domingo, 22 de marzo de 2015

Semmelweis: la vida de las plantas




Louis-Ferdinand Céline


El trabajo será breve; doce páginas apenas. Pero doce páginas de densa poesía, de agrestes imágenes. Con arreglo al clasicismo de entonces, está redactada en latín, y del más fácil. Se titula: La vida de las plantas. Es un pretexto para celebrar las virtudes del rododendro, de la vellorita, de la peonía y de algunos otros vegetales. De paso, el autor se complace en hacernos constatar fenómenos de gran importancia, pero totalmente obvios; entre otros que, si el calor del sol favorece la eclosión de las flores, el frío, por el contrario, les es enteramente perjudicial. No existe nada más simple, pero para una muestra de patetismo he aquí ésta: «¡No hay espectáculo —escribe— Semmelweis que regocije más el espíritu y el corazón de un hombre que el de las plantas! ¡El de estas espléndidas flores de variedades maravillosas, que exhalan olores tan suaves! ¡Que proporcionan al gusto los más deliciosos jugos! ¡Que alimentan nuestro cuerpo y le sanan de las enfermedades! El espíritu de las plantas inspira la cohorte de los poetas del divino Apolo, que se maravillaban ya de sus formas innumerables. La razón del hombre se niega a comprender estos fenómenos, que no puede aclarar, pero que la filosofía natural adopta y reverencia: en efecto, de todo lo existente emana la omnipotencia divina.» No le faltan a la tesis otros pasajes de la misma melodiosa inspiración y de igual valor. Su maestro Skoda, que presidía el tribunal de la Facultad, le preguntó, sin duda por no permanecer inactivo, si sería posible sustituir el mercurio por el jugo de ciertas flores en el tratamiento de las enfermedades, y le rogó que argumentase este delicado tema: «Medicina y Sentimiento». Todo ello en mal latín, que quede claro. Lo esencial para nosotros es saber que fue recibido doctor en medicina aquel día, que algunos autores sitúan en marzo, otros en mayo, en todo caso, en la primavera de 1844.



Traducción de Juan García Hortelano




viernes, 20 de marzo de 2015

Mensaje al Capitán Straube





Salvador Reyes



Capitán, otra vez va a llegar el invierno.
¿Y nuestro viaje? Lo discutimos hace ya tanto tiempo
Sin embargo, estamos aún amarrados al muelle
fumando nuestro tabaco de musgosas redes.

Yo he intentado sembrar un árbol como un hombre serio.
¿Y qué cree usted que floreció? La Rosa de los Vientos
Es inútil, inútil, mi querido Capitán:
es ya la hora de hacernos a la mar.

Sus gruesas botas de agua están paseando el muelle
Y la marea mece blandamente nuestro queche.
Como las líneas de una mujer, saboreamos las líneas del barco.
¡Capitán, ya es la hora de tomar el largo!

Todo está a bordo: víveres, cartas, instrumentos.
Nos estrechan la mano nuestros amigos aduaneros.
Allí arden las luces sollozantes de los adioses
y resbalan en la garganta de la noche húmeda y salobre.

Pienso en el viento que se desborda por la relinga de los foques,
en el bauprés clavando el corazón del Norte.
Estalla un puñado de estrellas a popa, en la noche del Pacífico
y grito: ¡Adiós para siempre, Valparaíso!

Más allá del faro el viento hinchará la cangreja;
rápidamente alcanzaremos la estera de las ballenas,
El mar libre y áspero, la soledad que cuadra bien al hombre
y la danza negra y desnuda del horizonte.

La maniobra obedece fácil a su voz marítima;
me oriento perfectamente por la estrella de su pipa.
Sólo el rostro de una mujer puede encerrar, Capitán,
el infinito, el vértigo del mar.

La tempestad, las maldiciones, la sal que escuece la boca;  
nuestras manos que sangran aferrando la escota
y no saber si mañana veremos el día…!
¡Votó al diablo! Son cosas que vale la pena vivirlas.

Podríamos peinar las cabelleras del infierno.
¿Se acuerda usted de cuando era Capitán de la “Tenglo”?
Desde un pasado soberbio de valor y violencia
se alza su puño de piedra frente a la tripulación insurrecta.

Ahora, libres entre el cielo y las olas,
cortamos trozos al destino con el cuchillo de la roda
y nos hartarnos de vida con esa gula de los marinos.
¡No hay más verdad que el goce de nuestros instintos!

El Pacífico, árbol generoso, con sus frutos de puertos…
Guayaquil, Panamá, San Francisco y los atoles polinésicos.
Nuestro queche plega las olas en las quietas bahías,
y en la playa, desnuda y perezosa, se tiende a descansar la vida.

¡Cierra caña a estribor!.... ¡Oh, Capitán Straube!
Como una mujer tiembla el barco de la quilla a los mástiles.
La gran posesión del mar y su beso desnudo
y nosotros corriendo a pleno trapo en la juventud del mundo.

Agua salobre, viento salobre, vida salobre.
Flecha clavada en la fama del horizonte.
Tiburones y albatros enlazan el cielo y el mar.
¡Es la hora de levar anclas, Capitán!



                                                                                            1922





miércoles, 18 de marzo de 2015

Goya




Andrêi Vozniessiênski



Soy Goya
los ojos –pozos de petróleo-
me arrancó el enemigo

Soy guerra
ciudades-escombros
bajo la nieve
de 1941

Soy garra
garganta de ahorcada
repiqueteando
en plaza vacía

¡Soy Goya!
¡Venganza!
Hacia occidente lanzo
                                  ingratas cenizas

Y en la memoria del cielo ¡oh!
clavo
estrellas-fijas

Soy Goya
Soy…




Versión: M. Varón de Mena





lunes, 16 de marzo de 2015

En la frontera




Joseph Roth



El doctor Valentín Langensack, mi profesor de geografía, solía decir que había dos clases de fronteras: naturales y políticas. Infaliblemente, a continuación venía la pregunta: «¿Cuáles son las naturales, cuáles las políticas?».
Montañas, ríos, mares y cadenas montañosas son las naturales. Las políticas son barreras de madera de dos o tres colores, casetas con escudos, policías fiscales in natura. Marcadas por el mapa con puntos, rayas, líneas, etc.
Cuando el doctor Valentín Langensack -¡Dios lo tenga en su gloria!- aún vivía, sólo había dos clases de fronteras.
Ahora que está muerto, sin duda sigue habiendo fronteras políticas, pero hace mucho que ya no hay fronteras naturales, sino antinaturales.
Las fronteras políticas tampoco son ya puntos, rayas, líneas, etc., sino vejaciones, vías dolorosas, pasiones, Gólgotas, crucifixiones, en una palabra: registros
Se puede llegar a la Hungría occidental de habla alemana de distintas maneras: por Ebenfurt o a través del bosque, por senderos de contrabandistas o por Wiener-Neustadt.
Yo elegí Wiener-Neustadt.
En la plaza del Ring está la dirección de policía, y allí empieza la frontera antinatural. Porque, curiosamente, un pasaporte austriaco en regla, dotado de todos los visados y emborronado con todas las firmas ilegibles de todos los comisarios y direcciones de policía del mundo, no basta para pasar la frontera. Hay que conseguir además una autorización de cruce de la frontera en Wiener-Neustadt. Y ése es el comienzo de la frontera.
La frontera misma está media hora más allá de Wiener-Neustadt. Es de noche, y como por desgracia no soy ningún especulador, tengo la intención de cruzar la frontera por la mañana.
Pero, para poder pernoctar en Wiener-Neustadt, hay que haber nacido en Mattersdorf. Precisamente en Mattersdorf. Me enteré de eso en el Hotel Central, donde pregunté humildemente si podía conseguir una habitación. No recibí respuesta alguna. No por eso dejé de esperar. En la frontera, vale el refrán: «Ninguna respuesta es una próxima respuesta».
Delante de mí había un caballero rellenando una hoja de registro. Luego el caballero desapareció, y ocupé su lugar. La hoja de registro estaba ante mí.
Vino una camarera, leyó la hoja y me miró. Luego dijo, con espontánea cordialidad y emoción en la voz:
-Le daré la número cincuenta y dos. Pero sólo porque es usted de Mattersdorf.
A lo que yo guardé silencio y seguí a la camarera hasta la número cincuenta y dos.
Cuando hube dejado mis cosas y me hube guardado la llave, saqué mi revólver y dije, muy amablemente:
-Señorita, yo no soy de Mattersdorf. Esa hoja de registro es de  otro caballero.
-Vaya –dijo ella-, de haberlo sabido no le habría dado la habitación.
-No se arrepentirá –respondí, me guardé el revólver y le di un billete de diez coronas.
Así que volví a mi cuarto en Wiener-Neustadt sin ser nacido en Mattersdorf. ¡Hay que tener suerte!...
Por la mañana, caminé media hora antes de llegar a la frontera propiamente dicha. Sin duda hay una vía que lleva directamente de Wiener-Neustadt a Sauerbrunn, pero el tren no circula. En primer lugar, porque es una frontera antinatural, en segundo lugar, para que los viajeros puedan llevar sus maletas. En la frontera hay seis gendarmes y uno de la Policía secreta. Uno de los gendarmes mira el pasaporte, otro me mira y pregunta:
-¿Nada que declarar?
¡Qué ingenuo! Me pregunto si algún contrabandista habrá confesado alguna vez que llevaba cosas que declarar.
No por eso dejo de decir, como marcan las normas: «No!», y paso.
Veinte pasos más allá, un guardia rojo analfabeto trata de deletrear un pasaporte. Le lleva mucho tiempo. Precisamente con mi pasaporte el buen hombre quiere aprender alemán. Tengo que darle dos cigarrillos para que abandone todo intento de estudiar y me devuelva el pasaporte.
Al otro lado empieza Neudörfl.
Neudörfl es la introducción al país de Heanzen. No entiendo muy bien ese disminutivo, Dörfl. Debería llamarse Neudörf. El pueblo consiste en una sola calle, increíblemente larga, formada a ambos lados por casitas blancas. Es sábado, y día de gran limpieza. Niños rubios juegan entre la porquería de la calle. En una lejana granja gruñe apaciblemente un cerdo. Un gallo se pasea por en medio de la calle. Dos patos chapotean en un charco.
Como Neudörfl no tiene la menor intención de acabarse, decido interrumpirlo por mi cuenta y entro en una taberna. El posadero es húngaro, la mujer austriaca. Un mozo es austriaco, una camarera húngara. El posadero es muy amable con la camarera, la dueña con el mozo. Afinidades electivas y tribales, en el límite de las novelas de amor y los escándalos amorosos.
Al cabo de un cuartillo de vino tinto vuelve a empezar Neudörfl. Un campesino sale de la iglesia. Pregunto por el señor cura.
-Yer le dio un ataque –dice.
-¿Vive aún?
-Sí, pero no le quea mucho. Estaba furioso con Bela Kun, ¡y ahora le ha dao un ataque! –se lamenta el campesino.
-¿Se alegra usted de que Kun se haya ido?
-Pero claro. Eso no había quien lo aguantara.
-¿Sabe que ahora pertenecen ustedes a Austria?
-¡Aún no! ¡Pero se andará! ¿Vié usté de Viena?
-Sí.
 -Ah, ah, de Viena –dice sonriendo, y le brillan los ojillos.
Detrás de la iglesia, Neudörfl se acaba al fin. A la izquierda está Waldheim am Lichtenwerd. Una fonda. Dentro hay un gendarme austriaco con todo el correaje. ¿Qué hace aquí? ¿No será la fuerza de ocupación? ¡Por el amor de Dios, no!; Waldheim am Lichtenwerd ha vuelto a ser Austria! Algo me dice que eso no sería una frontera antinatural. Un pico austriaco entre Hungría y Hungría. ¡Y en el pico una fonda, y en la fonda un gendarme! ¡Qué extraña frontera!
Justo detrás de la fonda empieza el bosque. En la oscuridad hay un hombre con revólver, y grita: «¡Manos arriba!». Al oír ese grito se detienen cuatro guardias rojos húngaros que iban a Waldeheim. El agente de policía los cachea, ordena: «¡Adelante! ¡Marchen!», y los lleva al interior del bosque. Es un sitio un poco inquietante, en el que aún no termina un país y aún no empieza otro.
Quien busque la ocasión de irritarse puede cubrir el resto del camino junto a la vía del ferrocarril hasta Sauerbrunn. ¡Qué hermosa vía! ¡Qué fácilmente podría recorrerla un tren! ¡Y no habría que gritar «¡Manos arriba!» ni haría falta ver gendarme alguno, y sería en general mucho más cómodo!
¡Pero no! Las fronteras son incómodas. ¡Sí! ¡Cuando mi profesor de geografía vivía, y las dividía en políticas y naturales, la cosa era distinta, por supuesto! Pero ahora que está muerto solamente quedan las antinaturales…
  



                                                                         Der Neue Tag, 7-8-1919