Pedro Marqués de Armas
I
Siento no haberle
prestado más atención. Fue amigo de Lezama, quien lo cita en su correspondencia
y, si mal no recuerdo, llegó a él a través Eloísa, de quien habría sido alumno
en la Escuela de Publicidad.
José Vélez concurría a
una tertulia que se realizaba en los bajos de mi casa, en el apartamento del
Dr. Mon, por lo menos desde 1970.
Muchos años después me
lo presentaron en casa de Emma y Roberto. Calculo que sería en 1994. Emma
Ortiz, sobrina de Arsenio Ortiz, el Chacal de Oriente, del que rara vez
hablaba; y Roberto Nieto, uno de los mejores cantantes de ópera de los años
cuarenta.
En pleno Período
Especial mantenían a su modo aquella tertulia, por la que pasaban, entre otros, Ernesto, un
cinéfilo que editaba la Guía del Cine Actualidades; y Pepe Luis, todo una
enciclopedia de chismes republicanos, cuyo tema favorito era “las fiestas de
Palacio” en tiempos de Batista. (A Pepe Luis consulté para entender algunas de
las referencias habaneras de “La gran puta” de Piñera.)
Fue en casa de Emma y
Roberto que supe que Mon y su hermana o prima Cocha habían sido “incoercibles poetas”;
que Lezama siempre tildó a Mon, con quien mantuvo algún trato, de “literatoso”;
y donde conocí de la existencia de otro Lezama (olvidé el nombre), que nunca
publicó sus poemas, un manojo de las cuales Nieto conservaba.
Vélez trabajó toda su
vida en oficinas. Inseguro, en extremo obsesivo, vestido con pantalones
“pescadores”, se disculpaba cada dos palabras. De joven escribió uno o dos
cuentos que le salieron de un tirón, como si los hubiera escrito, me dijo, en
“trance espiritista”. Alguien se los criticó y cayó en un bloqueo del que
pretendía salir retomando (¡treinta años después!) una novela que se le hacía
igualmente inacabable: “El crimen de la americanita”.
La última vez que lo
vi la tenía casi concluida. Ignoro si la publicó.
II
En cierta ocasión me
habló de su amistad con la familia Lezama, una relación que llegó a ser
estrecha con el escritor, por lo menos desde 1957, y que, además del ritual de
las visitas, incluyó largos paseos por La Habana y el ineludible aprendizaje
literario.
Vélez no me habló de
sus lecturas, pero algunas de éstas quedarían reflejadas en “Cuadernos de
Apuntes”, inéditos hasta el 2000. Junto a citas, notas de lector, todas
brillantes, versiones de poemas, proyectos de trabajo, etc., aparecen a ratos
los libros que Lezama ponía a circular entre sus amigos, algunos entonces muy jóvenes
y cuyo control llevaba con escrupulosidad.
“Libros prestados a José Vélez”, o bien “Vélez (tachados)”,
“J.L.V, devueltos”, etc. Se trata acá de un lector incipiente, un iniciado al
que da a conocer a Séneca, Goethe, Nerval, Baudelaire, Rilke, Cernuda, Mann (Muerte en Venecia), etc., para seguir
con Gide: Los alimentos terrestres, Los falsos monederos, Corydon, Paludes, La escuela de las
mujeres, Trozos escogidos, es
decir, casi todo Gide.
Estamos a 12 de
octubre de 1957, en uno de estos listados, y muy cerca saltan maravillas como este corrido mexicano:
“Rosita estaba de suerte,
de tres tiros que le dieron
sólo uno era de muerte.”
En fin, una amistad
que se afianzó con el tiempo, si bien Vélez no llegó a levantar vuelo como
escritor.
Había asistido al
velorio de la madre, Rosa Lima, y me contó esa tarde, mientras Emma Ortiz
servía una infusión intragable, cómo lloraba Lezama con unos “lloros que
aquello partía el alma”.
Luego, asistiría al
del escritor.
Apenas salvé algunos
trozos de aquella conservación, lo que me pareció más interesante, lo que
retuve. Daba por perdidos esos apuntes que, por suerte, recuperé este verano
junto a otros tantos papeles.
De su contenido
recordaba apenas una que otra frase o palabras convertidas en imágenes que se
fundieron, lógicamente, con algunos gestos y el modo escueto, vago, del
narrador: un Padilla silencioso a la entrada del cementerio de Colón, cuando
aún no había llegado el cortejo fúnebre, a pesar de haber abandonado la
funeraria a la vez que el resto de los asistentes; los dedos “regordetes” de un
Lezama cuyas manos salen a relucir, lo mismo bailoteantes que ya inmóviles; y,
por último, la mascarilla mortuoria que le habría hecho “un italiano” (la misma
que iría a parar, dentro de una urna, al cuarto del fondo en la casa de
Trocadero), y que asocié desde entonces a la palidez del propio Vélez a la luz
de una bombilla ahorradora.
Repaso ahora, o bien verifico, tales datos: la presencia de
Padilla tanto en el velorio como en el entierro; las señas del escultor
italiano, Doménico Camporino, de cuyo servicio han dado cuenta Reynaldo
González y Ciro Bianchi, entre otros (sería un anciano el Camporino, pues se
había radicado en La Habana en 1932, donde ganó fama entre la clase médica por
sus mascarillas y bustos benéficos); y de soslayo –esto no habría que
comprobarlo- el supercadáver de Lezama trajinado por unos y otros.
Compruebo, en fin,
todo ello al tiempo que evoco el énfasis que ponía Vélez mientras hablaba: una
suerte de reserva, de apóstrofe mudo, al emplear el término “desconcertado”
para referirse a Padilla –un Padilla, ahora caigo, al que nadie se dignó a dar
asiento en ninguno de los carros; y cierta complacencia, entre grotesca y
macabra, al pasar de los “dedos de goma” del “mastodonte” en su excursión al
Laguito a las manos ya rígidas y todavía edematosas del occiso.
Pasó mi memoria por
alto -lo pasó siempre, sin embargo- uno de los datos más significativos
asentados en aquel papel: la referencia a un “equipo de filmación del ICAIC”
enviado a los funerales -referencia en la que repararé más tarde, leyendo a
Reinaldo Arenas.
Todo encaja, pues.
Si los apuntes que
tomé de Vélez resultan exiguos es solo a causa de mi pereza (o impericia).
Ojalá hubiera explorado más sus recuerdos.
Aunque no rigurosamente
oral, la transcripción que sigue es literal. Fue así como momifiqué, tras
despedirlo en la puerta del edificio, las palabras de aquel extraño amigo de
Lezama y de Roberto Nieto: contador público, más bien bajito, de ojos claros,
todavía ágil a sus setenta, con sus pantalones “pescadores” sobre unas botas
carmelitas.
III
“En los cincuenta,
íbamos a unos baños de vapor que habían en Águila y Neptuno. Después del baño
nos servían una taza de infusión que llamaban Pro-Vida. El dueño era un señor
inquieto, diminuto, de ascendencia vasca, que se ponía muy contento con la
visitas de Lezama. Pero después de la tercera tanda Lezama se aburrió y nunca
más fuimos allí”.
“En cierta ocasión, Lezama alquiló un taxi en dirección a no
sé qué sitio de La Habana. Como era costumbre entonces no se sentó delante, con
el chofer, sino detrás. Al chofer le dio por hablar de pelota, haciendo uno y
otro comentario sobre los almendaristas. Lezama aguantó un rato, pero al ver
que el chofer no paraba de hablar le soltó a la cara: “Mire, mejor atienda al
timón y no me moleste. ¿Quién le ha dicho a usted que me importa la pelota?”.
“El padre Gaztelu se burlaba mucho de Lezama. Tomamos un
carro y nos fuimos los tres hasta El Laguito. Lezama se bajó y caminó delante
de nosotros. Caminaba con las piernas separadas, las palmas de las manos
bailoteándoles, con aquellos dedos gordos que parecían de goma. Entonces
Gaztelu comenzó a mofarlo imitando con mucha gracia aquella marcha de
mastodonte al tiempo que exclamaba: “¡Tenga cuidado, Maestro, no se nos vaya a
ahogar!” Y Lezama como si nada. Tenía una tabla tremenda”.
“Con Lorenzo no tuve amistad. A lo sumo hablamos un par de
veces, si mal no recuerdo, de cine, que le gustaba mucho. Era muy nervioso y de
carácter difícil; le decían El Loquito. No salía de casa de Lezama. Tenía fama
de haberse leído toda su biblioteca”.
“Cuando lo del viaje, no sé si a Francia o México, estuvo de
lo más angustiado. Entregó el pasaporte y faltaba que autorizaran la salida,
pero como siempre… Sobre esto le oí
decir: “El sombrero siempre llega cuando no se tiene cabeza”.
“Por la funeraria pasó mucha gente, hasta mandaron un equipo
de filmación del ICAIC. Algo atroz eso de estar filmando a un muerto. Un
italiano hizo la mascarilla y tomó un relieve de las manos. ¡Qué manos! Unos
dedos regordetes, además muy hinchados, que le dieron bastante trabajo al
escultor.”
“Heberto Padilla fue el primero en llegar al cementerio.
Aquel hombre a la salida de la funeraria, desconcertado, que no montó en
ninguno de los autos… Imagino que haya pagado un taxi de piquera. Lo cierto es
que estaba allí, a la entrada, cuando llegamos”.
IV
Todavía algunos incisos... A Lezama sí le gustaba
la pelota. La jugó por lo menos hasta entrar en la Universidad. Formó parte de
un equipo del barrio y apostó siempre por los almendaristas. Otra cosa es
toparse con un chofer impertinente. Dejó una divertida crónica: “El juego de
pelota o la historia como hipérbole”.
Al margen de angustias, de su
tendencia a postergar o su ingenuidad en asuntos prácticos, en sus
últimos años, tras el éxito de Paradiso,
no solo deseó viajar sino que lo intentó cada vez que pudo. Como él mismo
dice, le negaron la salida hasta en seis ocasiones. A su esperanza,
término que se vuelve habitual en su correspondencia, se opone la Ananké, “el ojo fijo
del cíclope”. Todavía el 5 de agosto de 1976, cuatro días antes de morir, en
carta a su editora mexicana expresa esa impaciencia, esa “esperanza”.
No hay historia sin
gesticulación. Veo a Vélez pararse de un sillón e imitar la marcha de Lezama
como a su vez la imitaba Gaztelu. Lo veo apurar la infusión, y, acto seguido,
apostillar con una risita nerviosa las manos del muerto. Pero al referirse a Padilla
no puedo verlo, escapa su expresión, cuando en cambio siento otro énfasis, una pausa, una elipsis.
Terminaba así, con la filmación de
aquel velorio, el caso Órbita. ¿Terminó alguna vez realmente? Quizás concluya
de veras si algún día aparecieran las imágenes allí rodadas y el montón de
fotografías.
Por ahora, me quedo
con la frase de Vélez que encabeza este texto y ese “círculo de vacío”
alrededor del fantasma de Padilla tan bien trazado por Jorge Edwards: “se alejaron de él como si fuera un apestado, creando
alrededor suyo un círculo de vacío. Veo muy bien a Heberto en ese círculo,
desarrapado, con los zapatos viejos, rindiendo homenaje al poeta de la calle de
Trocadero”.
Curiosa crónica. Añado que las mejores fotos del entierro las tomó, y conserva, Chantal, la esposa de Pepe Triana. El pasado mayo, en su departamento parisino, le insistí en publicarlas.
ResponderEliminarwhere dis this take place in France?
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