domingo, 22 de enero de 2023

Circo cubensis

 


Pedro Marqués de Armas


Fue esa una de las jornadas más intensas y fructíferas de cuantas realicé en la Biblioteca Geral. Salí a la calle excitado y, siguiendo la ruta acostumbrada, atravesé el Jardim da Sereia hasta alcanzar la avenida Dias da Silva. Esa noche me vi con un poeta un tanto vehemente y apegado a las metáforas, que me invitó a una lectura de poesía. Mientras los poetas se atropellaban por subirse a un estrado construido al efecto, bajo unas acequias y entre gárgolas con animales del pleistoceno que escoltaban la estatua del desdichado modernista Antonio Nobre, pensé en aquellos olvidados próceres que rodearon a Felino y que, de tan desvanecidos por la desmemoria, parecían asistir en ausencia a aquel recital al que yo mismo los convocaba. Ya no me dejaría quieto Joaquín Otazo, médico del Hospital de Mujeres. Pero tampoco otros Joaquines que se habían acumulado a lo largo de la investigación: ¿acaso Joaquín de Rojas?, ¿Joaquín Domingo Reyes?, ¿el tal Joaquín García Pola? No solo se movieron por esos territorios a los que pertenecían, Cárdenas y sus alrededores, sino también por los entramados de la conspiración. Ahora meras sombras a las que yo trataba de insuflar vida a través de mis disquisiciones y en las que se disputaban un lugar incierto. Así que me dije, tiene que ser Joaquín Otazo, con quien al menos se verificó un arriesgado encuentro. Con él, me dije, se vendría viendo desde que Pío D. Campuzano los presentara, o alguna velada en el Club los uniera, sellando el inicio de una relación que se tornaría íntima. Solo él podía ser el amigo en cuestión, volví a decirme, y hasta supuse que al acompañarlo a la Estación de San Martín, de algún modo se estaban despidiendo en el temor de que no volverían a verse. Ese mismo día antes de subir a los altos del Hotel La Dominica, desde donde lo condujeron a una casa de embarrado en las afueras, supuse, Felino debió retratarse. Retratarse y despedirse, me dije, fueron una misma cosa... Cuando los poetas concluyeron su maratónico recital, y en tanto las lucecitas que pendían de las gárgolas comenzaban a apagarse, ya había montado en mi cabeza una historia apremiante y advertía esa tensión que se siente por seguir investigando.

Días más tarde iba a conocer lo esencial sobre el destino de aquellos nombres, nada menos que por una extraña historia del circo en Cuba que me esperaba, aún virgen, en la biblioteca de la Facultade de Letras. Cierta mañana de octubre de 1895, se cuenta en Circus cubensis, llegó a Cárdenas un circo ambulante que se hacía llamar Petite Troupe. Lo integraban un tal Alfredo Herrera, antiguo jefe del cuerpo de bomberos Camisetas Rojas, un payaso que se presentaba como Minguino, un chino de Cantón que había recorrido medio país y conocía cómo pensaba la gente, varios enanos, un hermafrodita y mujeres de toda laya. Con el pretexto de que había guerra y era necesario “distraer al pueblo”, no tardaron en recibir autorización de puño y letra del síndico, levantando carpa junto al matadero. En cuestión de días se ganaron las simpatías por sus acrobacias y sus chistes ambiguamente independentistas, estos a cargo del cantonés, quien se anunciaba como el “sabio de la guataca” y exigía a cada asistente que le contara algún secreto al oído. La Petite Troupe asustaba a la concurrencia, haciendo como que ya se oían disparos, y lo cierto es que se fueron robando el afecto de los cardenenses, al grado de llegar a enterarse “de todos y cada uno de los hilos que movían los conspiradores”. Desentrañado el complot, el Dr. Castró huyó a la manigua y se incorporó a las filas insurrectas hasta que, enfermo de disentería, se refugió en los Estados Unidos. Larrieu fue aprehendido y se salvó de que lo fusilaran acreditando su ciudadanía francesa, lo que supuso para él el inmediato destierro. Álvarez Cerice se refugió en la Logia Perseverancia, donde los consternados discípulos de Salomón lo protegieron durante semanas, sacándolo disfrazado de patriarca. Mientras que Otazo, a quien fueron a prenderle al hospital, se ocultó en la morgue pasando por muerto. El circo siguió rumbo a Recreo, y de ahí a Motembo y a San José de los Ramos, donde, por cierto, el payaso terminó dándole nombre al tren en que había aparecido, y de paso, un apodo a mi padre, por ser el suyo, ya entonces y hasta tres décadas más tarde, el flamante maquinista del Minguino.

                                                                    (…)

Al estudio de la vida de Felino en campaña entregué las siguientes jornadas en la Biblioteca Geral, con algunas incursiones en los acontecimientos que, mientras tanto, se sucedían en el pueblo y sus alrededores. Por esos días los árboles de la Avenida Dias da Silva y del abandonado Jardim da Sereia entraron en floración, por lo que nubes de polen se aposentaban desde temprano, en lo que yo bajaba las abruptas y tapizadas escaleras para subir luego otras no menos empinadas y llegar a mi destino. Me atacaban estornudos que solo cedían al rato de recoger los materiales, servidos por una bibliotecaria en extremo silenciosa y envuelta en un abrigo tirolés, quien no se enteraba de que era primavera. Cuando digo vida en campaña me refiero a la vida en el campamento, no a las acciones y combates, tópico que me seguía generando resistencia. Desde luego que, en este sentido, cotidiano, por no encontrar otro término, los vacíos resultan gigantescos y todo no es sino, las más de las veces, un terreno cenagoso o de repente muy árido. Pero no por ello dejé de fantasear con el no solo inconmensurable, sino también demencial desafío ¡ya me gustaría! de abarcar la totalidad de sus días. Me solazaba en ese señuelo cuando por fin me interné en el prolijo testimonio de Julián Sánchez. Sin más escrúpulos hacia la horrible portada del pintor pop-revolucionario Raúl Martínez, ahora en su peor rango kitsch-socialista, y con las normales reticencias que se tienen hacia un narrador infantil, tanto más cuando sus evocaciones han sido “retocadas”, puse manos a la obra. Del tejido de sus recuerdos entreverados con lo que emergió de otros relatos de campaña, como del “Diario de operaciones y apuntes del Teniente Coronel Felino Álvarez Duarte.-1896”, a cuyo estudio solo entonces me entregué por completo, comenzaron a salir conejos.                             


De cuantos vieron con sus ojos a Felino, ya no mis tías que lo evocaban a través de lo narrado por su madre y sus abuelos, aunque haya que agradecerles tanta retentiva y el haber custodiado celosamente y a riesgo de convertirse en fantasmas unas en definitiva fantasmales reliquias, ni mucho menos mi padre, que cada vez que abría la boca era para convertirlo (no solo físicamente) en un hombre más grande, aunque igualmente haya que agradecerle su devoción, solo dos personas no se limitaron a señalar su valentía, coraje o intrepidez, sinónimos que se repiten como un metrónomo. Tenía Julián once años cuando Felino visitó su casa en la hacienda Franki, por lo que se deduce, en noviembre del 95. No menciona el refugio que conjeturé, ni registra su alzamiento, pero da cuenta de algunos nombres entre quienes  formaban la tropa, casi todos labradores de la finca de su padre. Según Julián Sánchez, y a diferencia de lo expresado por el estenógrafo Álvarez, Felino pertenecía a los Chapelgorris. No solo era empleado del tal comercio, El Entronque, sino que él mismo había sido chapelgorrista, como se comprende ya no solo de la frase “un empleado del comercio que pertenecía a los Chapelgorris”, sino también de lo que añade a continuación: “De estos, algunos se integraban a las tropas mambisas porque pensaban como cubanos”. Así que, o bien el estenógrafo no fue al respecto suficientemente exacto, o no lo fueron mis siempre excusables tías, o yo mismo al interpretar en esa única semblanza suya, el verdadero sentido implícito en esa frase. No laboraba, pues, solamente, para su chapelgorrista padrino, sino que él mismo lo fue. Muchas vueltas di desde entonces a esa aseveración. Pero al igual que acepté esa súbita caricatura que de su aspecto físico traza Rosell y Malpica, por qué no admitir algo a fin de cuentas concluyente. Si un testigo de primera mano venía a convencerme, con argumentos verídicos y más precisos que los esgrimidos por el estenógrafo Álvarez, o tal vez resultantes de mi errática lectura, y si ya me había interrogado con ahínco sobre ese proceso que lo llevó a experimentar un redomado sentimiento libertario, arriesgando la hipótesis de que debieron acumularse en él las más disímiles tensiones, por qué sorprenderme ahora. No se encontraba taxativamente lejos, en definitiva, lo expuesto acerca de unos afectos incubados en sus años de aprendiz de comerciante bajo la tutela de Modesto Flores, como sobre esa casi dentada lentitud como fueron despertando en cierto espacio comprometido en el que ciertos apetitos terminan por conocerse antes que resulten siquiera insinuados, de esa tentativa intelección mía acerca de su carácter y, por tanto, de que fuera chapelgorris. Por el contrario, explicaría su pertenencia. Hayan o no cometido crasas delaciones, dedicado alguna loa al tirano o esbozado apenas una sonrisa de complicidad, ¿cuántos no colaboran en su adolescencia? Al punto que puede hablarse de un estado de colaboración adolescente. Quien esté libre de pecados que tire la primera piedra, decía Fina, y Emma apostrofaba: que la tire. Dicho de otro modo, El Entronque no fue solo un nombre propicio y el símbolo de cuanto allí se empalmó, sino también, una escuela. Si el campesino Sánchez no menciona sus estudios de comercio, ni sus frecuentes viajes a Cárdenas, se sobreentiende. Su memoria es circunscritamente local. Pero si eso dijo, o más bien dictó al magnetófono que Dumpierre le colocó delante, no admite discusión. Por el tono, pero también por lo particular de la referencia, no puede alegarse que tal aseveración pertenezca a las añadidas por el “retocador”. Es recuerdo vivo, vox populi. Volviendo al relato de Sánchez, también habría que matizar. No solo por cuanto el así llamado etnógrafo, Dumpierre, retoca aquí y allá algún que otro pasaje, sino por esos anacronismos en los que incurre constantemente al retrotraer los ideales comunistas a un pasado mambí, y, por tanto, al abordar los recuerdos de la guerra, expuestos por Sánchez desde un temple igualmente comunista, a tenor de falsificar aún más el pasado. Hecha esta aclaración, a fin de delimitar lo que verdaderamente dictó Sánchez del acabado que da a sus memorias Dumpierre, estaba en condiciones de pasar y, en efecto, pasé, a entendérmelas con los episodios que allí se materializan. Pero como todo hay que ponerlo en cuarentena, y viéndome en la necesidad de recelar y subrayar ciertas palabras, me lancé con los sentidos más alertas que nunca. ¿No lo reclaman acaso acontecimientos lejanos y siempre más amenazados por la desmemoria?

Cuenta Sánchez que Felino y sus hombres irrumpieron con una novilla sacrificada y pidieron una ristra de ajos. Su padre les entregó medio galón de manteca, tres calabazas, un queso, cinco barras de guayaba, y un saco de boniatos que vació en el suelo, al tiempo que voceó: ¡Media arroba de rabisas para cuarenta y cinco hombres! En otro saco, echaron naranjas agrias y cargaron con todo al monte donde cocinaron la novilla y asaron los boniatos. Se sumaron dos jornaleros, además de Julián y sus hermanos menores. A la tarde regresaron con varias costillas ahumadas. Como los jornaleros decidieron incorporarse a la tropa, el padre les entregó diez pesos por cabeza para que compraran hamacas y frazadas. A uno regaló unas polainas de cuero marroquí, y al otro, una capa de paño. Julián y su hermano Dámaso, montados a caballo, dijeron que se alzaban también, y cuando fueron a desmontarlos, protestaron. Fue entonces que, al ver sus caras, Felino los consoló diciéndoles que ya crecerían y les obsequió unas décimas, según él, “escritas en la manigua”. Setenta años más tarde Julián las dictaría al etnógrafo Dumpierre, quien las transcribió y colocó al final de aquel pasaje:


Quién eres que quién me llamas,

tus lastimosos quejidos

cual la perdiz el silbido

de un señuelo que reclama

si el rigor de un yaguarama

te ha puesto mortal así,

tú debes de hallar en mí

el cariño de una hermana

y de una infeliz cubana

que se conduele de ti.

 

Ven a apoyarte en mis brazos

que haré un esfuerzo terrible,

que no hallo tan imposible

que vayamos paso a paso.

Hallarás en mi regazo

alivio a tanto dolor

y yo postrada de hinojo

con fina y ardiente fe,

tus heridas lavaré

con lágrimas de mis ojos.

 

¿Quién eres bella mujer

que has venido a este lugar,

como un ángel tutelar

a aliviar mi padecer?

En mí podrás comprender

a un infeliz desgraciado,

que por su patria ha peleado

y está gravemente herido

y de cansancio rendido

y con su sangre bañado.

 

Esto dijo y expiró

en brazos de la cubana,

y allá en la misma sabana

la sepultura le dio.

De allí desapareció

aquella linda doncella

sin dejar tras sí una huella;

pero lo que se deplora

que de él el nombre se ignora,

no se sabe quién es ella.  


Tomé un descanso y salí a la explanada. Bajé la escalinata y me dirigí al Sá de Miranda, donde se podía fumar y hacían el mejor café de Coímbra. Encontré allí a Nuno Almeida, apoltronado junto a la galería que da al parque quien, no más verme, me dio la noticia de otra lectura de poesía y se puso a hablar de su artista favorito, el fotógrafo Witkin. Mientras Nuno hablaba de escenografías pesadillescas y lo mucho que se avenían con su concepción del arte, o como dijo, su estética, pensé si no estaba armando un cadáver. A quién podía importarle mi investigación y, tanto más, unas décimas que, amén de alegóricas y románticas, en nada compiten con las del Cucalambé. Esto me pregunté, mirando las fuentes secas del Jardim da Seria, mientras Nuno seguía inmerso en Witkin y en lo embalsamado de la tradición, no sé si dijo, de Coímbra o todo Portugal. Desde luego, en mi cabeza se instaló entretanto, con creciente ímpetu, la sospecha de que esas décimas fueran escritas por Felino. En lo que Nuno discursaba ya en un tono templado, eché a volar la imaginación. Y si las escribió para Rosalía. Y si aludía a ella el “ángel tutelar”. Y si era él ese narrador oculto que deviene cronista apelando a la tercera persona, tras dedicar las estrofas iniciales ora a lo que dice la mujer, ora a lo que responde el abatido, agonizante, libertador. Nuno se despachó cuanto quiso, por supuesto, sin que lo interrumpiera un solo momento, embargado como estaba por ideas imperiosas. Y es que no había dado con un día cualquiera en la vida de Felino, sino con una de esas jornadas representativas de un roman de guerre. Un historiador bien formado encontraría en esas páginas, dictadas por Sánchez al etnógrafo Dumpierre, me dije, en tanto Nuno alzaba otra vez el tono y seguía hablando de Witkin, y de cómo se hizo Witkin con los cadáveres en las morgues de New Aspen, todo un intercambio de dones. En fin, como para encerrar la historia en un puño: alimentos, alianzas, simpatías, sacrificios y, por último, una didáctica de la gesta: esos niños que no quieren bajar de sus caballos y a los que se les entrega, a cambio, un drama en versos.

De vuelta a la Biblioteca Geral, subiendo la extensa escalinata, y en el afán de leerlas nuevamente, imaginé que encontraría en ellas algo escatológico. Pero una vez en mi puesto habitual, en el vetusto escritorio de cara a los estantes del fondo, comprobé que la tumba sin nombre y la no menos innominada sabana donde entierran al soldado en lo que la doncella escapa sin dejar huellas, no daban para más. Negué entonces que las décimas fueran de su autoría, para volver al rato a la sospecha, inevitable, casi inconsolablemente. Podían haber sido escritas por un anónimo insurgente, o por alguno de los tantos poetas de Cárdenas que se agenciaron los acontecimientos. En todo caso, me dije, confundiendo un poco el mensaje y al mensajero, podían pasar por anónimas, pues no hablan sino de un amor entre desconocidos: el joven y la amada, el joven y la patria, el joven y la muerte. Pero cuanto más me persuadí, más retornó y con mayor fuerza la pregunta ¿y si las escribió Felino?                                    


A la mañana siguiente estudié otra visita a la casa de los Sánchez en la abandonada hacienda Franki, esta vez la de Clotilde García. Advertí de entrada iguales secuencias: la llegada de unos hombres a caballo, la preparación de un almuerzo y, entre una y otra anécdota, unos pichones de mambí a los que el insurrecto entrega una décima en este caso vernácula. Aunque, por lo que narra el campesino devenido comunista Sánchez, se deduce en Clotilde un carácter más explosivo que el de Felino, diferencias sobre las que volveré, quedó para mi claro, tras sumergirme en este episodio, lo que por otra parte nadie había puesto en duda, ni el estenógrafo Álvarez, ni mis memoriosas tías, ni tanto menos esos historiadores que siempre los mencionan a dúo sin entrar en pormenores, lo indubitable y hasta cómplice de esa amistad. En otras palabras, el modo como compartían, al menos mientras los resultados de la guerra lo permitieron, o mientras los soldados españoles se comportaban, ciertos códigos. O la manera en que procedían, no muy distinta respecto a hacendados y ganaderos, según simpatizasen o no con la causa y, por tanto, colaborasen o no materialmente. Como también, el modo y manera como trataban a los guerrilleros de acuerdo con un mismo e invariable axioma: el de traidores. Felino y yo, cuenta Sánchez que dijo Clotilde, ya cortamos unas cuantas cabezas. Felino y yo, ya colgamos por el pescuezo a más de uno. Para apuntar a continuación que no le importaba matar españoles, ni a Felino tampoco, salvo que estos, agregó, se les enfrentaran. Queremos reservar las balas, dijo Clotilde, siempre según Sánchez, para esos renegados. Si nos matan a Felino y a mí, acrecentó Clotilde, y volvió a repetir sus nombres, no va a quedar títere con cabeza. Cuenta entonces el campesino devenido comunista que su padre comentó: El otro día casi acaban con la guerrilla de Las Ciegas, solo dejaron con vida a unos pocos. A lo que Clotilde, con el rostro contraído y los ojos bailándole en las órbitas, respondió: Esos se salvaron de milagro, pues no sabía que eran de los del sargento Caín. Dicho esto, se incorporó desde el tronco de almácigo y tras dar unos pasos, exclamó: ¡De saberlo, los hubiera liquidado a balazos! Tras lo cual acarició la cabeza de Dámaso, el hermano pequeño de Julián, para proferir: Están saliendo buenos pollitos. Y con la misma los convidó a que aprendieran de memoria, y repitiéndola con él, esta otra décima:

 

Nos levantamos temprano

antes que levante el sol,

y al desayuno comimos

boniato con picadillo.

Nuestra cama de espartillo

del mundo desconocida;

en la manigua querida

a la sombra de un limón,

los sueños plácidos son

y es libre nuestra vida.

 

Justo comieron eso: boniato con picadillo. Acabada esa, por así decirlo, magistral lección de violencia y, quién lo duda, de poesía, y mientras sus hombres fueron a por las bestias, no sin antes echar en un tambuche lo que había sobrado, Clotilde enlazó las vacas. Cuenta el campesino devenido comunista que las ensartó de una vez, y añade en su duplicado Dumpierre, no sin cierta galanura: Era montero y daba gusto verlo cuando peleaba, enredado en el caballo que casi no se le veía.

Hice un alto en mi esbozo de memoria-ensayo-biografía y me fui a caminar por la Baixa. Merodeé por callejones con nombres tan sugerentes como beco do Gato, beco do Corvo, y salí a la Iglesia de Santa Cruz. No quería acabar la jornada sin redactar un resumen de los acontecimientos que precedieron a la invasión. Así que, después de retomar fuerzas en la lujosa cantina que escolta la iglesia, tomé el tranvía que conduce a la explanada y volví a mi puesto. El mismo circo que pasó por Cárdenas, saliendo de Motembo, arribó a San José hacia esos días. Todavía no se había declarado la ley marcial y, para ser exactos, siguiendo no solo la narración de Sánchez sino la de una historia local (San José de los Ramos y sus hijos), no había habido grandes movimientos de tropa ni más encontronazos que contra las guerrillas. La Petite Troupe contaba ahora con una mujer barbuda que se les anexó en Elguea y tres prostitutas francesas que “venían a apoyar la zafra”. El exbombero, un mulato picado de viruelas, tan fornido que podía mover con los dientes una carreta cargada de caña, lanzaba a Minguino por el aire, mientras las madame y la barbuda lo aguadaban con un toldo. El cantonés montó su popular número “de la guataca”. Se dice que abusó de la bondad y buenas intenciones de los vecinos, arrancándoles información delicada. Para el campesino Julián Sánchez, sin embargo, todo fue un montaje del que se valió la inteligencia española, bien avisada de que se aproximaba la invasión, pero desconocedora del punto exacto por el que entrarían las tropas. “Solo la hez del pueblo pudo prestarse para semejante patraña, pues los verdaderos cubanos -dictó Sánchez al etnógrafo Dumpierre- estaban con la causa”. Una semana más tarde se decretó la ley marcial y La Troupe tuvo que recoger sus bártulos. Quemaron El Entronque, operación a cargo de Regino Alfonso, bandolero que se había pasado a mambí y quien, ya en dos ocasiones, intentara secuestrar a Modesto Flores. Clotilde incendió la parroquia de Hato Nuevo y veinte casas en Sabanillas, y destruyó el paradero de Guamutas, donde cortó los hilos telegráficos. Los Chapelgorris respondieron capturando a siete infidentes y fusilándolos junto a otros doce lugareños. El maestro Manolo Fraga cerró la escuela y huyó del pueblo. Y al padre del campesino Julián Sánchez, que entretanto había comenzado a colaborar con los insurrectos ocultando armas, le llegaría una carta comprometedora que enterró en el patio dentro de una botella. El mensaje resultaba fidedigno: las tropas de Gómez y Maceo no tardarían en arribar.

 

Fragmentos de La vida trunca del Coronel Felino (Aduana Vieja, 2015). 


viernes, 16 de diciembre de 2022

Todas la muerte y la vida se colmaron de tul…

 

Marosa di Giorgio 


Todas la muerte y la vida se colmaron de tul.

Y en el altar de los huertos, los cirios humean. Pasan los animales del crepúsculo, con las astas llenas de cirios encendidos y están el abuelo y la abuela, ésta con su vestido de rafia, su corona de pequeñas piñas. La novia está todo cargada de tul, tiene los huesos de tul.

Por los senderos del huerto, andan carruajes extraños, nunca vistos, llenos de niños y de viejos. Están sembrando arroz y confites y huevos de paloma. Mañana habrá palomas y arroz y magnolias por todos lados.

Tienden la mesa; dan preferencia al druida; parten el pastel lleno de dulces, de pajarillos, de perlitas.

Se oye el cuchicheo de los niños, de los viejos.

Los cirios humean.

Los novios abren sus grandes alas blancas; se van volando por el cielo.



jueves, 17 de noviembre de 2022

A su debido tiempo. Carta a Octavio Paz

  



Charles Tomlinson  


 

El tiempo del que hablas es el siglo y el día  

  De Shiva y de Parvati: inocencia inminente,  

Momento inmóvil. Háblanos, también,  

  De la forma en que el tiempo, al cumplirse, nos llena  

Mientras fluye: háblanos de la belleza de la sucesión    

  Que Bretón impugnara: el día se nos va,  

Pero aún queda tiempo antes de que se vaya  

  Para esbozar un pacto con el tiempo. Nos vimos  

Sudorosos en Roma, en un lugar  

  De confusión, maletas, teléfonos: y entonces  

Fue la noche en Umbria, la llegada del tren,  

  La luz abandonando la campiña reseca,  

Y luego los tejados, acercándose. Al llegar  

  Al andén, los primeros vagones regresaron  

De nuevo a nuestro campo de visión con un brillo  

   De luces vacilantes. El futuro,  

Que era nuestro anfitrión, nos esperaba  

  Con los primeros coches. Debemos completar  

Ese arco indeciso al asentir al tiempo,  

  De segmento a círculo, de azar a hecho:  

¿Y cómo no asentir? Si al apartar  

   El tiempo sus terrores, era como  

Si el lento atardecer fuera él mismo una cortesía.  


 

Traducción de Jordi Doce     



martes, 15 de noviembre de 2022

En Connecticut

 



Charles Tomlinson



Blancos, estos pueblos.

Blancas sus iglesias sin altares. La primera nieve

cae a través de un cielo blanco, grisáceo

y la blancura en las ramas

del abedul se hace más blanca

contra el gris. Blanca

la línea de columnas (cada una

de ellas es un solo árbol), las paredes

sin esculpir. "Esta parroquia fue creada

en 1741. En 1742,

la Asamblea General de Connecticut

se anexionó por decreto este territorio

que pasó a llamarse Judea".

El sol pasa, los olmos

lo invaden como sombras de encaje, luego

sale de nuevo. Blanco...

"Tenemos un buen cura. Es un cura

en la iglesia, y un hombre fuera" -pronunciado

sin sombra de duda, con la misma seguridad

que su invitación, cuando

inclinándose, asomándose

por la ventana mientras la limpiaba

había dicho: "Tenemos la puerta

siempre abierta".

 

Traducción de Jordi Doce


viernes, 14 de octubre de 2022

Máquina-bicho

 



Paulo Leminski


Los antiguos abrían bueyes para ver futuro en estructura de tripa: ejércitos en fuga, granizo, ríos en crecida, gente sangrando, espadas fuera de vaina, cosechas, ciudades incendiadas. Más reciente, separé en pedazos para que me admitieran en los círculos más allegados a las intimidades de la vida. Ciencia es eso, llegó allí, paró: navajas fueron precisas. Ya disequé mucho: la lámina cortó donde la cabeza debía entender, dividí en menudos para darme por satisfecho. Advierto que no hay bicho que yo entienda. Mayor el ojo, más denso queda, el tamanduá se tamanduíza con toda la fuerza: queriendo captar su verdad en un parpadear y en un cambiar de lente, aprehenderlo de entrada. Tal vez, empero, no vale la pena. Ninguno vale un cuadrado, un círculo, un cero. ¿Y a mí qué me interesa? De aquí a lo infinitamente grande o a lo infinitamente pequeño, la distancia es la misma, tanto da, poco me importuna. Allí canta la máquina-pájaro, allí pasta la máquina-anta: allí caga la máquina-bicho. No soy máquina, no soy bicho, soy René Descartes, por la gracia de Dios. Al enterarme deso, estaré entero. Fui yo quien hizo ese mato: salgan de él, puentes, fuentes y mejoras, periplos bugres y poblados batavos. ¡Yo expendo Pensamientos y yo extiendo la Extensión! Pretendo la Extensión pura, sin la escoria de vuestros corazones, sin el menstruo desos monstruos, sin las heces desos rezos, sin la brutalidad desas tesis, sin las bostas desas bestias. ¡Abajo las metamorfosis desos bichos, — camaleones robando color a la piedra! Polvos en seco: ¿en el huevo quién dio antes en el otro, un ala en la línea del gajo o un salto en busca de agasajo? No saben qué hacer de sí, insectos pegan la forma de la hoja; mimesis. ¿Y la forma? ¡Cosas de la vida! ¡Venid a mí, geometrías, figuras perfectas, — Platón, abre el corral de arquetipos y prototipos; Formas geométricas, embestid con vuestras aristas únicas, ángulos imposibles, hilos 25 invisibles a simple vista, contra lo bestial destas bestias, sus mentones barbudos, cuerpos contorsionados, picos embarazosos de explicar, cuernos confundidos por mutaciones, ojos en rodaja de cebolla! ¡Venid círculos contra tamanduás, cuadrados por tucanes, losanges verso tatús, bienvenidos! ¡Mi ingenio contra esos ingenios! ¡La sed que sume hiede que hambrea! Me falta realidad. Allá cabalga la pereza que más se me parece, más no puede la arcilla humana. Apenas alguien que sabe decir no. Desde verdes años, tentáronme el eclipse y la economía de los esquemas. Eximio de los más hábiles en los manejos de ausencias, busqué apoyo en los últimos reductos del cero. Fue la época en que más prestigié el silencio, el ayuno y el no. La geometría. Casi no pensar. Cuadrado es casi nada. Un círculo prácticamente falta, trazar una línea orilla el ocio: pensar un problema de geometría es desviar de un vuelo sin dar un nulo pío. Cuando geómetra, ser si a lo que hay de más nada. ¿Quién soy yo para cambiarlo? Esa araña geometrifica sus caprichos en la Idea desa tela: enmaraña la máquina de líneas y está esperando que le caiga a ciegas un bicho dentro: ahí trabaja, ahí cena, ahí huelga. Camina en el aire, susténtase a éter, obra de nada: no vacila, no duda, no yerra. Organiza el vacío avante, palpa, papa y palpita, resplandeciente en la nada donde se engasta y agárrase por la alhaja en que pena, desierto de rectas donde la geometría no corre riesgos pero se caga. Esta desolación del verde en este desierto lleno se está prevaliendo de mis hechos de armas y pensamientos. ¿Sabe con quién está hablando? Cultivé mi ser, me hice poco a poco: me constituí. Letras me nutrieron desde la infancia, mamé en los compendios y me abrevé de las nociones de las naciones. Compulsé índices y consulté episodios. Desaté el nudo de las actas, manipulé manuales e investigué tomos. Ojo nocturno y diurno, recorrí las letras en caminos: tropecé en las vírgulas, caí en el abismo de las reticencias, yací en las cárceles de los paréntesis, roté la muela de las mayúsculas, adelgacé el incordio de las interrogaciones, el florete de las exclamaciones me traspasó henchí de callos la mano hidalga doblando páginas. En descifrar enigmas fui Edipo; enrollar cogitaciones, Sísito; en multiplicar hojas por el aire, otoño. Frecuenté guerras y aduares; asiduo en el atrio de las basílicas, crucé mares, pisé el palo de los navíos, el mármol de los palacetes y la cabeza de las cobras. Estoy con Parménides, fluyo con Heráclito, 26 trasciendo con Platón, gozo con Epicuro, me privo estoicamente, dudo con Pirro y creo en Tertuliano, porque es más absurdo. Linterna en mano, toqué a la puerta de los volúmenes mendigándoles el sentido. Y en la noche oscura de las bibliotecas iluminábame el cielo la luz de los asteriscos. Maté uno a uno los bichos de la biblia. Me dixit magister quod ipsi magistri dixerunt: Thyphus dégli Odassi, Whilem Van der Overthuisen, Bassano di Alione, Ercole Bolognetti, Constantin Huyghens, Bernardino Baldi, Cosmas Indicopleustes, Robert Grosseteste et ceteri. Estoy en latín como esos bichos en la casa de fieras, golpeo la cabeza en las paredes, camino de muro a muro sumando millas. Diviso. Me senté a la mesa de los notables, distinguí la compañía de varones insignes, eso tal yo mismo nato y hecho. Un hombre hecho de armas y pensamientos. Mis virtudes, alibís, inmunidades y potencias: la náutica, la cinegética, la haliéutica, la poliorcética, la patrística, la didascalia, el pancracio, la exégesis, la heurística, la ascesis, la óptica, la cábala, la bucólica, la casuística, la propedéutica, fábulas, apoteosis, partenogénesis, exorcismos, soliloquios, panaceas, metempsicosis, jeroglíficos, palimpsestos, incunables, laberintos, bestiarios y fenómenos. Ceremonias me curvaron ante reyes y damas. La piedra de los templos me hirió la rodilla derecha. Horas mías en el oro de relojes perfectos. Me incliné sobre libros a ver pasar ríos de palabras. Todas las ramas del saber humano me ahorcaron, sebastián flechado por las dudas de los autores. Navegué con éxito entre la higiene y el bautismo, entre el catecismo y el escepticismo, la idolatría y la iconoclastia, el eclecticismo y el fanatismo, el pelagianismo y el quietismo, entre el heroísmo y el egoísmo, entre la apatía y el nerviosismo, y salí incólume hacia el sol naciente de la doctrina boa, entre el borde y el abismo. Mal emergido de los juegos pendientes en que consume puericia sus días, me di al florete, los ejercicios de la espada me absorbían entero. Maestros sorbí expertos en el arte. Mi pensamiento elaboraba láminas día y noche, posturas y maniobras, desgarrado en una selva de estoques, florete segando las flores del aire. Habité los diversos aposentos de las moradas del palacio de la espada. El primer florete que te cae a la mano exhibe el peso de todas las confusiones, el peso de un huevo, estertores de bicho y una lógica que cinco dedos adivinan. En los florilegios de posturas de las primeras prácticas, Vuestra Merced es bueno. La espada se da, su mano florece naturalmente en florete, la primavera flor de piel. Todavía de repente el florete vuelve y te muerde la mano. No hay más acierto; Vuesamerced no se halla más en aquel laberinto de posiciones, tajos, estocadas, altibajos, puntos y formas. Pásase adonde lo menos que acontece es el darse media vuelta y lanzar de sí el florete: ábrese un precipicio entre la mano y la espada. Ahora conviene firmeza. Muchos desandan, pocos perseveran. Vencido este lance, la práctica verdadera comienza. Es la segunda morada del palacio: muchos trabajos, poca consolación. Ahí el florete ya es instrumento. Largo dura. Un día, lejos de la espada, la mano se contorsiona en su entender y agarra la primera punta del filo, la Lógica. Vuesamerced ya es de casa, acceso a la cuarta morada. La conversación con el estilete es sin reservas. Lo propio desta morada es el menguado pensar: una geometría, lo mínimo de discurso. Tiene la mano la espada como a un huevo, los dedos tan flojos que no quiebren y tan firmes que no caiga. De que el mismo destino contempla vuesamerced y la espada — tú te enteras: entero está ahora. Aquí se multiplican corredores, quod vital sectabor iter? En lo concerniente a mi persona, escogí errado: llegué a pensar que yo era espada y desvariar en no precisarla. Las luces del entendimiento brujuleaban. No estaba lejos la medicina de mis males. Compuse el papel de esgrima en que metí a palabrería lo resultante de mi industria pasada. El texto escrito, no más me entendí en aquella artimaña. En edad de milicia puse entonces mi espada al servicio de príncipes, — estos gemelos y los Heeren XIX de la Compañía de las Indias. Largué los floretes para tomar la pluma, y porfían discretos si la flor o la pluma nos autorizan más a las eternidades de la memoria. Hoy, ya no florecen en mi mano. Metí números al cuerpo y era esgrima, números a las cosas y era ciencia, números al verbo y era poesía. Ancoré la cabeza llena de humareda en el mar deste mundo de humos donde moriré de tanto mirar. ¿Juzgar duele? Arapongas golpeen hierros en el calor, en el presente, ya no hay más guerra, que así mal llamo a esas prestaciones de mercenarios cuya bravura se compra a diez tostones y diez tostones vale. Ni a esa copia cada vez mayor de gente que venciendo combates más por el número que por el denuedo o altos cometidos — llamaré guerrero. ¿Ese concurso todo de bombardas por ventura no borró las líneas de los blasones, insignias y divisas, en un báratro de estrépitos donde se enmarañan 28 personas, cualidades y estados? Huelgo en recordar un caso digno de porvenir que conviene la pluma y la tinta arrebátenlo de los azares de la memoria para la carta, sitio más seguro. Buen combate combatí en Hungría, yendo a los tumultos de la sucesión del Palatinado. Un cuerpo de hidalgos, todos del mayor mérito y nacimiento, topó con nosotros en el abrir de la planicie magiar. De nuestra parte, CCCXIII, todo a favor. Mediríamos armas, estipulando el uso tan sólo de blancas. Primores de proezas se hicieron ahí. Mucho tengo escrito desde entonces, y si por mucha pluma se virase pájaro hace ya mucho habría volado mi mano derecha. Las letras de lo escrito marchitando las flores vivas del pensar, el alfabeto lapida los estertores de las aristas de los sentidos: el arte gráfico cristaliza el manuscrito en arquitectura de signos, pensamiento en superficie mensurable, raciocinio ponderable, así muriendo en gradas, desde los esplendores agónicos del pensar vivo hasta las obras completas. Máquinas vi increíbles: el espejo ustator, la eolipila de Athanasius Kircher. La luz de cirios y candelas que un cono capta a incidir en un círculo de vidrio con dibujos a la manera del zodíaco, el haz de luz desenrollando la imagen por sobre una pared blanca: Padre Athanasius acciona la rueda para dar vida al movimiento, almas agitan brazos frenéticos entre las llamas del infierno o los electos giran en torno del Padre, — linterna mágica a colar sombras en la caverna platónica. ¿Qué decir del artefacto de aquel tal de Pascal, cuya sola mención es maravilla y pasmo de las gentes? A pedido de la Academia de Ciencias, sometí y sometí el laberinto de piezas y morrallas que digitadas calculan, a todos los rigores del escrutinio: le experimenté la eficacia todo un día y no se engañó una sola vez. ¡Bizarros tiempos estos en que una fábrica poco mayor que cajita de música hace el oficio del entendimiento humano! El reloj de Lanfranco Fontana está entre los dédalos máximos que los intelectos desa era, quimerizando, pudieran arquitectar: no contento con mostrar y sonar las horas, acusa el movimiento de los planetas y adivina eclipses. Lidié con la obstinación de la aguja magnética contra el Norte, persiguiendo un meridiano. Otras callo para no alarmar el mundo de las varias que temo un día nos cerquen. Máquina considerado este cuerpo, Leonardo aquel ingenio tan agudo cuanto artífice sutilísimo ¿no compuso un automáta semoviente a manera de humano? El día vendrá en que pongan altares a un dios-máquina, — Dios, la máquina de una sola pieza. Estas bestias hacen cualquier cosa de las máquinas de que hablo: ¿cuál la finalidad destas arquitecturas tortuosas? ¿Provocarme pasmo, maravilla o risa? Perdido busca la persona perdida años atrás, ¿ser-tan-as? ¿Cómo era incluso el nombre de aquel río de quien decían horrores de la amnesia que daba a la hora señalada, bebida su agua? No juegues… ¿Incluso? ¡Qué bien, mamá, mira, estoy huérfano! Quien desaparece no enmohece. Atrás, dejo un ser perfecto en el desafío de la cara desos bichos: repto. No interpresto mis monstruos por ningún oro deste mundo: los coloco en una letargia analgésica raramente interrumpida por accesos de furia asesina. Se manifrustran desde las columnas de Hércules a las colinas de Miércoles, ¡sólo buscar bien en los ortos de los espiridiones! Aquí no hay medios de repugnancia.


 Traducción de Reynaldo Jiménez


 Catatau. Una novela-idea, Buenos Aires, Descierto, 2014.