domingo, 1 de noviembre de 2015

El antecesor




Miguel Ángel de la Torre


Es un personaje casi fantástico para mí. Nunca lo he visto, y solamente por lo que acerca de él he oído, sé de su existencia: primero su nombre, pronunciado muy rara vez en las conversaciones de mis padres cuando por mi edad, poco podía interesarme nada que no estuviera presente o inmediato; y después, con intervalos considerables, algunas alusiones fugaces a su vida singular, hechas por los que la conocieron, siempre con una sonrisa equívoca en los labios. Más tarde, en ocasión de emprender yo un viaje a país extranjero, mi padre me habló algo detenidamente del asunto. Encargándome de buscar el rastro de su paso por los lugares que yo iba a visitar y en los que aseguraba que mi tío había vivido en fecha remota, después de la cual ya no se había recibido otra noticia suya; pero mal pude yo cumplir mi cometido teniendo que seguir las huellas de un hombre en caminos tan transitados como aquéllos. Un día, al fin, supe quién era mi tío y penetré un tanto en el enigma de su vida. 

Fue un día en que yo había cometido un pecado de juventud y mi padre me había hablado con el rostro severo y la voz enojada. Mi madre me prodigó, como un suave bálsamo puesto sobre las heridas del cilicio paterno, sus consuelos y consejos. Y en medio de ellos dejó ir contra su voluntad, esta exclamación:

-No te suceda, hijo mío, lo que a tu tío Ricardo. 

Entonces recordé yo todas mis dispersas y lejanas noticias sobre aquel antecesor mío, con quien me comparaban. Decían que en lo físico me le parecía. 

Cuando empezó a brotarme bozo sobre el labio, un pariente había recordado el bigote de mi tío Ricardo. Una vez, como se hablara de una novia mía, alguien alabó la fortuna que con las mujeres él había tenido. A mi madre le oí en una ocasión decir con tristeza que mi risa le hacía acordarse de la de su hermano. Y ahora veía yo que hasta en sus vicios lo copiaba. 

Desde aquel momento el recuerdo de mi tío empezó a torturarme como una obsesión. A veces en la soledad de mi alcoba y en las altas horas de la noche, me despierto pensando en ello y me siento dominado por el horror, por una angustia indefinible. Me parece que el vacío me rodea y que todo esfuerzo que hiciera había de ser inútil, como el de un ave que agitara sus alas dentro de la campana neumática. No me reconozco dueño de mis músculos, de mi voluntad cuyos resortes se me antoja que están a disposición de otro hombre. La fiebre me hace sentir que mi ―yo se ha escapado de dentro de mi cuerpo y que en su lugar se ha instalado un intruso despótico e inflexible que va a gobernar mi persona como un carretero a sus bestias.

Y ese otro ser humano de quien yo no soy sino la sombra, es mi tío. Antes yo me creía autor de mis actos y responsable de ellos, creía que éstos no existían hasta que yo, por impulso de mi voluntad o dictado de mi pensamiento, no los realizaba; y así me proponía no hacer durante mi paso por el mundo sino aquello que me fuera agradable y conveniente. Ahora sé que los sucesos y episodios todos de mi vida están hechos; lo único que yo haré será reconocerlos cuando, infeliz de mí, crea que en realidad los ejecuto. Yo no haré lo que quiera ni dejaré de hacer lo que no quiera. Haré lo que tenga que hacer. Ello será lo que hizo o lo que haría en cada caso mi tío Ricardo. Si él mató, yo mataré. Sería inútil que yo trate de hacer mío el corazón de mi esposa si a él la suya lo traicionó. No debo aspirar al aprecio de mis semejantes si mi tío Ricardo no gozó la dicha de tener amigos, esa prolongación de la familia en que se amparan lo que no la poseen. ¿No soy yo otro él? ¿No conquistarán los mismos amores y no se atraerán los mismos odios que sus bigotes y sus risas conquistaron y se atrajeron, mis bigotes y mis risas, idénticos a los suyos? ¿No me llevarán por los mismos accidentados caminos que a él le llevaron las malas pasiones que de él heredé? ¿Si siempre iguales causas han de producir idénticos efectos, mi idiosincrasia, gemela de la suya en su choque con la realidad que la rodea, no ha de producir los mismos fenómenos que la suya produjo? 

¡Ah, sí! Yo soy un pasajero que viaja en un tren sin maquinista. Ese tren es mi vida, y corre, por los mismos rieles por los que antes que el mío corrió el de mi tío Ricardo. Ignoro, como él ignoró hasta el día que su tren se detuvo, a qué estación voy a parar.

Y siendo así. ¡Dios mío! ¿Con qué justicia me castigarán los jueces si yo un día desgarrara las entrañas de un niño o me execrarían los hombres si yo vendiera vilmente a mi patria? ¿Tendría yo derecho a reclamar para mi nombre la gloria que una obra de mi cerebro o de mi corazón conquistara entre los hombres? 

¡Ese antecesor mío de que yo soy la copia y el eco! Su existencia ¿con qué acontecimiento se irá tejiendo fuera del alcance de mis ojos? ¿Cabrán en ella los propósitos que yo me había hecho cuando creía timonear mi vida, para el futuro? ¿Vio él morir, o vio triunfar mis esperanzas, mis ilusiones, mis ensueños, que seguramente fueron un día sus ensueños y sus esperanzas también? ¿Dónde estará a estas horas? ¿Habrá ya muerto? ¿Cuáles circunstancias, acaso horribles, habrán rodeado su última hora? ¿En qué lejano lecho habrá sido? ¿Qué suprema visión del mundo se habrá llevado al infinito?

¡Si al menos yo supiera esto yo estaría más tranquilo! No me levantaría del lecho cada mañana pensando, entre crispaciones nerviosas, si a la noche reposaré en él o en el de una prisión. No me horrorizaría la proximidad de mis hijos, de los que a veces siento intentos de huir, para alejar la posibilidad de que un día sea yo mismo su victimario fatal e inexorable! No seguiría, quizás, corriendo tras estas quimeras que hoy amo y para las cuales vivo, confiando en que pueden ser realizadas mañana…

Esto es lo que aparece escrito al final del libro de memorias hallado entre los papeles de un loco, cuando los médicos se dispusieron a examinarlos en busca de datos para el diagnóstico de su enfermedad. 

No sabemos con cuál palabra sabia se expresó tal dictamen. El infeliz ocupa actualmente una celda del manicomio y goza entre sus enfermeros estimación de dócil y tranquilo hasta el extremo de ser casi enojosa su atención, porque exige los cuidados de un cuerpo sin nervios o del que hubiese para siempre huido el instinto de conservación dejándolo desanimado e inerte como un harapo.





Miguel Ángel de la Torre (1884-1930). Uno de los mejores cronistas de su tiempo. En 1965 se recogió en un volumen titulado Prosas mínimas una parte de su obra, en gran medida dispersa y olvidada. "El antecesor" es su mejor cuento y uno de los más raros de la literatura cubana.


miércoles, 21 de octubre de 2015

El dulce señuelo de la inmortalidad





Juan Goytisolo


Cuando leí la propuesta de una diputada argentina de trasladar solemnemente los restos mortales de Borges desde Ginebra, en donde falleció, al cementerio bonaerense de La Recoleta para su eterno reposo junto a los próceres y padres de la patria, incluida Evita Perón, me puse a temblar. ¡Otra vez la ceremonia grandiosa, los discursos grandilocuentes, la exposición del féretro en el Congreso de los Diputados, las notas vibrantes del sacrosanto himno nacional! Quizás esta dichosa exhibición de autobombo a la que son tan proclives -probablemente por contagió francés- los países de lengua hispana convenga a los héroes y caudillos o a los vates y artistas identificados con los valores y rasgos del país en el que nacieron.
Sería puro disparate trasladar los restos de Borges desde Ginebra al cementerio de La Recoleta. Pero, en el caso del autor de El Aleph, es puro disparate. Borges, como los grandes creadores, disfruta del privilegio de la extraterritorialidad. No pretendió hacer carrera alguna en el gremio de las letras ni puede ser invocado por ninguna agrupación religiosa, ideológica ni nacional. Como Joyce, Proust o Kafka pertenece a sus lectores. Su obra concierne tanto a un lector argentino como a un árabe, chino, escandinavo o brasileño. La tajante oposición de María Kodama al proyectado festival de patriotismo y de uniformes de gala me llenó de alivio y reconocimiento.
Conservo fresco el recuerdo del acarreo del cuerpo de Jean Moulin, el héroe de la Resistencia antinazi, paseado con gran pompa por la Rue Soufflot hasta el Panteón mientras los altavoces y los medios informativos transmitían el elogio fúnebre de André Malraux con el tono a la vez emotivo y declamatorio adecuado a la circunstancia. Nadie había solicitado obviamente la autorización del muerto para aquel magnificente despliegue y pensé que su arriesgada acción clandestina no obedeció sin duda a ningún anhelo de gloria. El fasto desplegado avivaba más bien la autosatisfacción de los vivos y me pareció absurdo.
La distinción establecida por Milan Kundera entre el pequeño contexto(el de la repercusión de la obra de escritores y artistas en un ámbito local, provinciano, autonómico, nacional) y el gran contexto (el de su aportación nueva y fecunda a lo que yo llamo el árbol de la literatura) resulta indispensable para entender que si este ceremonial elegiaco y necrófago conviene a los representantes del primer apartado es a todas luces inútil y hasta grotesco para los incluidos en el segundo en razón de su extraterritorialidad creadora.
En los países de nuestra lengua resulta frecuente hallar bustos, estatuas y monumentos en honor de las glorias locales y provinciales como recordatorio piadoso de su paso fugaz por el mundo: dichos recordatorios, así como las fundaciones destinadas a perpetuar la difusión de su labor de cara a las generaciones futuras, me parecen tan vanos como patéticos. Nadie sabe si una obra será leída o no en los siglos venideros (si es que la presencia humana en nuestro planeta minúsculo subsiste aún y si el hábito de leer perdura). Borges, como Joyce, Proust o Kafka, no requieren patrocinio alguno: su difusión es la del polen transportado por el viento, que, como escribí a propósito de las Mil y una noches, disemina "las semillas de las palabras a tierras remotas mediante una forma más vasta y sutil de abejeo polinización".
Esta percepción de la realidad humana no obsta así para que crea en la perdurabilidad relativa de las obras representativas del gran contexto. Los novelistas antes citados están ahí para demostrarlo. Mas ellos, y una pléyade de autores, ya fueren de Grecia, Roma, Europa, India, Irán o Bagdad, no encarnan valores identitarios ni esencias perennes. No forman parte de rebaño nacional alguno, y por ello mismo no deberían ser manipulados post mortem por credos, patrias ni ideologías. Transportar sus cadáveres a hombros de mílites o, peor aún, en cureñas envueltas con la bandera del país natal, a algún templo o panteón glorioso es una apropiación abusiva.
Quienes pertenecemos al club de los agnósticos podemos invocar con orgullo no sólo a Sócrates, Epicuro, Omar Jayam, Voltaire, Diderot y a los padres de la Revolución Francesa, sino también a peninsulares de siglos lejanos, como esos "desarrados" (escépticos) tan poco estudiados hasta la fecha reciente: desde algunos autores del Cancionero de Baena al genial creador de La Celestina. Todos ellos nos dicen de formas distintas que nada hay después de la muerte. Remover huesos ilustres es por lo tanto vanitas vanitatum, et omnia vanitas. La felizmente frustrada exhumación/inhumación de Borges -el traslado de sus restos con escolta de honor- subraya la conveniencia de una incineración generalizada para evitar en adelante tanta fanfarria e interesada promoción.
Suscribo del todo las últimas voluntades del pedagogo y dirigente republicano Francisco Ferrer Guardia dictadas al notario Permanyer antes de su bochornosa ejecución por fusilamiento en las fosas del castillo de Montjuïc, falsamente acusado de los sucesos de la llamada Semana Trágica barcelonesa: "Deseo que en ninguna ocasión ni próxima ni lejana, ni por uno ni otro motivo, haya manifestaciones de carácter religioso o político ante los restos míos, porque considero que el tiempo que se emplea ocupándose de los muertos sería mejor destinarlo a mejorar la condición en que viven los vivos, teniendo gran necesidad de ello casi todos los hombres".




El país, 31 de agosto de 2009


domingo, 18 de octubre de 2015

¡El mundo es mucho más bonito ahora!






Un obrero ferroviario de Polonia, que emergió de un coma de 19 años, descubrió desconcertado que ya no hay comunismo en su patria, a lo que reaccionó exclamando: "El mundo es mucho más bonito ahora"...

Jan Grzebski, de 65 años, habló a un canal de televisión polaco unos dos meses después de salir del coma.

"Me despierto a las 7:00 de la mañana y me pongo a ver televisión", dijo Jan Grzebski, de 65 años, a la emisora de televisión TVN24, en declaraciones formuladas el fin de semana mientras yacía en la cama en la ciudad norteña de Dzialdowo.

Wojciech Pstragowski, un especialista en rehabilitación, dijo que Grzebski se sintió asombrado por los cambios en la economía polaca, especialmente en los negocios. Durante la época comunista, dijo, en las tiendas de comestibles, "los estantes sólo tenían mostaza y vinagre".

En 1988, Grzebski entró en coma tras resultar herido cuando intentaba conectar dos vagones de tren. Los médicos también encontraron un tumor en su cerebro y diagnosticaron que no podría vivir mucho tiempo, según informó el diario Gazeta Dzialdowska.

"Me sentía furiosa cada vez que alguien decía que gente así (como su marido) debían ser sometidas a la eutanasia, para que no sufrieran", dijo la mujer al periódico. "Yo creía que Janek se iba a recuperar", añadió, usando un cariñoso diminutivo del nombre de su marido.

"Estoy seguro que sin la dedicación de su esposa, el paciente no hubiera retornado en el buen estado en que lo hizo", reconoció Pstragowski.




AP. 11 de Abril de 2011


lunes, 12 de octubre de 2015

Encomio del tirano




Giorgio Manganelli


Es notorio que el tirano es lascivo, lujurioso, invasor de los cónyuges ajenos, adúltero, fornicador; si tiene mujer, por lo general le sirve como argumento de uxoricidio; si tiene una amante duradera, a veces la manda llamar, como hace con el bufón, pero a menudo la hace detenerse en la antecámara y después la manda de vuelta a sus habitaciones, siempre con ricos obsequios. Pero con ninguna mujer comparte las aflicciones de su poder. No es tiranía ésta, sino una secreta dulzura; puesto que sólo el tirano puede sostener el gravamen de la Tiranía no sufrida sino ejercida. Y ahora esto entiendo, que yo, bufón entre tus súbditos sobre quienes tienes poder de vida y de muerte, soy el único que no sufre tu tiranía; puesto que veo al tirano en cuanto tal, y sabiendo que sin el tirano yo no sería, yo asiento a la tiranía, es más, formo parte de ella. Del mismo modo que el tirano, el bufón no tiene mujer, sino muy de vez en cuando, como materia de pullas. Perdida la gracia insidiosa de la adolescencia, la mujer es algo obscena, es materia de risa; innoble risa pero ¿qué más queremos? Llegados a este punto es probable que se espere una “confesión del bufón”, género que en verdad ha tenido tanta fortuna que se ha convertido en un lugar común; naturalmente, no se trata nunca de bufones, ya que en ningún caso existía un tirano. Y si se hubiese tratado de un bufón genuino, y por lo tanto hubiera habido un tirano, ninguna confesión hubiera sido posible porque ni al tirano ni al bufón, en cuanto tales, en cuanto partes de un sistema cerrado y huraño, les es concedida la autobiografía. Por lo tanto diremos apresuradamente que, como todo aquello que le acaece al tirano forma parte de un razonamiento general acerca de la tiranía, así todo lo que le sucede al bufón, lascivo y fornicador en no menor grado que el tirano, pertenece enteramente a las figuras de la bufonería. Eso significa: no tener autobiografías. Debería decir que la tiranía está contenida en la bufonería como ésta en aquélla; en suma, que hay una complicidad tan estrecha que no hay por qué sorprenderse si muchos rasgos de la una son localizables en la otra, si bien es obviamente imposible distinguir de qué manera ciertos rasgos son propios de una o de la otra; y si bien nadie tiene dudas o perplejidades para distinguir la una de la otra. Como siempre, cuando estoy a punto de expresar una idea, cuando estoy tan próximo a un concepto que advierto su aliento áspero, me vuelvo torpe, y torpemente incapaz de pullas. ¿Tan indudable es además que no quepan dudas en el gesto de distinguir tiranía y bufonería? Dicho así, no parece que quepan dudas; pero piénsese cómo no resulta infrecuente que al bufón le complazca vestir vestiduras de estudiada magnificencia; y no resulta infrecuente que una cierta deformidad se halle en la definición del tirano; y, por último, ¿no será verdad que unos restos de singular —en el sentido de única— obscenidad es reconocible en la una y en la otra? Naturalmente, por qué no decirlo, la falta de caridad; pero, sobre todo, el disgusto de la gracia; y aquí me sustraigo a la tiranía de la ideas —ésta sólo tiranía, porque risa no alberga— dejando estas palabras en su bufonesca, ésta sí originaria e intacta bufonería, ambigüedad; donde caridad puede aludir al pordiosero atraído y astuto, cultor de su propia deformidad, obvio pariente del bufón, y la gracia puede ser aquello que alcanza a los condenados a muerte por tiranos burlones, y aquello que enflaquece los rasgos de un cuerpo deseable y frágil, y aquello que apresurada pero fragorosamente hace visible el entero mundo; acto, este último, propio de una situación refinadamente tiránica, que como tal permanece, se dé o no esa ambigua palabra que acaba de pronunciarse ahora, gracia. La gracia es graciosa, la gracia es suficiente, la gracia es soberana. Esto, si no me equivoco, son pullas, aunque de una clase algo peculiar; en todo caso, pullas de tiranos, que otras no se dan. Pero ahora surgen otros problemas, naturalmente risibles problemas de etiqueta; ¿por qué no nos hemos encontrado? Pero, antes, ¿vamos a hablar de los pronombres? Aquí cambio de capítulo.




 Breve fragmento de Encomio del tirano, Traducción de Carlos Gumpert, Siruela, 2003.