sábado, 24 de febrero de 2018

Prefacio a los poemas de Mariano Brull


Paúl Valéry

Existe una música del sentido de las palabras a la cual se confía toda la emoción poética, a pesar de que ella invoca, por otra parte y al mismo tiempo, los recursos menos sutiles de los timbre y del ritmo. Esta música que especula sobre la resonancia de las ideas evocadas y las combinaciones de nuestros recuerdos, es necesariamente, mucho más personal que la música sensible: mientras que la cadencia, los acentos, las similitudes y los contrastes de una colección de sonidos articulados, se trasmiten directamente de un ser a otro, las imágenes, las impulsiones, los accidentes más o menos afortunados de nuestra producción íntima no son, en general, comunicables; y es así porque todo poema es un caso particular; todo poeta un buscador de instantes privilegiados en los cuales él cree sentir yo no sé qué fuerza de expresión, de misión y de propagación universal posible, que le viene de lo que él tiene de más profundo y le permite a su alma singular reducir a su servicio el lenguaje común, sorprender el automatismo y los hábitos, desarrollar extrañamente las convenciones.

Todo esto aparece y palpita en cada uno de los breves poemas de Mariano Brull. Desearía que se leyese, antes que los otros, el delicioso poema “Rosa-Armida”. Es un poema que se diría cantado y plasma un retrato de mujer obtenido por leves toques de vida. Yo hablaría, con placer de la exquisitez de la observación, de la ligereza sorprendente de los rasgos, de la encantadora y rápida variación de los efectos, si no bastase para ello, orientar al lector hacia esa página, que yo le ruego considere como el verdadero y decisivo prefacio de esta colección de poemas.


Espuela de Plata, abril-julio de 1940, p. 3. Versión original en Mariano Brull: Poèmes traduits par Mathilde Pomés et Edmond Vandecarmenn, préface de Paúl Valéry, Bruselles, Les Cahiers du Journal des Poétes, 1939.  

domingo, 18 de febrero de 2018

Vanitas varietatum




Luciano Erba

A veces me pregunto
si la tierra es la tierra
y si éstas entre las sendas del parque
son realmente las madres.
¿Por qué pasan una mano enguantada
sobre el lomo de perros fieles?
¿por qué niños escoceses
espían tras los árboles
a alguien, escolar o soldado,
que ahora abre un cartucho
de turrón o de algodón de azúcar?
Octubre es rojo y baja de los montes
de villa en villa
y de castaño en castaño
se aferra a las mantas
acaricia la tricolor en el bungalow
en el día en que los bersaglieri
entran todavía a Trieste.
Todo es por tanto suave bajos los árboles
incluso las madres y sus mantas anaranjadas
la tierra, la tierra y cada pena de amor
¿existe otra pena?
estoy más allá de los portones: así las Furias
y las obras no acabadas

Pero estas no son las madres,
lo sé, son ciervos en espera.


Vanitas varietatum

Io talvolta mi chiedo
se la terra è la terra
e se queste tra i viali del parco
sono proprio le madri.
Perché passano una mano guantata
sul dorso di cani fedeli?
perché bambini scozzesi
spiano dietro gli alberi
qualcuno, scolaro o soldato
che ora apre un cartoccio
di torrone o di zucchero filato?
Ottobre è rosso e scende dai monti
di villa in villa
e di castagno in castagno
si stringe ai mantelli
accarezza il tricolore sul bungalow
nel giorno che i bersaglieri
entrano ancora a Trieste.
Tutto è dunque morbido sotto gli alberi
presso le madri e i loro mantelli aranciati
la terra, la terra e ogni pena d'amore
esiste altra pena?
sono di là dai cancelli: così le Furie
e le opere non finite.

Ma queste non sono le madri
io lo so, sono i cervi in attesa.


Traducción: Dolores Labarcena y Pedro Marqués de Armas



domingo, 11 de febrero de 2018

El cementerio marino



Paul Valéry


Bóveda estanca –vuelo de palomas-,
entre pinos palpita, entre las tumbas;
el fuego enciende un cenit exacto,
¡el mar, el mar, recomenzado siempre!
¡Oh recompensa, acallar la mente
y contemplar la calma de los dioses!

¡Qué obra pura consume de destellos
plural diamante de la leve espuma,
y cuánta paz puede concebirse!
Cuando sobre el abismo un sol reposa,
labores puras de una eterna causa,
titila el tiempo y es sueño la ciencia.

Tesoro quieto, templo de Minerva,
masa de calma, circunspecta vista,
agua de párpados, Ojo que guardas
reposo inmenso tras velo flamígero,
¡silencio mío!… ¡edificio en el alma
áureo de tejas desbordadas, Bóveda!

Templo del Tiempo, que un suspiro cifra,
asgo ese punto puro y me acostumbro,
todo arropado en mi mirar marino;
y como a dioses la suprema ofrenda,
el titilar sereno va sembrando
sobre la altura desdén soberano.

Y como el fruto se funde en deleite,
como en delicia tórnase su ausencia
en boca donde de su forma muere,
aspiro anticipada la humareda,
y el cielo canta al alma consumida
el tornarse en rumor de las riberas.

¡Cielo bello, veraz, tornarme mira!
Después de tanta soberbia y de extraño
ocio, pero armado de poderes,
yo me abandono al brillante espacio,
sobre casas de muertos va mi sombra
que me acostumbra a su paso quedo.

El alma expuesta a teas del solsticio,
¡yo te sostengo, admirable justicia
de la luz con armas de impiedad!
Pura te vuelvo al sitio genesíaco,
¡mírate bien!… Mas regresar la luz
supone umbrío un costado atroz.

Para mí solo, a mí solo, en mí mismo,
un corazón, en fuentes del poema,
entre el abismo y el suceso puro,
aguardo el eco de mi grandeza íntima,
amarga, endrina, sonora cisterna,
un son del alma: horadación futura.

Sabes, falso cautivo de follajes,
golfo devorador de magras rejas,
en mis ojos cerrados, deslumbrantes
secretos, ¿qué cuerpo a su fin me arrastra,
qué frente capta a la ósea tierra?
Un destello allí pienso en mis ausentes.

Prieto, sacro, pleno de fuego etéreo,
trozo de tierra ofrecido a la luz,
me gusta este lugar, sitial de antorchas,
hecho de oro y piedra y turbios árboles,
mármoles trémulos bajo tanta sombra;
¡el mar fiel duerme allí entre mis tumbas!

Perra espléndida, ¡expulsa a los idólatras!
Cuando en soledad, pastor, sonrío,
y apaciento carneros misteriosos,
blanco rebaño de mis mansas tumbas,
¡a prudentes palomas de allí aleja,
a sueños vanos, a ángeles curiosos!

Aquí venido, el devenir pereza
es. Insecto nítido rasca el yermo;
todo ardido, deshecho, recibido
yo no sé bien en qué esencia rigurosa…
La vida es vasta, estando ebrio de ausencia,
lo amargo es dulce, límpido el espíritu.

Los muertos están bien en esta tierra,
por su misterio secos, cobijados.
Alto el cenit, cenit sin movimiento,
su yo se piensa y con sí concilíase…
Completa frente, perfecta diadema,
en ti yo soy metamorfosis íntima.

¡Sólo estoy yo para tus angustias!
¡Dudas, pesares y arrepentimientos
míos provienen de tu gran diamante!…
Pero en su noche cargada de mármoles,
un vago pueblo en la raíz del árbol
ha asumido tu causa lentamente.

Se han fundido en una espesa ausencia,
roja arcilla bebió la blanca especie,
¡la gracia de vivir pasó a las flores!
¿Dónde de muertos frases familiares,
el arte propio, las almas unívocas?
La larva hila en la matriz del llanto.

Gritos agudos de niñas exaltadas,
ojos, dientes, humectados párpados,
seno embrujado que juega con fuego,
sangre que brilla en labios que se rinden,
últimos dones que dedos defienden,
¡todo enterrado y entrando en el juego!

Y tú, gran alma, ¿un sueño es lo que esperas,
que no tenga colores del engaño
como el oro y las ondas a mis ojos?
¿Evaporada seguirás cantando?
¡Ve! ¡Todo huye! Porosa es mi presencia,
¡también muere la impaciencia sacra!

¡Magra inmortalidad, áurea y negruzca
consolatriz laureada de vergüenza,
que dices que la muerte es nuevo útero,
el bello engaño y la piadosa astucia!
¡Quién no conoce, quién no los rehúsa,
al hueco cráneo y a la risa eterna!

Huecas cabezas y profundos padres,
que bajo el peso de tantas paladas,
la tierra sois y confundís las huellas,
el roedor gusano irrefutable
no es para vosotros los durmientes,
¡de vida vive, a mí no me abandona!

¿Amor tal vez, u odio de mí mismo?
¡Próximo tengo su secreto diente,
que a cualquier nombre puede convenirle!
¡Qué importa! ¡Mira, quiere, sueña, toca!
¡Mi carne gusta y aún en mi lecho
soy viva posesión de ese viviente!

¡Zenón! ¡Cruel Zenón! ¡Zenón Eleata!
¡Me has traspasado con un dardo alado,
que vibra, vuela, pero nunca vuela!
¡El son me engendra, el dardo me asesina!
¡Ah!, el sol… ¡Y qué sombra de tortuga
para el alma, Aquiles grande e inmóvil!

¡No! ¡No! ¡De pie! ¡En la era sucesiva!
¡Quiebre mi cuerpo la pensativa forma!
¡Beba mi pecho la génesis del viento!
Una frescura, exhalación marina,
me vuelve el alma… ¡Oh poder salino!
¡Corramos tras las ondas y la vida!

¡Sí!, inmenso mar dotado de delirios,
piel de pantera y clámide horadada
por miríadas de ídolos solares,
hidra absoluta embriagada de carne
azul, que muerdes tu cola fulgente,
en un tumulto símil del silencio.

¡Álzase el viento! ¡Intentemos vivir!
¡Mi libro abre y cierra el aire inmenso,
la ola brota del polvo de las rocas!
¡Todas volad, enceguecidas páginas!
¡Olas romped, romped de aguas de júbilo
la mansa bóveda que hurgan los foques!


Traducción de Jorge Guillén  (1929)

lunes, 5 de febrero de 2018

El cementerio marino


Paul Valéry

Pecho tranquilo, —cruce de palomas—
Entre pinos palpita y entre tumbas;
El Mediodía justo torna en fuego
El mar, el mar, recomenzado siempre...
¡Oh recompensa, tras un pensamiento:
Largo mirar la calma de los dioses!

¡Qué pura obra de fulgor consume
Diamantes mil de imperceptible espuma!
¡Qué paz, allí parece concebirse!
Cuando sobre el abismo un sol reposa,
Puras labores de una eterna causa,
Cintila el tiempo y el sueño es saber.

Como la fruta se deshace en goce,
Como en delicia múdase su ausencia
Bajo la boca en que su forma muere,
Mi futura humareda aquí presumo,
Canta el cielo al alma consumida
La mudanza en rumor de las orillas.

Tesoro estable, templo de Minerva,
Masa de calma, y visual reserva,
Agua parpadeante, Ojo que guardas
Bajo un velo de llamas tanto sueño,
¡Oh mi silencio!... ¡Edificio en el alma,
Cumbre de oro de mil tejas, Techo!

Templo del Tiempo, que un suspiro suma:
Al punto puro asciendo y me acostumbro,
De mi mirar marino rodeado;
Como a los dioses mi suprema ofrenda,
La reverberación serena siembra
Un desdén soberano en las alturas.

Como la fruta se deshace en goce,
Como en delicia múdase su ausencia
Bajo la boca en que su forma muere,
Mi futura humareda aquí presumo,
Y canta el cielo al alma consumida
La mudanza en rumor de las orillas.

Después de tanto orgullo y ocio extraño
Mas pleno de poder, -¡mírame cielo
De hermosura y verdad, cómo me cambio!-
Al espacio brillante me abandono;
Por mansiones de muertos va mi sombra
Que a su frágil moverse me acostumbra.

Expuesta el alma a llamas de solsticio,
Yo te sostengo, admirable justicia
De la luz, ¡la de armas sin piedad!
Y a tu centro, sin mancha, te devuelvo;
¡Mírate!... Mas aquel que luz devuelve
Supone de mitad árida sombra.

¡De mí, en mí, para mí mismo solo!
Cerca de un pecho fuente del poema,
Entre el suceso puro y el vacío,
De mi grandeza interna espero el eco:
¡Hosca cisterna amarga en que resuena
Siempre en futuro un hueco sobre el alma!

¿Sabes, falso cautivo del follaje,
Golfo roedor de esas débiles rejas,
-Tras mis ojos, secretos deslumbrantes-
Qué cuerpo aquí me arrastra a su pereza,
Qué frente, tierra ósea, aquí me atrae?
Una chispa allí piensa en mis ausentes.

Cerrado, sacro, fuego sin materia,
Ofrecido a la luz, casco terrestre:
Me place este lugar —reino de antorchas—
De oro, de piedra y árboles umbríos,
De mármol, sobre tantas sombras, trémulo;
¡Donde el mar fiel entre mis tumbas duerme!

¡Al idólatra aparta, perra espléndida!
Si con sonrisa de pastor, y solo,
Haga pacer, carneros misteriosos,
Blanco rebaño de tranquilas tumbas,
¡Aléjame las tímidas palomas,
Vanos sueños, los ángeles curiosos!

El porvenir aquí, solo es pereza.
Nítido insecto araña sequedades;
En cenizas, deshecho, el aire sube
A no sé qué severa esencia, todo…
La vida es vasta, ebria de su ausencia,
Claro el espíritu, la amargura dulce!

Reposan bien los muertos en la tierra
Que recalienta y seca su misterio.
Mediodía, suspenso en Mediodía,
En sí mismo se piensa y se conviene…
Testa completa y perfecta diadema,
En ti, yo soy la mutación secreta.

¡Solo yo sé tus miedos contener!
¡Mi arrepentir, mis dudas, mis afanes
Son el defecto de tu gran diamante!
Pero en su noche de pesados mármoles,
Un vago pueblo –de árboles raíces-
Tu partido ha tomado lentamente.

Allí fundidos a una espesa ausencia,
Roja arcilla bebió la blanca especie,
¡Todo don de vivir pasó a las flores!
¿Adónde están las frases familiares,
El arte personal, las alma únicas?
La larva teje donde nació el llanto.

Los gritos de muchachas cosquilladas,
Ojos y dientes y húmedas pupilas,
Seno hechicero que con fuego juega,
Sangre que brilla en el rendido labio,
Le últimos dones, dedos que defienden,
i Todo vuelve a la tierra a entrar en juego!

¿Y tú, gran alma, esperas aún el sueño
Que no más tenga tinte de falacia
Como es aquí, a mis ojos, oro y onda?
¿Aún cantarás cuando vapor ya seas?
¡Todo huye!... ¡Porosa es mi paciencia
Y la santa impaciencia también muere!

Magra inmortalidad negra y dorada,
Consoladora de laurel terrífico
Que hace de muerte seno maternal,
¡Bella mentira y piadoso engaño!
¿Quién no conoce y no rechaza ese
Cráneo vacío y esa risa eterna?

Padres profundos de cabezas hueras,
Bajo el peso de tantas paletadas
Sois ya la tierra y confundís mis pasos;
El roedor, gusano irrefutable,
No está en aquel que bajo losa duerme,
¡Vive de vida y nunca me abandona!

¿Amor, quizás, o de mí mismo odio?
¡Tan cerca tengo su secreto diente
Que cualquier nombre puede convenirle!
¡Qué importa! El ve, él quiere, él sueña, él toca!
Mi carne ama, y –si dormido- aún
A su vida mi vida pertenece.

¡Zenón! Cruel Zenón! Zenón de Elea¡
¿Me has traspasado con la flecha alada
Que vibra y vuela, sin que jamás vuele?
¡Me crea el son y mátame la flecha!
¡Qué sombra de tortuga sobre el alma
-¡Oh sol¡-, Aquiles en carrera, inmóvil¡

¿No, no!...¡De pie¡ En la futura era¡
¡Romped, cuerpo, esta forma pensativa!
¡Bebed, pecho, del viento la nacencia!
En la frescura que la mar exhala
Mi alma retorna… ¡Oh poder marino!
¡Corramos a la onda a revivir!

¡Oh, sí! Gran mar dotado de delirios,
Piel de pantera y clámide calada
De mil y miles ídolos del sol,
Hidra absoluta de azul carne ebria
Que te remuerdes la encendida cola
En tumulto al silencio parecido!

¡Sopla el viento! ¡Tratemos de vivir!
Abre y cierra mi libro el aire inmenso,
¡La ola en polvo irrumpe entre las rocas!
¡Así, volad, páginas deslumbradas!
¡Romped, olas! ¡Romped, aguas en júbilo
El techo en paz picado por los foques!

                                                          

Traducción de  Mariano Brull (1930)


sábado, 20 de enero de 2018

El Lezama de Vélez. Algo atroz eso de estar filmando a un muerto.


                              

Pedro Marqués de Armas

                                                                I

Siento no haberle prestado más atención. Fue amigo de Lezama, quien lo cita en su correspondencia y, si mal no recuerdo, llegó a él a través Eloísa, de quien habría sido alumno en la Escuela de Publicidad.
José Vélez concurría a una tertulia que se realizaba en los bajos de mi casa, en el apartamento del Dr. Mon, por lo menos desde 1970.
Muchos años después me lo presentaron en casa de Emma y Roberto. Calculo que sería en 1994. Emma Ortiz, sobrina de Arsenio Ortiz, el Chacal de Oriente, del que rara vez hablaba; y Roberto Nieto, uno de los mejores cantantes de ópera de los años cuarenta.  
En pleno Período Especial mantenían a su modo aquella tertulia, por la  que pasaban, entre otros, Ernesto, un cinéfilo que editaba la Guía del Cine Actualidades; y Pepe Luis, todo una enciclopedia de chismes republicanos, cuyo tema favorito era “las fiestas de Palacio” en tiempos de Batista. (A Pepe Luis consulté para entender algunas de las referencias habaneras de “La gran puta” de Piñera.)
Fue en casa de Emma y Roberto que supe que Mon y su hermana o prima Cocha habían sido “incoercibles poetas”; que Lezama siempre tildó a Mon, con quien mantuvo algún trato, de “literatoso”; y donde conocí de la existencia de otro Lezama (olvidé el nombre), que nunca publicó sus poemas, un manojo de las cuales Nieto conservaba.
Vélez trabajó toda su vida en oficinas. Inseguro, en extremo obsesivo, vestido con pantalones “pescadores”, se disculpaba cada dos palabras. De joven escribió uno o dos cuentos que le salieron de un tirón, como si los hubiera escrito, me dijo, en “trance espiritista”. Alguien se los criticó y cayó en un bloqueo del que pretendía salir retomando (¡treinta años después!) una novela que se le hacía igualmente inacabable: “El crimen de la americanita”. 
La última vez que lo vi la tenía casi concluida. Ignoro si la publicó.

                                                                   II

En cierta ocasión me habló de su amistad con la familia Lezama, una relación que llegó a ser estrecha con el escritor, por lo menos desde 1957, y que, además del ritual de las visitas, incluyó largos paseos por La Habana y el ineludible aprendizaje literario.
Vélez no me habló de sus lecturas, pero algunas de éstas quedarían reflejadas en “Cuadernos de Apuntes”, inéditos hasta el 2000. Junto a citas, notas de lector, todas brillantes, versiones de poemas, proyectos de trabajo, etc., aparecen a ratos los libros que Lezama ponía a circular entre sus amigos, algunos entonces muy jóvenes y cuyo control llevaba con escrupulosidad.
“Libros prestados a José Vélez”, o bien “Vélez (tachados)”, “J.L.V, devueltos”, etc. Se trata acá de un lector incipiente, un iniciado al que da a conocer a Séneca, Goethe, Nerval, Baudelaire, Rilke, Cernuda, Mann (Muerte en Venecia), etc., para seguir con Gide: Los alimentos terrestres, Los falsos monederos, Corydon, Paludes, La escuela de las mujeres, Trozos escogidos, es decir, casi todo Gide.
Estamos a 12 de octubre de 1957, en uno de estos listados, y muy cerca saltan maravillas como este corrido mexicano:
“Rosita estaba de suerte,
 de tres tiros que le dieron
 sólo uno era de muerte.”
En fin, una amistad que se afianzó con el tiempo, si bien Vélez no llegó a levantar vuelo como escritor.
Había asistido al velorio de la madre, Rosa Lima, y me contó esa tarde, mientras Emma Ortiz servía una infusión intragable, cómo lloraba Lezama con unos “lloros que aquello partía el alma”.
Luego, asistiría al del escritor.
Apenas salvé algunos trozos de aquella conservación, lo que me pareció más interesante, lo que retuve. Daba por perdidos esos apuntes que, por suerte, recuperé este verano junto a otros tantos papeles.
De su contenido recordaba apenas una que otra frase o palabras convertidas en imágenes que se fundieron, lógicamente, con algunos gestos y el modo escueto, vago, del narrador: un Padilla silencioso a la entrada del cementerio de Colón, cuando aún no había llegado el cortejo fúnebre, a pesar de haber abandonado la funeraria a la vez que el resto de los asistentes; los dedos “regordetes” de un Lezama cuyas manos salen a relucir, lo mismo bailoteantes que ya inmóviles; y, por último, la mascarilla mortuoria que le habría hecho “un italiano” (la misma que iría a parar, dentro de una urna, al cuarto del fondo en la casa de Trocadero), y que asocié desde entonces a la palidez del propio Vélez a la luz de una bombilla ahorradora.
Repaso ahora, o bien verifico, tales datos: la presencia de Padilla tanto en el velorio como en el entierro; las señas del escultor italiano, Doménico Camporino, de cuyo servicio han dado cuenta Reynaldo González y Ciro Bianchi, entre otros (sería un anciano el Camporino, pues se había radicado en La Habana en 1932, donde ganó fama entre la clase médica por sus mascarillas y bustos benéficos); y de soslayo –esto no habría que comprobarlo- el supercadáver de Lezama trajinado por unos y otros.
Compruebo, en fin, todo ello al tiempo que evoco el énfasis que ponía Vélez mientras hablaba: una suerte de reserva, de apóstrofe mudo, al emplear el término “desconcertado” para referirse a Padilla –un Padilla, ahora caigo, al que nadie se dignó a dar asiento en ninguno de los carros; y cierta complacencia, entre grotesca y macabra, al pasar de los “dedos de goma” del “mastodonte” en su excursión al Laguito a las manos ya rígidas y todavía edematosas del occiso.
Pasó mi memoria por alto -lo pasó siempre, sin embargo- uno de los datos más significativos asentados en aquel papel: la referencia a un “equipo de filmación del ICAIC” enviado a los funerales -referencia en la que repararé más tarde, leyendo a Reinaldo Arenas.
Todo encaja, pues.
Si los apuntes que tomé de Vélez resultan exiguos es solo a causa de mi pereza (o impericia). Ojalá hubiera explorado más sus recuerdos.
Aunque no rigurosamente oral, la transcripción que sigue es literal. Fue así como momifiqué, tras despedirlo en la puerta del edificio, las palabras de aquel extraño amigo de Lezama y de Roberto Nieto: contador público, más bien bajito, de ojos claros, todavía ágil a sus setenta, con sus pantalones “pescadores” sobre unas botas carmelitas. 
   
                                                                    III

“En los cincuenta, íbamos a unos baños de vapor que habían en Águila y Neptuno. Después del baño nos servían una taza de infusión que llamaban Pro-Vida. El dueño era un señor inquieto, diminuto, de ascendencia vasca, que se ponía muy contento con la visitas de Lezama. Pero después de la tercera tanda Lezama se aburrió y nunca más fuimos allí”.
“En cierta ocasión, Lezama alquiló un taxi en dirección a no sé qué sitio de La Habana. Como era costumbre entonces no se sentó delante, con el chofer, sino detrás. Al chofer le dio por hablar de pelota, haciendo uno y otro comentario sobre los almendaristas. Lezama aguantó un rato, pero al ver que el chofer no paraba de hablar le soltó a la cara: “Mire, mejor atienda al timón y no me moleste. ¿Quién le ha dicho a usted que me importa la pelota?”.
“El padre Gaztelu se burlaba mucho de Lezama. Tomamos un carro y nos fuimos los tres hasta El Laguito. Lezama se bajó y caminó delante de nosotros. Caminaba con las piernas separadas, las palmas de las manos bailoteándoles, con aquellos dedos gordos que parecían de goma. Entonces Gaztelu comenzó a mofarlo imitando con mucha gracia aquella marcha de mastodonte al tiempo que exclamaba: “¡Tenga cuidado, Maestro, no se nos vaya a ahogar!” Y Lezama como si nada. Tenía una tabla tremenda”.
“Con Lorenzo no tuve amistad. A lo sumo hablamos un par de veces, si mal no recuerdo, de cine, que le gustaba mucho. Era muy nervioso y de carácter difícil; le decían El Loquito. No salía de casa de Lezama. Tenía fama de haberse leído toda su biblioteca”.
“Cuando lo del viaje, no sé si a Francia o México, estuvo de lo más angustiado. Entregó el pasaporte y faltaba que autorizaran la salida, pero como siempre…  Sobre esto le oí decir: “El sombrero siempre llega cuando no se tiene cabeza”.
“Por la funeraria pasó mucha gente, hasta mandaron un equipo de filmación del ICAIC. Algo atroz eso de estar filmando a un muerto. Un italiano hizo la mascarilla y tomó un relieve de las manos. ¡Qué manos! Unos dedos regordetes, además muy hinchados, que le dieron bastante trabajo al escultor.”
“Heberto Padilla fue el primero en llegar al cementerio. Aquel hombre a la salida de la funeraria, desconcertado, que no montó en ninguno de los autos… Imagino que haya pagado un taxi de piquera. Lo cierto es que estaba allí, a la entrada, cuando llegamos”.

                                                                   IV

Todavía algunos incisos... A Lezama sí le gustaba la pelota. La jugó por lo menos hasta entrar en la Universidad. Formó parte de un equipo del barrio y apostó siempre por los almendaristas. Otra cosa es toparse con un chofer impertinente. Dejó una divertida crónica: “El juego de pelota o la historia como hipérbole”.
Al margen de angustias, de su tendencia a postergar o su ingenuidad en asuntos prácticos, en sus últimos años, tras el éxito de Paradiso, no solo deseó viajar sino que lo intentó cada vez que pudo. Como él mismo dice, le negaron la salida hasta en seis ocasiones. A su esperanza, término que se vuelve habitual en su correspondencia, se opone la Ananké, “el ojo fijo del cíclope”. Todavía el 5 de agosto de 1976, cuatro días antes de morir, en carta a su editora mexicana expresa esa impaciencia, esa “esperanza”. 
No hay historia sin gesticulación. Veo a Vélez pararse de un sillón e imitar la marcha de Lezama como a su vez la imitaba Gaztelu. Lo veo apurar la infusión, y, acto seguido, apostillar con una risita nerviosa las manos del muerto. Pero al referirse a Padilla no puedo verlo, escapa su expresión, cuando en cambio siento otro énfasis, una pausa, una elipsis.
Terminaba así, con la filmación de aquel velorio, el caso Órbita. ¿Terminó alguna vez realmente? Quizás concluya de veras si algún día aparecieran las imágenes allí rodadas y el montón de fotografías. 
Por ahora, me quedo con la frase de Vélez que encabeza este texto y ese “círculo de vacío” alrededor del fantasma de Padilla tan bien trazado por Jorge Edwards: “se alejaron de él como si fuera un apestado, creando alrededor suyo un círculo de vacío. Veo muy bien a Heberto en ese círculo, desarrapado, con los zapatos viejos, rindiendo homenaje al poeta de la calle de Trocadero”.