domingo, 16 de abril de 2023
A orillas del Jo-Yeh
Li-Tai-Po
Recogen las bellas nenúfares
en las orillas del Jo-Yeh;
entre los ágiles bambúes
semiocultas, rién de placer,
y el agua refleja sus túnicas
que aroman la brisa, de té.
De súbito se oyen jinetes
que cruzan la ruta montés;
relincha un caballo; su dueño
lo para por ver, y no ve.
Escruta los sauces en vano.
Silencio. Se aleja después.
En tanto una linda muchacha
soltando sus flores al pie,
refrena en su pecho a dos manos
a Amor, que lo quiere romper.
Traducción: Guillermo Valencia
Diario de la Marina, 11 de junio de 1929, p. 16. Guillermo Valencia: Obras poéticas completas, 1925, p. 323.
miércoles, 5 de abril de 2023
El pliegue de la noche
—Vamos a ver el combate.
—¿El combate?
—Sí, hay uno solo, que se celebra
cada noche en el Polo. (El Polo es un local grasiento donde caben unas 3000
personas, apretujadas de tal modo que ahí no puede entrar ni un mosquito.)
—Pero, ¿no es un deporte
demasiado violento?
—Al contrario. Es nuestra
principal diversión. Y lo mejor es que ya sabemos el resultado.
—¿Cómo? ¿Ya conocen el resultado?
—Se trata del mismo combate, que
tiene lugar cada noche en los mismos términos. (Es un solo combate que no
tiene fin, o que no ha comenzado todavía.)
—¿Y puedo asistir yo también?
—Naturalmente. Pero lo más
importante es que no se aparezca con ningún sombrero.
—Claro, porque en un local como
ése, si uno lleva sombrero…
—No. Lo del sombrero es una
tradición. Sería una ofensa muy grave llevarlo.
—Nos vemos esta noche.
Ya estaba allí, apretujado con
los otros 3000. (Supongo que yo era el 3001.) Pero no veía nada, de modo que mi
compañero, situado unas gradas más arriba, trataba de describirme lo que veía.
Nadie me había dicho nada de las gradas. El calor era agotador. Y la luz
saltaba despiadadamente sobre las calvas redondas y daba como un relámpago en
las nucas. Al parecer, un contrincante había sujetado al otro por la manga y se
la había arrancado de cuajo. Pero eso era todo. Ahora comprendía la dificultad
del juego (o el espectáculo). Le pregunté a mi compañero si podíamos acercarnos
más, para ver la acción por completo.
—¡No!—me gritó desde arriba—.
¡Además, no serviría de nada. Los primeros 2000 son jueces!
—¡Pero —grité a mi vez por entre
el ruido ensordecedor— ellos sin duda han visto ya todo lo que pasa!
—¡En absoluto! —gritó él,
mirándome desde arriba con una mirada furiosa—. ¡No pueden ver nada. Son
ciegos!
No me sorprendió tanto esa
noticia como una especie de rumor que recorría la sala y que empezaba en las
primeras filas y luego se arrastraba como una serpiente hasta alcanzar las
gradas más altas, que no veía tampoco, porque el gesto de girar la cabeza me
producía un latigazo profundo, instantáneo.
Entre los gritos, la iluminación
y el calor, pensé que iba a desmayarme de un momento a otro. Finalmente, y sin
que se supiera cómo, todo terminó. Salimos a la noche.
Le pregunté a mi compañero
cuántas noches harían falta para ver todo el combate, o al menos para tener una
idea de lo que ocurría en él. Aquel vislumbre de una manga rota no me
satisfacía en absoluto.
—Oh, no te preocupes por eso.
Nadie ha visto el comienzo del combate, y nadie sabe lo que sucede en él.
—¿Cómo? ¿Nadie ha visto el
combate completo?
—Así es. Y es por eso que nos
apretujamos desde hace décadas en el recinto grasiento del Polo, con nuestros
trajes oscuros y nuestras cabezas completamente calvas. Tú has tenido suerte (o
mejor dicho: un privilegio excepcional). Primero, porque no eres calvo, como
todos nosotros (instintivamente, me llevé la mano a la cabeza), y segundo,
porque has podido ver, en una sola noche, lo que otros han tardado años en ver
o no han visto nunca.
—¡Pero —exclamé—, sólo tengo el
vislumbre de un agarre y una manga rota! Y además, yo no vi nada. Me lo
gritaste tú desde arriba.
Mi compañero dejó resbalar sobre
mí una mirada de reproche (o quizá era compasión, una compasión profunda,
infinita).
—No hay que dudar nunca del
testigo —me dijo—. De lo contrario, no tendría ningún sentido ir al Polo.
Tienes que confiar en el testigo como en tus propios ojos.
Volví a pensar en que tenía ojos,
y en que veía.
En ese momento no recordaba ya
casi nada de lo que había sucedido en el local grasiento y enorme, e incluso mi
antiguo compañero se hacía borroso con sus largos pies y sus zapatos
puntiagudos, y su larga figura reflejada sobre los adoquines mojados de la
ciudad vieja.
Tuve de pronto una revelación y,
sentándome en la cama, le pregunté a A. qué pensaría si, aprovechando el hecho
de que acababan de abrir una barbería en la esquina, con un vistoso anuncio
helicoidal de color rojo, azul y blanco, iba y me pelaba completamente al rape.
(Pero no al rape, le dije, porque esa palabra suponía aun que antes había
habido algo de pelo, y yo me refería a otra cosa.)
Los ojos de A., que no hablaba
nunca (y no por-que no pudiera) se iluminaron (o era el brillo dudáneo de esa
luz que me seguía a todas partes y que ahora le daba en la cara), como si
hubiera estado esperando esa proposición desde el día en que volvimos a
encontrarnos frente al alto edificio de oficinas con sus ventanas rectangulares
rotas.
Nos abrazamos. Ella dijo que mi
abrazo era un abrazo frío, como el de un ahogado. Yo miré hacia arriba, esta
vez sin dolor, y aunque no veía el sol, todavía guardaba en el bolsillo la
castaña deforme y deslucida.
Ella y yo sabíamos que era la
primavera, con el ruido ni alegre ni triste de la floristera que vendía sus
flores de papel. Era un chirrido de ruedas oxidadas, como el de un antiguo cochecito
de niños.
La figura en el espejo, con su
incongruente sombrero hongo, lo sabía también.
—Adiós —le dije a A.
Miré por encima de las
fragmentarias, alargadas y caprichosas formas de los techos hasta que mi mirada
tropezó con la silueta de algo parecido a un campana-rio o una catedral y en lo
que sin duda sonaría un gran reloj como una gran campana que despertaría a toda
la ciudad y quizá a otras ciudades también.
Ya era de noche. Pronto sería de
día, pensé. Tengo que volver.
Y corrí.
(Sabadell, 31.10.2021)
sábado, 1 de abril de 2023
Agos. 7, 1972
Carl Rakosi
El otro día
estaba tecleando Agos. 7, 1972
y olvidé
poner la minúscula.
De inmediato un mensaje
apareció
que circula con normalidad
sólo entre los de su especie:
AGOS. &,!( &@.
Tenía el aura de lo impenetrable.
De hecho,
no necesita ser entendido en absoluto,
incluso si concierne a los seres humanos.
Ese fue su mayor encanto.
En suma
estaba basado
en lo incondicional,
uno de los atributos de la belleza.
AUG. 7,
1972
The other
day
I
was typing Aug. 7, 1972
and forgot
to
drop to lower case.
Instantly a
communication
appeared
which
circulates ordinarily
only among
its own kind:
AUG. &, !( &@.
It had the
allure of the impenetrable.
In fact,
it didn't
have to be understood at all,
even on whether it cared for human beings.
That was
its greatest charm.
In short
it was grounded
on the unconditional,
one of the attributes of beauty.
Versión M. Varón de Mena
sábado, 18 de marzo de 2023
Radiograma a Don Luis de Góngora
¡No sé verdaderamente cómo imaginarle, claro y enorme
amigo!
Le veo en un jardín de orquídeas, Júpiter jovial,
un haz de infinitos en la mano.
Como un laberinto de espejos poblado de sirenas,
como un gran caracol marino,
como un gigante con temor de niño,
como una guillotina que cortase rosas,
como un calidoscopio de ternuras.
¡No sé verdaderamente cómo imaginarle!
He ahumado mis lentes para verle mejor.
Su verso madrepórico, lleno de miel y alcohol,
me ciega... Aladino enloquece en su cataclismo de
milagros:
usted es el más antiguo ejemplo de movimiento perpetuo
y el más moderno de todos los poetas.
Sus versos: claros peces en globos de cristal,
maravilloso acuario,
todo es en usted terriblemente oceánico,
¡oh pulpo con manos de ángel!
Temo al abrir su libro que los versos vuelen;
Mallarmé escribió su vida —simple y maldita—
con plumas de las alas de esos pájaros de sol.
Abrió usted las esclusas del cielo
y el cielo nos diluvia
llanto delicado:
¡qué canto el suyo, capilar y concéntrico, universal,
con el centro en todas partes, como decía Pascal
de los espacios!
La Villa Láctea de su canto es futura maravilla
de cotidiana aurora como el sol.
El tiempo para usted no existe.
Es tan grande su obra
que jamás podrá ser plenamente actual:
resbala entre los años, como un pez entre mis manos,
joven de cien años a cada centenario.
No seré inoportuno enviándole mis libros;
nada tienen que hacer en esta perentoria
declaración de
amor,
oda fracasada, epopéyica y conversadora,
para mis sueños cebo, como a peces fuese anzuelo.
¡Ah!, su Musa tan bella en su estrabismo:
sus manos fueron otras, sus labios y sus ojos otros,
para vivir con esa vida de continente muerto.
Atlántida, Cipango poético,
dígame a mí, su hermano mínimo,
para quien es usted enorme y tierno, como nodriza a un
niño,
si el sueño es vida gongorizada,
¿qué fue su sueño?
1927