domingo, 27 de diciembre de 2020
Miguel de Marcos: El Día del Periodista
martes, 22 de diciembre de 2020
Cuando todos se vayan
Jorge Teillier
a Eduardo Molina Ventura
Cuando todos se vayan a otros planetas
yo quedaré en la ciudad abandonada
bebiendo un último vaso de cerveza,
y luego volveré al pueblo donde siempre regreso
como el borracho a la taberna
y el niño a cabalgar
en el balancín roto.
Y en el pueblo no tendré nada que hacer,
sino echarme luciérnagas a los bolsillos
o caminar a orillas de rieles oxidados
o sentarme en el roído mostrador de un almacén
para hablar con antiguos compañeros de escuela.
Como una araña que recorre
los mismos hilos de su red
caminaré sin prisa por las calles
invadidas de malezas
mirando los palomares
que se vienen abajo,
hasta llegar a mi casa
donde me encerraré a escuchar
discos de un cantante de 1930
sin cuidarme jamás de mirar
los caminos infinitos
trazados por los cohetes en el espacio.
miércoles, 16 de diciembre de 2020
El águila y el bagre
Andrés Eloy Blanco
Dijo el Águila al Bagre: —Compañero,
yo vengo del azul y en mi sendero
he entrevisto la luz del más allá.
¡Yo he visto a Dios colgado de un lucero!
Y dijo el Bagre: —Ajá.
Dijo el Águila al Bagre: —Camarada:
yo he visto al mar de espuma desflecada,
el hondo mar de donde vienes tú.
¡Yo he visto a Dios en la ola erizada!
Y dijo el Bagre: —Ujú.
Dijo el Águila al Bagre: —Valecito,
yo he cruzado el Atlántico infinito
y el Dios del viento ha resonado en mí.
¡Yo he visto a Dios y aquí traigo su grito!
Y dijo el Bagre: —Ijí.
Y el Águila voló. Cuando volaba,
desde su altura oyó que el Bagre hablaba
y detuvo su vuelo triunfador.
Y sólo oyó que el Bagre murmuraba:
—¡Eso es valor!
Bagre: eso eres tú,
allí,
aquí,
allá:
Ujú.
Ijí.
Ajá.
Inmoraleja:
Aunque sepas que el Bagre se desmaya,
no se lo digas al Doctor Arcaya.
No digas que está enfermo o que está viejo
y fuma Tocorón. No seas pendejo.
Enero de 1928. —Caracas. A la llegada de Lindbergh.
lunes, 14 de diciembre de 2020
El vuelo de Lindbergh
Alejo Carpentier
Todavía recuerdo aquel sorprendente 20 de mayo de 1927 –hace veinticinco años– en que las ceremonias patrióticas y los regocijos populares que acompañan, tradicionalmente, la celebración de la fiesta nacional de Cuba, se vieron muy olvidados, a poco del mediodía, por un público que se iba aglomerando frente a los edificios de los periódicos, en espera de noticias. No podíamos pensar en otra cosa. Nada era tan apasionante, aquel día, como la insólita proeza de un hombre que volaba sobre el Atlántico, solo, en aparato impropio para el terrible esfuerzo exigido, sin más alimento que dos sandwiches y una botella de agua, sin más ayuda que el compás y el conocimiento de las estrellas.
Con París, la vida
estaba como en suspenso. Nadie lograba poner atención en el trabajo, bajo el
imperio de una idea fija: “¿Llegará?”… Y, de pronto, poco después del
crepúsculo, una masa humana, incontenible, frenética, se arrojó hacia el aeródromo
donde Charles Lindbergh habría de posar el Espíritu
de San Luis, luego de haber cumplido su portentosa hazaña en treinta horas
y media. Algunos, que fueran testigos del festejo del 11 de noviembre de 1918,
me contaron que sólo en aquella ocasión volvió a conocer París un tal momento
de entusiasmo colectivo, de multitudinaria alegría. Poco faltó para que el endeble
avión de Lindbergh fuese despedazado por los coleccionistas de reliquias,
quedando ahogado el aviador por el empuje incontenible de quienes atropellaban
a la misma policía para contemplarlo de cerca. Veinticuatro años después de que
los hermanos Wright lograran desplegar del suelo, realizando un primer vuelo de
170 metros en 12 segundos, el enlace aéreo entre América y Europa era un hecho.
El mundo entero sabía de un acontecimiento sin precedente en la historia del
hombre –acontecimiento que abría una etapa nueva en los dominios de la
aviación.
Y Charles Lindbergh
fue presentado a las generaciones nuevas como el mejor ejemplo de heroísmo; del
heroísmo que merece el loor y agradecimiento de los hombres sin nacer del gesto
de agresión; heroísmo del riesgo voluntariamente afrontado, del todo jugado por
el todo, con el noble fin de colmar los anhelos prometeicos del ser humano. Lindbergh
fue una de las figuras clave de aquel optimismo, de aquella fe en el ocaso de
las guerras, que, en la década 1920-30, prolongó el gran optimismo científico
de fines del siglo pasado; ese optimismo que hacía decir al bueno de Ernesto
Renan: “El carro del progreso avanza, avanza … y ahora corre sobre rieles:
tiene cien mil años por delante, para correr”. Lindbergh, propuesto como “héroe
magnánimo” a las juventudes, respondía con su hazaña a la exaltación del
progreso, de la máquina, de la velocidad, propia de todas las escuelas poéticas
que entonces llamaban “vanguardistas”.
Poco después, sin
embargo, empezaron los bombardeos aéreos de Gondar, de Madrid, de Rotterdam, de
Coventry, de Londres. El avión, de pronto, se hizo menos “libélula de aluminio”,
menos “pájaro de metal”, menos saeta, menos palafrén de caballeros del aire. Y hoy,
la figura que ha venido a sustituir la del aviador solitario sobre el
Atlántico, como ejemplo de un heroísmo magnánimo para las generaciones jóvenes
de Europa, es la del alpinista, conquistador de cimas invioladas –como Herzog,
mutilado por el frío, en su sobrehumana lucha por vencer el Annapurna–, y la
del explorador de lo mucho que queda por explorar en este planeta nuestro, tan
atormentado, actualmente, por sus crisis de adolescencia.
El Nacional, Caracas,
21 de mayo de 1953.
Tomado de Letra y Solfa. Variaciones, La Habana, Letras Cubanas, 2004, pp. 19-20.