Juan Goytisolo
Cuando leí la propuesta de una
diputada argentina de trasladar solemnemente los restos mortales de Borges
desde Ginebra, en donde falleció, al cementerio bonaerense de La Recoleta para
su eterno reposo junto a los próceres y padres de la patria, incluida Evita
Perón, me puse a temblar. ¡Otra vez la ceremonia grandiosa, los discursos
grandilocuentes, la exposición del féretro en el Congreso de los Diputados, las
notas vibrantes del sacrosanto himno nacional! Quizás esta dichosa exhibición
de autobombo a la que son tan proclives -probablemente por contagió francés-
los países de lengua hispana convenga a los héroes y caudillos o a los vates y
artistas identificados con los valores y rasgos del país en el que nacieron.
Sería
puro disparate trasladar los restos de Borges desde Ginebra al cementerio de La
Recoleta. Pero, en el caso del autor de El Aleph, es puro
disparate. Borges, como los grandes creadores, disfruta del privilegio de la
extraterritorialidad. No pretendió hacer carrera alguna en el gremio de las
letras ni puede ser invocado por ninguna agrupación religiosa, ideológica ni
nacional. Como Joyce, Proust o Kafka pertenece a sus lectores. Su obra
concierne tanto a un lector argentino como a un árabe, chino, escandinavo o
brasileño. La tajante oposición de María Kodama al proyectado festival de
patriotismo y de uniformes de gala me llenó de alivio y reconocimiento.
Conservo fresco el recuerdo del
acarreo del cuerpo de Jean Moulin, el héroe de la Resistencia antinazi, paseado
con gran pompa por la Rue Soufflot hasta el Panteón mientras los altavoces y
los medios informativos transmitían el elogio fúnebre de André Malraux con el
tono a la vez emotivo y declamatorio adecuado a la circunstancia. Nadie había
solicitado obviamente la autorización del muerto para aquel magnificente
despliegue y pensé que su arriesgada acción clandestina no obedeció sin duda a
ningún anhelo de gloria. El fasto desplegado avivaba más bien la
autosatisfacción de los vivos y me pareció absurdo.
La distinción establecida por
Milan Kundera entre el pequeño contexto(el de la repercusión de la
obra de escritores y artistas en un ámbito local, provinciano, autonómico,
nacional) y el gran contexto (el de su aportación nueva y
fecunda a lo que yo llamo el árbol de la literatura) resulta indispensable para
entender que si este ceremonial elegiaco y necrófago conviene a los
representantes del primer apartado es a todas luces inútil y hasta grotesco
para los incluidos en el segundo en razón de su extraterritorialidad creadora.
En los países de nuestra lengua
resulta frecuente hallar bustos, estatuas y monumentos en honor de las glorias
locales y provinciales como recordatorio piadoso de su paso fugaz por el mundo:
dichos recordatorios, así como las fundaciones destinadas a perpetuar la
difusión de su labor de cara a las generaciones futuras, me parecen tan vanos
como patéticos. Nadie sabe si una obra será leída o no en los siglos venideros
(si es que la presencia humana en nuestro planeta minúsculo subsiste aún y si
el hábito de leer perdura). Borges, como Joyce, Proust o Kafka, no requieren
patrocinio alguno: su difusión es la del polen transportado por el viento, que,
como escribí a propósito de las Mil y una noches, disemina
"las semillas de las palabras a tierras remotas mediante una forma más
vasta y sutil de abejeo polinización".
Esta percepción de la realidad
humana no obsta así para que crea en la perdurabilidad relativa de las obras
representativas del gran contexto. Los novelistas antes citados
están ahí para demostrarlo. Mas ellos, y una pléyade de autores, ya fueren de
Grecia, Roma, Europa, India, Irán o Bagdad, no encarnan valores identitarios ni
esencias perennes. No forman parte de rebaño nacional alguno, y por ello mismo
no deberían ser manipulados post mortem por credos, patrias ni
ideologías. Transportar sus cadáveres a hombros de mílites o, peor aún, en
cureñas envueltas con la bandera del país natal, a algún templo o panteón
glorioso es una apropiación abusiva.
Quienes pertenecemos al club de
los agnósticos podemos invocar con orgullo no sólo a Sócrates, Epicuro, Omar
Jayam, Voltaire, Diderot y a los padres de la Revolución Francesa, sino también
a peninsulares de siglos lejanos, como esos "desarrados" (escépticos)
tan poco estudiados hasta la fecha reciente: desde algunos autores del Cancionero
de Baena al genial creador de La Celestina. Todos
ellos nos dicen de formas distintas que nada hay después de la muerte. Remover
huesos ilustres es por lo tanto vanitas vanitatum, et omnia vanitas. La
felizmente frustrada exhumación/inhumación de Borges -el traslado de sus restos
con escolta de honor- subraya la conveniencia de una incineración generalizada
para evitar en adelante tanta fanfarria e interesada promoción.
Suscribo del todo las últimas
voluntades del pedagogo y dirigente republicano Francisco Ferrer Guardia
dictadas al notario Permanyer antes de su bochornosa ejecución por fusilamiento
en las fosas del castillo de Montjuïc, falsamente acusado de los sucesos de la
llamada Semana Trágica barcelonesa: "Deseo que en ninguna
ocasión ni próxima ni lejana, ni por uno ni otro motivo, haya manifestaciones
de carácter religioso o político ante los restos míos, porque considero que el
tiempo que se emplea ocupándose de los muertos sería mejor destinarlo a mejorar
la condición en que viven los vivos, teniendo gran necesidad de ello casi todos
los hombres".
El país, 31 de agosto de 2009
No hay comentarios:
Publicar un comentario