jueves, 24 de agosto de 2017

Ofelia



Arthur Rimbaud

I

Sobre la onda calma y negra que duermen las estrellas
como un gran lis flota la blanca Ofelia,
flota muy lentamente, mecida en sus largos velos ...
—En los bosques lejanos se escuchan halalís.

Hace más de mil años la triste Ofelia
pasa, fantasma blanco, sobre el largo río negro.
Hace más de mil años que su dulce locura
murmura su romance en la brisa nocturna.
El viento besa sus senos y despliega en corola
sus grandes velas por las aguas blandamente acunadas;
los sauces temblorosos lloran sobre su hombro,
en su vasta frente pensativa los juncos se inclinan.
Los nenúfares ajados suspiran en torno a ella:
ella a veces despierta, en un aliso dormido,
algún nido del que se escapa un minúsculo estremecimiento de ala;
—un canto misterioso se desprende de los astros de oro.

II

¡Oh pálida Ofelia! ¡Bella como la nieve! ¡Sí, tú moriste, niña, por un río llevada!
—Es que los vientos que bajaban de los grandes montes de Noruega
te habían hablado al oído de la áspera libertad.
Es que un hálito, torciendo su inmensa cabellera,
a tu espíritu soñador llevaba extraños ruidos;
es que tu corazón escuchaba el canto de la Naturaleza
en las quejas del árbol y en los nocturnos suspiros.
Es que la voz de los mares dementes, estertor inmenso,
quebraba tu seno de niña, tan humano y tan dulce,
¡es que una mañana de abril, un bello caballero pálido,
un triste loco, callado se sentó en tus rodillas!
¡Cielo! ¡Amor! ¡Libertad! ¡Qué sueño, oh pobre Loca!
Te fundías en él como la nieve al fuego:
tus grandes visiones asfixiaban tu palabra
—y el terrible Infinito llenó de pavor tu ojo azul.

III

—Y dice el Poeta que en los rayos de las estrellas
vienes a buscar de noche las flores que cortas,
y que él ha visto sobre el agua, mecida en sus largos velos, 
a la blanca Ofelia flotando como un gran lis.


Traducción de Virgilio Piñera

domingo, 20 de agosto de 2017

Ni garduñas ni mofetas

                       

Dolores Labarcena 



Molestar, no molesta. De hecho, por esquivo y autosuficiente en diversas culturas lo veneran. Para los antiguos egipcios, (quienes asimismo consideraban sagrados serpientes, vacas, cocodrilos, halcones, babuinos, escarabajos, hipopótamos, etcétera) el gato era el súmmum; y  lo glorificaron con la diosa Bastet: símbolo de fertilidad y belleza, mujer con cabeza de gato. El fervor de los adoradores se expresaba en las exequias, pues lo colmaban de honores y le guardaban luto. Cuanto más poderosa la familia, más suntuoso el sarcófago. Para franquear el velo que separa este mundo del otro escoltaban al difunto (gato) ratas embalsamadas. Fue tal el respeto que sentían hacia este felino que en el año 525 A.C., cuando los persas asediaron las puertas de Pelusio, el rey Cambises II tuvo la curiosa idea de atar gatos en los escudos de 600 soldados, y por si fuera poco, hizo volar a otros tantos por medio de las catapultas. Desde luego, los egipcios no contraatacaron por temor a lesionarlos y se rindieron.

En Grecia la recepción del gato ocurrió con cierto júbilo. Hasta entonces la tarea de desratizar las cosechas la ejercían garduñas y mofetas. Da fe de ello Hagia Triada, sitio arqueológico situado al sur de Creta, donde se halló, además de tablillas con escritura y cerámica minoica, un fresco en el que aparece un gato cazando un pájaro. Según entendidos, el felis silvestris cretensis desciende directamente del felis silvestris lybica. Su entrada en el continente europeo ocurrió entre 1700-1550 A.C. No puede decirse lo mismo de su recibimiento en la Antigua Roma. En las excavaciones de Pompeya y Herculano se encontraron infinidades de restos de animales, no así huesos de gato, tampoco representaciones. Los romanos no apreciaron en absoluto a este animal. Existen numerosos epigramas en que se desea su muerte inmediata por zamparse a un ave doméstica. 

A partir de ahí prolifera en Oriente. En China los comerciantes europeos lo intercambiaban por sedas y especias. Su serenidad la interpretaron como símbolo de paz y sus ojos radiantes, sables contra los demonios. Según una socorrida fuente: “Los budistas aprecian la capacidad de meditación del gato, sin embargo, no forma parte de los cánones del budismo. Esta exclusión resulta de un incidente sucedido a un gato que se quedó dormido durante los funerales de Buda”. Un asunto penoso, sin embargo no lo excluyó por completo de hogares ni de cuanto templo existiese. ¿Su empresa? Espantar las energías maléficas y sobre todo a las ratas.

En el Antiguo Testamento no se le nombra. Quizás por ello en el medioevo lo afiliaron con la hechicería. Su andar circunspecto y sus silenciosas apariciones hizo mella en el perfil de animal doméstico. Ya no era el consentido de los orientales, ni el raticida, y mucho menos aquel admirado por los egipcios. Toda bruja que se preciase debía lucir uno por fuerza y mostrarlo casi a modo de gargantilla. Por consiguiente, a la hora apremiante de la hoguera (ya se sabe que a la Santa Inquisición no le tembló “neanche un attimo”  el pulso) iban los dos hermanados en su numinosidad rumbo al fuego divino y purificante, bruja y gato. 

En Nubia, los Azande, más conocidos como nyam-nyam por sus costumbres antropofágicas, retenían gatos en sus chozas, no para comérselos, sino para asumirlos como animales de compañía. Según se dice, las mujeres y niños nyam-nyam eran los que más reverenciaban al felino. Este dato se confirma en crónicas y textos etnográficos de quienes libraron el pellejo en los siglos XIX y principios del XX cuando el continente africano era para Occidente un descomunal espacio en blanco por explorar, conquistar y civilizar. Dos ejemplos de quienes no fueron asados en púas o metidos en una cazuela con agua hirviendo, o sometidos a un ritual como ofrenda a los espíritus o a las esencias, son el teniente belga Theodore Westmark y el explorador y médico ruso Wilhelm Junker.

No obstante su falta de lealtad (virtud ineludible del perro) el gato ha tenido sus cantatas. Baudelaire tiene versos donde los cataloga “como amigos de la ciencia y de la voluptuosidad, buscan el silencio y el horror de las tinieblas”… H. P. Lovecraft, autor de Las ratas de las paredes, quien sentía una fuerte animadversión por estas y otras cosas más, escribió “El pequeño Sam Perkins”, poema a la memoria de su extinto gato. Borges tuvo el suyo, Burroughs su Gato encerrado, texto donde reflexiona sobre la reciprocidad inmarcesible entre el felino y el hombre. Pero me interesa más lo que piensa Neruda, quien se quejó de su inescrutabilidad: “Yo no. Yo no suscribo. Yo no conozco al gato. Todo lo sé, la vida y su archipiélago, [...] la botánica, [...] la bondad ignorada del bombero, el atavismo azul del sacerdote, pero no puedo descifrar un gato”. 

Y me pongo en sus zapatos, no por el carácter enigmático del gato, sino porque mientras avanzo por un sitio cualquiera, fuera del ciberespacio, donde por “no herir sensibilidades” exaltados internautas de la izquierda caviar maquillan el horror y borran (o intentan borrar) con un clic el reguero de muertos que deja en Occidente el terrorismo islamista -qué tiernos los gatos con solo menear hocicos y patitas telemáticamente-, en fin, mientras avanzo, es la Fiesta Mayor. Una de tantas del bien montado varieté edulcorado con rancia empatíaalgo que dista del pretérito aquelarre, pero entretiene.  ¡Y cuánto! Veo mallas, mallas de un balcón a otro, mallas repletas de gatos, no imitaciones del ashera ni del gato de angora o del felis silvestris catus, ¡ni siquiera del maneki-neko!, gatos y gatos de papel maché. ¿Cuál es la peculiaridad?, ¿cuál el mensaje? Indiferenciables, deliberadamente iguales, infinidades de gatos. ¡Ah, diosa Bastet!, sin lumen naturae que alumbre la conciencia, como Neruda, tampoco puedo descifrar.






sábado, 22 de julio de 2017

En la muerte de un metafísico



George Santayana


Soñador infeliz que trasvolaste
la apacible región de lo que amo,
trascendiendo la luz y el trigo de oro
y la radiosa lumbre del hogar:
¿no estaba en paz con Dios tu vanidoso
corazón?, dí: ¿por eso tú inquirías,
sin dar gracias de sus ocultas frondas,
el horror y el abismo de la noche?

¡Ah, el helado aire de la luna!
Te ví caer, caer, loco de muerte
que en el éxtasis de tu alma aterida
gritabas ser un dios, o ir a serlo;
y oí la débil queja de tu aliento
murmurar con jactancia todavía
desde el fondo del grave mar de Icaro.


Versión de Cintio Vitier


Clavileño, Núm. 1, agosto de 1942

sábado, 8 de julio de 2017

Las islas



Hilda Doolittle

I

Qué son las islas para mí,
qué es Grecia,
qué es Rodas, Samos, Quios,
qué es Paros enfrentándose al oeste,
qué es Creta?

Qué es Samotracia,
alzándose como un navío,
qué es Imbros, desgarrando las olas tormentosas
con su pecho?

Qué es Najos, Paros, Milos,
qué el círculo en torno a Lycia,
qué el blanco collar
de las Cyclades?

II

Qué es Grecia…,
Esparta, alzándose como una roca,
Tebas, Atenas,
qué es Corinto?

Qué son las islas para mí,
qué es Grecia?

III

Qué puede darme el amor de la tierra
que tú no tengas,
qué puede despertar en mí el amor de la lucha
que tú no tengas?

Aunque Esparta entre en Atenas,
Tebas arruina a Esparta,
y todo cambia como el agua,
todo salta, descargando su terror
y cayendo de nuevo.

IV

“Qué te ha dado el amor de la tierra
que yo no tenga”
He preguntado a los tirios
mientras descansaban
en sus barcos negros,
cargados de riquezas;
he preguntado a los griegos
de los barcos blancos
“qué te ha dado el amor de la tierra?”
Y ellos contestaron… “paz”


V

Pero la belleza permanece separada,
la belleza es lanzada por el mar
como una roca estéril,
la belleza es edificada
con restos de navíos
sobre nuestra costa, donde la muerte guarda
la apariencia apacible de la orilla,
donde la muerte, avanza hacia nosotros
desde el fondo.

La belleza permanece separada:
los vientos que acuchillan su playa,
arremolinan la tosca arena
lanzándola hacia las rocas.

La belleza permanece separada
de la islas
y de Grecia.

VI

En mi jardín
los vientos han abatido los lirios;
en mi jardín, la sal ha marchitado
los pétalos primeros del narciso.
y el jacinto postrero;
la sal ha reptado en mi jardín
bajo las hojas del blanco jacinto.

En mi jardín
hasta la flor -del viento- rueda mustia,
rota finalmente por el viento.

VII

Qué son las islas para mí
si te has perdido,
qué es Paros para mí
si retrocedes,
qué es Milos
si te espantas ante la belleza,
terrible, tortuosa, aislada,
como una roca estéril?

Qué es Rodas, Cretas,
qué es Paros, enfrentándose al oeste,
qué, la blanca Imbros?

Qué son las islas para mí
si tú vacilas,
qué es Grecia para mí,
si retrocedes
ante el terror
y el frío esplendor del canto
y su desnudo sacrificio?


Versión de Gastón Baquero


Tomado de Clavileño, febrero de 1943. 


jueves, 6 de julio de 2017

Juguetes



Coventry Patmore


Mi hijo pequeño, el de ojos pensativos
y andadura y lenguaje de persona mayor,
habiendo transgredido siete veces mi ley,
le pegué, y despedí
con ásperas palabras, sin besarlo
–su madre, tan paciente, muerta ya.
Y luego, temeroso de haberlo desvelado,
hasta su cama fui,
mas lo encontré dormido en un sueño profundo,
los párpados sombríos, y las pestañas húmedas
del sollozo final.
Y yo, con un gemido,
sus lágrimas besé, dejando en vez las mías,
pues vi que en una mesa, muy cerca de su almohada,
había puesto a su alcance
unas fichas, su piedrita veteada de rojo,
un pedazo de vidrio pulido por la playa,
cinco o seis caracoles,
un frasco con caléndulas azules,
dos o tres centavitos franceses, todo en orden
para aliviar su triste corazón.
De modo que al rezar aquella noche
a Dios, llorando dije:
“Ah, cuando al fin, frenado ya el aliento
para no molestarte con mi muerte,
y tú recuerdes los juguetes



El aroma del original

A Diego García Elío

En Conversación con los difuntos, una selección de las traducciones que he podido, no querido, hacer a través de los años, y que fue publicada en México por Ediciones del Equilibrista en 1992, argumentaba yo que uno escribe los poemas que se le imponen, no los que quisiera escribir. Como prueba aducía precisamente “Los juguetes”, de Coventry Patmore, pues jamás he distinguido entre los procesos de escribir y traducir poesía. De pronto, como para contradecirme, aparecieron “Los juguetes” en la página.

Cierto es que la dificultad mayor se ocultaba en un solo verso del original inglés. En el poema, Patmore se refiere a un incidente con su pequeño hijo, huérfano de madre. El verso en cuestión dice, con desgarradora e intraducible sencillez “His mother, who was patient, being dead”.

Estas palabras tienen una fuerza escueta, inapelable. La clave está en el gerundio: being. “Being dead” supone una duración, una continuidad de la estancia en la muerte. La solución más fácil, “estando muerta”, no me parece buen español.

El incidente familiar de que hablé me presionaba desde adentro a buscar una solución rápida y satisfactoria. Sucede que mi hijo mayor había regañado con inusitada violencia a mi nieto, y yo deseaba llamarle discretamente la atención.

La fórmula apareció como un relámpago. No podía ser más breve. El adverbio ya sugiere algo que ha sucedido antes del momento en que se habla:

su madre, tan paciente, muerta ya.

A mi parecer, el adverbio sugería una continuidad, una duración en la muerte. Además, tiene toda la fuerza de un monosílabo.

Lo que se aviene con mi modestísima tesis –tomada, como se advierte en el prólogo de aquella selección, del poeta inglés Walter de la Mare– de que a lo más que puede aspirar un traductor es al eco, o mejor, “el aroma”, del original.

Roto así el hechizo que me paralizaba, fueron apareciendo los otros versos que sin duda esperaban pacientes su turno, y ahí están.

Nota y versión de Eliseo Diego



Tomado de Letras Libres, 31 de marzo de 2007.