domingo, 3 de enero de 2021

Anima Mundi

 



Rogelio Saunders 

 

                                                 para A.I.D.

  

A ella, una vez más,

a ella siempre, a ella,

porque fue más valerosa

que todos nosotros juntos.

Y mientras el tirano, César ridículo, se bamboleaba

en su atalaya-retablo como la escultura-

títere del Orador de Pablo Picasso (más digna, sin duda,

de consideración y de alabanza),

ella moría, silenciosamente,

no contra él, ni a causa de él,

sino ignorándolo,

con indiferencia verdaderamente olímpica,

majestuosa como lo Femenino Mismo.

Capaz de deslizarse, no tan solamente

por entre las edades y los comportamientos,

sino a través de los cuerpos y de las voluntades,

ya que la femineidad no es el reposo

(así como la masculinidad no es el avance).

Nada ha sido fijado definitivamente,

sino que todo está desde siempre en movimiento.

Todo está desde siempre desplazándose:

lo Masculino sobre lo Femenino,

lo Femenino sobre lo Masculino,

como a lo largo de un ramillete de ejes.

Formando infinitas figuras: todas

las geometrías posibles (y aun las imposibles).

Lo Femenino aquí, allí. Lo Masculino

aquí y allí también, indecidibles.

Según la luz, según la hora, según

el oído y el ojo o esas presunciones

que son la base de la verdad y de la belleza.

Indecidibles, pues, como las piernas de Céline. En sobresalto

recorriendo los holocaustos y los mapas.

Tía Céline con sus muletas y su gato barcino,

agitando frenéticamente los brazos desde el fondo de un embudo

de tierra.

Quel probleme.

Ella sonreía.

Ella sonreía siempre, como la Madonna de Da Vinci.

Ella sonríe siempre como lo Perdido.

Como lo Anhelado, entonces, como el Presente imposible.

Ella me ha mirado fijo con sus ojos nublados,

transparentes y oscuros como las pupilas de la Muerte.

Partons-nous! ¡Partamos!–le había dicho—

hacia los campos helados de Cynara

y todo el resto será literatura.

Pero todo el resto, como lo sabía Shakespeare, es silencio.

Silencio sobre silencio sobre silencio.

Y todo, así, debía terminar por repetición,

como en las partidas de ajedrez mediocres.

Un equilibrio que no agradecerá nada.

Supremo ejercicio vacío de la mente,

plenariamente vacía tras su ejercitación suprema.

Como un vaso formándose la sílaba,

naciendo de la nada, como un jinete de Faulkner.

¡Oh, Maestro! Yo estoy muerto y todos están muertos.

Sólo ella está viva: espectro insoportable.

Espejo sin defectos, que refleja

no tan sólo los semblantes y los gestos,

sino el pasado y el porvenir –y lo que hay entre ellos.

Las intenciones y las representaciones.

Voluntad y representación: no hay otra cosa.

Cuánta razón tenía Schopenhauer.

El Bien y el Mal no son más que dos caras

de un dado cuyos lados son infinitas caras

y cuyos sobresaltos son constelaciones.

Morfolalias fascinantes. Holocaustos.

Universos que transmigran y que estallan.

¡Parpadeos de los dioses!

Esto en lo que concierne al mundo: al in-mundus.

Voluntad y representación: cópula inconclusa.

Interminable confusión entre la que vivimos.

Presuposición bajo la que alentamos,

perseguimos, obramos, representamos, huimos…

Ah, raza maldita: tu destino era el polvo.

Salvo la absurda confianza de la Forma.

Hölderlin hermoso, hermoso como una

urna de Keats y como el mismo

John Keats con un sombrero de ala ancha,

pájaro inmortal bajo los sauces.

Hölderlin herido por el rayo,

llorando en el regazo inmemorial de un carpintero.

Y Keats muerto a los veinticinco años,

mirando la gota de sangre única sobre la sábana.

Bring me the candle, Brown, and let me see this blood.

That drop of blood is my death-warrant.

¡Esa gota de sangre es mi sentencia de muerte!

Keats también herido por el rayo.

El mismo sosiego portentoso. La misma

celestial imparcialidad; el mismo auto anonadamiento.

Porque

dar a los otros el titulo exorbitante de “Majestades”,

es como confundirse uno mismo con un pájaro que picotea.

Es el colmo de la sencillez y de la sabiduría.

Es algo sutil como un paisaje de nieve.

Como una gota de sangre en un paisaje de nieve.

Como la huella de un pie desvaneciéndose en un paisaje de nieve.

¡La misma orientalidad griega!

El mismo gran estilo que mezclaba

la belleza y la verdad por medio de la especie

de poderosa ingenuidad que era su firma y su fuerza.

Su lenguaje y su encanto. Y cuya consecuencia

fue la fusión inimitable del gesto con la geometría.

La cohabitación asombrosa del ethos con el infinito.

Y todo esto, imagen sin contrarréplica,

es por ti que lo sé, mon tonneau des Danäides.

Es por ti, por ti que, en torno a mi cabeza,

vuelan las lecturas como hojas, como sábanas.

Sin duda, como auras

que toman por un tesoro esta calavera indecidible.

Sin saber que nada elige, que todo

es  elegido. Y que ellas serán —un día, como en un raptus—

mi alimento terrestre.

Esto también lo sé por ti, por tus amados ojos

ornados por dos arcos forjados como por orfebres

de Artajerjes, expertos en miniaturas,

como corresponde a la dignidad de una sacerdotisa del Asia Menor.

Así lo vio Pasolini.

Así también lo veo yo.

La tiranía de la Forma es el instante

de elección en que la mente (la vacía

mente mandálico-laberíntica)

se prende (libertada-recluida) de un punto,

como una mariposa de un vórtice de llama

o como una luciérnaga de un monolito mudo.

Se prende (se des-prende), luciola, se disgrega,

en deriva, en muerte, en rupta, ad infinitum,

y cae allí con todo lo que sabe,

con el exceso efímero absoluto

(ya que nada dura tanto como la centella),

o mejor dicho con todo lo que quiere

y que no sabe que quiere, pues el Ser

es lo que escapa siempre a lo que quiere

para fingir que lo contiene todo:

el Cielo y el Infierno —y lo que hay entre ellos.

Y tal vez el Ser es verdaderamente todo,

sólo que en realidad

no se trata de eso,

aunque sin duda es éste el engaño más antiguo:

Maia, más poderosa que todos

los patriarcas de la Historia juntos.

Más poderosa que el Todopoderoso.

Hijo que ha olvidado su origen o que lo ha reprimido.

En fin: todo ese loco asunto de la Caída.

 

Tu impuro nombre es mi piel. Mi sonrisa.

Mi ofrenda, mi manto, mi altar y mi sepulcro.

Mi cáliz y mi llama.

Porque, como lo dijo Kierkegaard,

hay que haber llegado al fondo de la abyección y de la locura,

colmado por la culpa como por un vino espeso,

para estar dispuesto a emprender la aventura absoluta

         del Cristianismo.

Donde lo que brillaba, sobre todas las cosas, era la Femineidad,

antes de que los Tristes Pensadores echaran a perder el asunto.

 

A ti (¿a quién, si no?), a ti,

Forma Perenne de lo que no dura.

Moribundia eterna, como un gesto

para nadie, un sabor de fruta,

el olor de un cuerpo, el sonido

de agua de un beso o el sonido

de agua y de piedra de un cuerpo sobre otro cuerpo.

El Olvido, en suma. Las canciones.

Toda la música que somos

y que no somos.

La tristeza, el nudo melancólico,

el aliento estrangulado: todo

el idioma patético de los pobres seres humanos.

La pobre gente de Dostoievsky desde lo alto

hasta lo bajo y desde la izquierda

hasta la derecha y también en sentido contrario.

Lecturas y más lecturas hasta que se apagan las luces,

y se secan los océanos y desaparecen las ciudades.

Y el mundo mismo, como una pequeña pelota,

se va saltando y perdiéndose por entre las constelaciones

que forman el iris del ojo y la pupila

dentro del iris de tu ojo, Antigua.

Homenaje final al imposible final de lo Inconcluso.

Y así como Flaubert pudo decirles

(sabiendo muy bien lo que decía)

a los Tristes Pensadores,

a los Maliciosos de toda laya,

a los Astutos y a los Ingenuos,

a los Sutiles y a los Inconformes,

a los Inocentes y a los Culpables: Madame

Bovary c‘est moi, así yo puedo

hoy decir también al polvo y al viento que lo han creado todo:

Yo soy tú misma. Yo únicamente soy yo

por el hecho evidente-sencillísimo de que soy tú misma.

Alma del mundo acurrucada en el fondo ciego del ojo.

Vuelta de espaldas al Contemplador como en aquel cuadro

famoso que creo que es de Rembrandt,

con el pulgar en la boca y cuyo gesto (de Rembrandt y tuyo)

divide todo espacio más hermosamente

que ningún espejo. Porque ese gesto (¿infantil?)

es la luz y la nieve. El multiplicador y lo multiplicado.

El Momento, el Instante, la Hora Perfecta

en que me vuelvo sobre ti, mirándome.

Oscuro como la carne y la sangre dentro de la matria oscura.

A punto de concebir y de engendrar,

de convocar y de comandar, de proveer y de necesitar.

A un tiempo la hoja y el cálamo, el color y la línea,

la superficie y el punto. La materia

y la vibración insonora en que se resuelve la materia.

La gota y la sábana que son el hecho y el símbolo,

el acto y el sueño, lo terrenal y lo absoluto.

Espíritu de la creación confundido con el seno turbio de las aguas,

en sí mismo meditando más allá de todo pensamiento.

Caos magnífico al que me entrego poligeométricamente,

como Ícaro al sol con las absurdas alas desplegadas.

 

¿A quién, pues, si no a Ti?

Imagen, Eternidad, Sonrisa.

 

                                                                                (28.7-16.9.1993)

Fotografía de Václav Chochola 


domingo, 27 de diciembre de 2020

Miguel de Marcos: El Día del Periodista









El Periodismo en Cuba. Cuartillas leídas en el Directorio del Retiro de Periodistas el "Día del Periodista" en 1941. 




martes, 22 de diciembre de 2020

Cuando todos se vayan



Jorge Teillier 

 

                                                               a Eduardo Molina Ventura

  

Cuando todos se vayan a otros planetas

yo quedaré en la ciudad abandonada

bebiendo un último vaso de cerveza,

y luego volveré al pueblo donde siempre regreso

como el borracho a la taberna

y el niño a cabalgar

en el balancín roto.

 

Y en el pueblo no tendré nada que hacer,

sino echarme luciérnagas a los bolsillos

o caminar a orillas de rieles oxidados

o sentarme en el roído mostrador de un almacén

para hablar con antiguos compañeros de escuela.

 

Como una araña que recorre

los mismos hilos de su red

caminaré sin prisa por las calles

invadidas de malezas

mirando los palomares

que se vienen abajo,

hasta llegar a mi casa

donde me encerraré a escuchar

discos de un cantante de 1930

sin cuidarme jamás de mirar

los caminos infinitos

trazados por los cohetes en el espacio.




miércoles, 16 de diciembre de 2020

El águila y el bagre

 


Andrés Eloy Blanco

       

Dijo el Águila al Bagre: —Compañero,
yo vengo del azul y en mi sendero
he entrevisto la luz del más allá.
¡Yo he visto a Dios colgado de un lucero!
              Y dijo el Bagre: —Ajá.

Dijo el Águila al Bagre: —Camarada:
yo he visto al mar de espuma desflecada,
el hondo mar de donde vienes tú.
¡Yo he visto a Dios en la ola erizada!
              Y dijo el Bagre: —Ujú.

Dijo el Águila al Bagre: —Valecito,
yo he cruzado el Atlántico infinito
y el Dios del viento ha resonado en mí.
¡Yo he visto a Dios y aquí traigo su grito!
              Y dijo el Bagre: —Ijí.

Y el Águila voló. Cuando volaba,
desde su altura oyó que el Bagre hablaba
y detuvo su vuelo triunfador.
Y sólo oyó que el Bagre murmuraba:

              —¡Eso es valor!

Bagre: eso eres tú,
allí,
aquí,
allá:
Ujú.
Ijí.
Ajá.

                              Inmoraleja:

Aunque sepas que el Bagre se desmaya,
no se lo digas al Doctor Arcaya.
No digas que está enfermo o que está viejo
y fuma Tocorón. No seas pendejo.

       

                   Enero de 1928. —Caracas. A la llegada de Lindbergh.



lunes, 14 de diciembre de 2020

El vuelo de Lindbergh

 

Alejo Carpentier


Todavía recuerdo aquel sorprendente 20 de mayo de 1927 –hace veinticinco años– en que las ceremonias patrióticas y los regocijos populares que acompañan, tradicionalmente, la celebración de la fiesta nacional de Cuba, se vieron muy olvidados, a poco del mediodía, por un público que se iba aglomerando frente a los edificios de los periódicos, en espera de noticias. No podíamos pensar en otra cosa. Nada era tan apasionante, aquel día, como la insólita proeza de un hombre que volaba sobre el Atlántico, solo, en aparato impropio para el terrible esfuerzo exigido, sin más alimento que dos sandwiches y una botella de agua, sin más ayuda que el compás y el conocimiento de las estrellas.

Con París, la vida estaba como en suspenso. Nadie lograba poner atención en el trabajo, bajo el imperio de una idea fija: “¿Llegará?”… Y, de pronto, poco después del crepúsculo, una masa humana, incontenible, frenética, se arrojó hacia el aeródromo donde Charles Lindbergh habría de posar el Espíritu de San Luis, luego de haber cumplido su portentosa hazaña en treinta horas y media. Algunos, que fueran testigos del festejo del 11 de noviembre de 1918, me contaron que sólo en aquella ocasión volvió a conocer París un tal momento de entusiasmo colectivo, de multitudinaria alegría. Poco faltó para que el endeble avión de Lindbergh fuese despedazado por los coleccionistas de reliquias, quedando ahogado el aviador por el empuje incontenible de quienes atropellaban a la misma policía para contemplarlo de cerca. Veinticuatro años después de que los hermanos Wright lograran desplegar del suelo, realizando un primer vuelo de 170 metros en 12 segundos, el enlace aéreo entre América y Europa era un hecho. El mundo entero sabía de un acontecimiento sin precedente en la historia del hombre –acontecimiento que abría una etapa nueva en los dominios de la aviación.

Y Charles Lindbergh fue presentado a las generaciones nuevas como el mejor ejemplo de heroísmo; del heroísmo que merece el loor y agradecimiento de los hombres sin nacer del gesto de agresión; heroísmo del riesgo voluntariamente afrontado, del todo jugado por el todo, con el noble fin de colmar los anhelos prometeicos del ser humano. Lindbergh fue una de las figuras clave de aquel optimismo, de aquella fe en el ocaso de las guerras, que, en la década 1920-30, prolongó el gran optimismo científico de fines del siglo pasado; ese optimismo que hacía decir al bueno de Ernesto Renan: “El carro del progreso avanza, avanza … y ahora corre sobre rieles: tiene cien mil años por delante, para correr”. Lindbergh, propuesto como “héroe magnánimo” a las juventudes, respondía con su hazaña a la exaltación del progreso, de la máquina, de la velocidad, propia de todas las escuelas poéticas que entonces llamaban “vanguardistas”.

Poco después, sin embargo, empezaron los bombardeos aéreos de Gondar, de Madrid, de Rotterdam, de Coventry, de Londres. El avión, de pronto, se hizo menos “libélula de aluminio”, menos “pájaro de metal”, menos saeta, menos palafrén de caballeros del aire. Y hoy, la figura que ha venido a sustituir la del aviador solitario sobre el Atlántico, como ejemplo de un heroísmo magnánimo para las generaciones jóvenes de Europa, es la del alpinista, conquistador de cimas invioladas –como Herzog, mutilado por el frío, en su sobrehumana lucha por vencer el Annapurna–, y la del explorador de lo mucho que queda por explorar en este planeta nuestro, tan atormentado, actualmente, por sus crisis de adolescencia.

  

El Nacional, Caracas, 21 de mayo de 1953.

 

Tomado de Letra y Solfa. Variaciones, La Habana, Letras Cubanas, 2004, pp. 19-20.