Dolores Labarcena
Molestar,
no molesta. De hecho, por esquivo y autosuficiente en diversas culturas lo
veneran. Para los antiguos egipcios, (quienes asimismo consideraban sagrados
serpientes, vacas, cocodrilos, halcones, babuinos, escarabajos, hipopótamos,
etcétera) el gato era el súmmum; y lo glorificaron con la diosa Bastet:
símbolo de fertilidad y belleza, mujer con cabeza de gato. El fervor de los
adoradores se expresaba en las exequias, pues lo colmaban de honores y le
guardaban luto. Cuanto más poderosa la familia, más suntuoso el sarcófago. Para
franquear el velo que separa este mundo del otro escoltaban al difunto (gato)
ratas embalsamadas. Fue tal el respeto que sentían hacia este felino que en el
año 525 A.C., cuando los persas asediaron las puertas de Pelusio, el rey
Cambises II tuvo la curiosa idea de atar gatos en los escudos de 600 soldados,
y por si fuera poco, hizo volar a otros tantos por medio de las catapultas.
Desde luego, los egipcios no contraatacaron por temor a lesionarlos y se
rindieron.
En Grecia la
recepción del gato ocurrió con cierto júbilo. Hasta entonces la tarea de
desratizar las cosechas la ejercían garduñas y mofetas. Da fe de ello Hagia
Triada, sitio arqueológico situado al sur de Creta, donde se halló, además de
tablillas con escritura y cerámica minoica, un fresco en el que aparece un gato
cazando un pájaro. Según entendidos, el felis silvestris cretensis desciende
directamente del felis silvestris lybica. Su entrada en el
continente europeo ocurrió entre 1700-1550 A.C. No puede decirse lo mismo de su
recibimiento en la Antigua Roma. En las excavaciones de Pompeya y Herculano se
encontraron infinidades de restos de animales, no así huesos de gato, tampoco
representaciones. Los romanos no apreciaron en absoluto a este animal. Existen
numerosos epigramas en que se desea su muerte inmediata por zamparse
a un ave doméstica.
A partir de
ahí prolifera en Oriente. En China los comerciantes europeos lo intercambiaban
por sedas y especias. Su serenidad la interpretaron como símbolo de paz y sus
ojos radiantes, sables contra los demonios. Según una socorrida fuente: “Los
budistas aprecian la capacidad de meditación del gato, sin embargo, no forma
parte de los cánones del budismo. Esta exclusión resulta de un incidente
sucedido a un gato que se quedó dormido durante los funerales de Buda”. Un
asunto penoso, sin embargo no lo excluyó por completo de hogares ni de cuanto
templo existiese. ¿Su empresa? Espantar las energías maléficas y sobre todo a
las ratas.
En el Antiguo
Testamento no se le nombra. Quizás por ello en el medioevo lo
afiliaron con la hechicería. Su andar circunspecto y sus silenciosas
apariciones hizo mella en el perfil de animal doméstico. Ya no era el consentido
de los orientales, ni el raticida, y mucho menos aquel admirado por los
egipcios. Toda bruja que se preciase debía lucir uno por fuerza y mostrarlo
casi a modo de gargantilla. Por consiguiente, a la hora apremiante de la
hoguera (ya se sabe que a la Santa Inquisición no le tembló “neanche un
attimo” el pulso) iban los dos hermanados en su numinosidad rumbo al
fuego divino y purificante, bruja y gato.
En Nubia,
los Azande, más conocidos como nyam-nyam por sus costumbres antropofágicas,
retenían gatos en sus chozas, no para comérselos, sino para asumirlos como
animales de compañía. Según se dice, las mujeres y niños nyam-nyam eran los que
más reverenciaban al felino. Este dato se confirma en crónicas y textos
etnográficos de quienes libraron el pellejo en los siglos XIX y principios del
XX cuando el continente africano era para Occidente un descomunal espacio en
blanco por explorar, conquistar y civilizar. Dos ejemplos de quienes no fueron
asados en púas o metidos en una cazuela con agua hirviendo, o sometidos a un
ritual como ofrenda a los espíritus o a las esencias, son el teniente belga
Theodore Westmark y el explorador y médico ruso Wilhelm Junker.
No obstante
su falta de lealtad (virtud ineludible del perro) el gato ha tenido sus
cantatas. Baudelaire tiene versos donde los cataloga “como amigos de la ciencia
y de la voluptuosidad, buscan el silencio y el horror de las tinieblas”… H. P. Lovecraft,
autor de Las ratas de las paredes, quien sentía una
fuerte animadversión por estas y otras cosas más, escribió “El pequeño Sam
Perkins”, poema a la memoria de su extinto gato. Borges tuvo el suyo, Burroughs
su Gato encerrado, texto donde reflexiona sobre la
reciprocidad inmarcesible entre el felino y el hombre. Pero me
interesa más lo que piensa Neruda, quien se quejó de su inescrutabilidad:
“Yo no. Yo no suscribo. Yo no conozco al gato. Todo lo
sé, la vida y su archipiélago, [...] la botánica, [...] la bondad ignorada del
bombero, el atavismo azul del sacerdote, pero no puedo descifrar un
gato”.
Y me pongo
en sus zapatos, no por el carácter enigmático del gato, sino porque mientras
avanzo por un sitio cualquiera, fuera del ciberespacio, donde por “no herir
sensibilidades” exaltados internautas de la izquierda caviar maquillan el
horror y borran (o intentan borrar) con un clic el reguero de muertos que deja
en Occidente el terrorismo islamista -qué tiernos los gatos con
solo menear hocicos y patitas telemáticamente-, en fin, mientras avanzo, es la
Fiesta Mayor. Una de tantas del bien montado varieté edulcorado
con rancia empatía, algo que dista del pretérito aquelarre,
pero entretiene. ¡Y cuánto! Veo mallas, mallas de un balcón a otro,
mallas repletas de gatos, no imitaciones del ashera ni del gato de angora o del felis
silvestris catus, ¡ni siquiera del maneki-neko!, gatos y gatos de papel
maché. ¿Cuál es la peculiaridad?, ¿cuál el mensaje? Indiferenciables,
deliberadamente iguales, infinidades de gatos. ¡Ah, diosa Bastet!, sin lumen
naturae que alumbre la conciencia, como Neruda, tampoco puedo
descifrar.
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