—Vamos a ver el combate.
—¿El combate?
—Sí, hay uno solo, que se celebra
cada noche en el Polo. (El Polo es un local grasiento donde caben unas 3000
personas, apretujadas de tal modo que ahí no puede entrar ni un mosquito.)
—Pero, ¿no es un deporte
demasiado violento?
—Al contrario. Es nuestra
principal diversión. Y lo mejor es que ya sabemos el resultado.
—¿Cómo? ¿Ya conocen el resultado?
—Se trata del mismo combate, que
tiene lugar cada noche en los mismos términos. (Es un solo combate que no
tiene fin, o que no ha comenzado todavía.)
—¿Y puedo asistir yo también?
—Naturalmente. Pero lo más
importante es que no se aparezca con ningún sombrero.
—Claro, porque en un local como
ése, si uno lleva sombrero…
—No. Lo del sombrero es una
tradición. Sería una ofensa muy grave llevarlo.
—Nos vemos esta noche.
Ya estaba allí, apretujado con
los otros 3000. (Supongo que yo era el 3001.) Pero no veía nada, de modo que mi
compañero, situado unas gradas más arriba, trataba de describirme lo que veía.
Nadie me había dicho nada de las gradas. El calor era agotador. Y la luz
saltaba despiadadamente sobre las calvas redondas y daba como un relámpago en
las nucas. Al parecer, un contrincante había sujetado al otro por la manga y se
la había arrancado de cuajo. Pero eso era todo. Ahora comprendía la dificultad
del juego (o el espectáculo). Le pregunté a mi compañero si podíamos acercarnos
más, para ver la acción por completo.
—¡No!—me gritó desde arriba—.
¡Además, no serviría de nada. Los primeros 2000 son jueces!
—¡Pero —grité a mi vez por entre
el ruido ensordecedor— ellos sin duda han visto ya todo lo que pasa!
—¡En absoluto! —gritó él,
mirándome desde arriba con una mirada furiosa—. ¡No pueden ver nada. Son
ciegos!
No me sorprendió tanto esa
noticia como una especie de rumor que recorría la sala y que empezaba en las
primeras filas y luego se arrastraba como una serpiente hasta alcanzar las
gradas más altas, que no veía tampoco, porque el gesto de girar la cabeza me
producía un latigazo profundo, instantáneo.
Entre los gritos, la iluminación
y el calor, pensé que iba a desmayarme de un momento a otro. Finalmente, y sin
que se supiera cómo, todo terminó. Salimos a la noche.
Le pregunté a mi compañero
cuántas noches harían falta para ver todo el combate, o al menos para tener una
idea de lo que ocurría en él. Aquel vislumbre de una manga rota no me
satisfacía en absoluto.
—Oh, no te preocupes por eso.
Nadie ha visto el comienzo del combate, y nadie sabe lo que sucede en él.
—¿Cómo? ¿Nadie ha visto el
combate completo?
—Así es. Y es por eso que nos
apretujamos desde hace décadas en el recinto grasiento del Polo, con nuestros
trajes oscuros y nuestras cabezas completamente calvas. Tú has tenido suerte (o
mejor dicho: un privilegio excepcional). Primero, porque no eres calvo, como
todos nosotros (instintivamente, me llevé la mano a la cabeza), y segundo,
porque has podido ver, en una sola noche, lo que otros han tardado años en ver
o no han visto nunca.
—¡Pero —exclamé—, sólo tengo el
vislumbre de un agarre y una manga rota! Y además, yo no vi nada. Me lo
gritaste tú desde arriba.
Mi compañero dejó resbalar sobre
mí una mirada de reproche (o quizá era compasión, una compasión profunda,
infinita).
—No hay que dudar nunca del
testigo —me dijo—. De lo contrario, no tendría ningún sentido ir al Polo.
Tienes que confiar en el testigo como en tus propios ojos.
Volví a pensar en que tenía ojos,
y en que veía.
En ese momento no recordaba ya
casi nada de lo que había sucedido en el local grasiento y enorme, e incluso mi
antiguo compañero se hacía borroso con sus largos pies y sus zapatos
puntiagudos, y su larga figura reflejada sobre los adoquines mojados de la
ciudad vieja.
Tuve de pronto una revelación y,
sentándome en la cama, le pregunté a A. qué pensaría si, aprovechando el hecho
de que acababan de abrir una barbería en la esquina, con un vistoso anuncio
helicoidal de color rojo, azul y blanco, iba y me pelaba completamente al rape.
(Pero no al rape, le dije, porque esa palabra suponía aun que antes había
habido algo de pelo, y yo me refería a otra cosa.)
Los ojos de A., que no hablaba
nunca (y no por-que no pudiera) se iluminaron (o era el brillo dudáneo de esa
luz que me seguía a todas partes y que ahora le daba en la cara), como si
hubiera estado esperando esa proposición desde el día en que volvimos a
encontrarnos frente al alto edificio de oficinas con sus ventanas rectangulares
rotas.
Nos abrazamos. Ella dijo que mi
abrazo era un abrazo frío, como el de un ahogado. Yo miré hacia arriba, esta
vez sin dolor, y aunque no veía el sol, todavía guardaba en el bolsillo la
castaña deforme y deslucida.
Ella y yo sabíamos que era la
primavera, con el ruido ni alegre ni triste de la floristera que vendía sus
flores de papel. Era un chirrido de ruedas oxidadas, como el de un antiguo cochecito
de niños.
La figura en el espejo, con su
incongruente sombrero hongo, lo sabía también.
—Adiós —le dije a A.
Miré por encima de las
fragmentarias, alargadas y caprichosas formas de los techos hasta que mi mirada
tropezó con la silueta de algo parecido a un campana-rio o una catedral y en lo
que sin duda sonaría un gran reloj como una gran campana que despertaría a toda
la ciudad y quizá a otras ciudades también.
Ya era de noche. Pronto sería de
día, pensé. Tengo que volver.
Y corrí.
(Sabadell, 31.10.2021)
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