta.
– ¡Lo que se lo agradezco, señorito! Me ahorra usted un
viaje de hora y media.
III
No tardó en llegar Broydes.
– Toma una carta de Zveriuguin – le dije.
Se encogió de hombros y arqueó las cejas.
– Yo creo que se ha vuelto loco.
– ¿Por qué?
–De repente se ha transformado en un hombre meticuloso,
delicado, atento. No hace más que escribirme cartas. Si yo fuera su criada, ya
me habría declarado en huelga.
– ¡Ah! ¿A ti también te escribe?
– ¡Cómo! ¿Tú también recibes cartas suyas?
– En cuatro días me ha escrito dos.
Broydes volvió a encogerse de hombros.
–¡Chico, esto es alarmante! Anteayer me escribió
preguntándome dónde está la Administración general de Contribuciones. ¡Ya ves!
Podía haberlo preguntado a un guardia. Ayer me envío un rublo ochenta copecks,
acompañados de una carta en que me recordaba que el verano pasado dimos una
tarde un paseo en coche por el campo y pagué yo. Como el gasto ascendía a tres
rublos sesenta copecks, me enviaba su parte. Yo empiezo a dudar seriamente del
estado normal de sus facultades mentales.
La nueva carta a Broydes decía así:
«Querido Danila: Me prestarás un gran servicio enviándome
las señas de Arkady Averchenko. Se me han olvidado y me urge en extremo
visitarle... ¿Cómo te va? Escríbeme largo y tendido. La criada esperará. Tu
estilo admirable me encanta.»
Nos miramos atónitos.
– Esto es muy extraño; esto es inquietante, amigo Danila.
Me escribe hace dos días; le contesto; vuelve hoy a escribirme, y «por el mismo
correo» te escribe a ti preguntándote mis señas. O está gravemente trastornado
o nos encontramos ante un tenebroso y siniestro misterio.
Broydes repuso, levantándose:
–Tienes razón. Vamos en seguida a su casa. Pide, por
teléfono, un automóvil, pues vive a cien leguas de aquí.
IV
– ¡Avisaremos a la policía!– grité yo cuando llevábamos
ya un cuarto de hora llamando a la puerta, sin que nadie diera en el piso
señales de vida.
Esta amenaza fue eficaz. La puerta se entreabrió y
Zveriuguin, con los cabellos en desorden, dejó ver a medias su rostro. Sus ojos
se clavaron, medrosos, en nosotros; pero al punto su expresión desasosegada
desapareció.
– ¡Ah, sois vosotros, vosotros solos!
– ¡Claro! ¿Con quién querías que viniésemos?
–Creía que mi criada, viendo que no abría, había llamado
al portero.
– ¿Y le tienes miedo al portero?
–Al portero, no; a la criada. Entrad, entrad... No, no
paséis a mi cuarto; pasad al comedor. La entrada en mi cuarto está prohibida.
– ¿Por qué?
–Hay una señora...
Broydes y yo cambiamos una mirada significativa.
–Ya está aclarado el tenebroso, el siniestro misterio –
me dijo Broydes por lo bajo. – ¡Ah, infame! obliga a su pobre criada a recorrer
toda la ciudad mientras él recibe a una amante, rival de la infeliz muchacha.
– ¡No tienes corazón! – profirió Broydes, dirigiéndose a
Zveriuguin. – No contento con engañar a tu criada, la haces despearse llevando
cartas. Con encerrarla en la cocina cuando viene la otra estaba todo arreglado.
– ¿Estás loco? Es tan celosa, que a la menor sospecha
convertiría la cocina y toda la casa en un montón de ruinas.
–Oye, Vasilisk – pregunté yo, – ¿y no tienes otros amigos
a quienes escribirles cartas?
–Sí, muchos; pero unos viven demasiado cerca y otros ya
no me sirven.
– ¿Cómo que no te sirven?
– ¡Los he gastado, chico! No me queda ya nada que
decirles, nada que preguntarles, nada que enviarles. No podéis formados idea de
lo escrupuloso que me he vuelto: en dos o tres semanas les he enviado a mis
amigos todos los libros que me habían prestado; he contestado a cuantas cartas
he recibido en tres años; he pagado, hasta el último copeck, todas mis deudas.
Agotados ya todos los pretextos, mando a la criada a casa de personas que no
han estado nunca enfermas a preguntar cómo siguen. No se me ocurre ya ningún
recado nuevo. Es preciso que me deis un consejo. Se trata de que mi criada se
pase diariamente tres horas seguidas fuera de casa, ¿comprendéis?
Cogí un libro que había sobre la chimenea.
– ¿Qué libro es éste? ¿El tercer tomo de las obras de Maupassant?
Bueno. Envíamelo mañana a casa. Lo necesito. Una hora después se lo devolveré a
la portadora. Pasado mañana vuelves a enviármelo, y lo tendré otra hora en mi
poder. Y así todos los días.
– ¡Magnífico! Katia apenas sabe leer y está completamente in
albis en asuntos de literatura. Le diré que la hora consabida la
inviertes en corregir pruebas.
V
Todos los días la pobre Katia me llevaba el tercer
volumen de las obras de Maupassant.
– ¿Hace buen día? – le preguntaba yo.
–Magnífico, señorito. Un sol espléndido, ni pizca de
aire.
–Me alegro. No me gustan los días ventosos. ¡Oh, son
terribles!
–Sí, son terribles –aseveraba mi sociable criada. – Los
días de calma son los mejores.
Yo cogía el tercer volumen de las obras de Maupassant y
me encerraba con él en mi despacho, donde me entregaba a la lectura de la
prensa o a la de mi correspondencia.
Una hora después tornaba a la cocina y le devolvía el
libro a la criada de Zveriuguin.
–Ya he concluido. Déle usted las gracias, de mi parte, al
señorito, y dígale que no deje de mandarme mañana el tomo.
–Bueno, señorito; descuide usted.
Durante tres semanas recibí
diariamente la visita de Maupassant. Los primeros cuatro días de la cuarta
semana la criada de mi amigo no apareció por casa. La quinta semana sólo me
llevó el libro dos veces. Luego transcurrió mes y medio sin que ni Maupassant ni
Katia honrasen mi hogar con su presencia. Yo me había habituado hasta tal punto
a sus visitas que los echaba de menos.
Por fin, un día, cuando yo
empezaba a olvidarla, Katia se presentó muy contenta, me dejó el libro y me
dijo que otro día volvería por él. Aun estoy esperándola.
Traducción de N. Tasin
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