sábado, 4 de julio de 2015

Aviso a los náufragos




Paulo Leminski


Esta página, por ejemplo
no nació para ser leída.
Nació para ser pálida,
un mero plagio de la Ilíada,
alguna cosa que cala,
hoja que vuelve a la rama,
mucho después de caída.

Nació para ser playa,
quién sabe Andrómeda, Antártida,
Himalaya, sílaba sentida,
nació para ser última
la que no nació todavía.

Palabras traídas de lejos
por las aguas del Nilo,
un día, esta página, papiro,
va tener que ser traducida,
para el símbolo, para el sánscrito,
para todos los dialectos de la India,
va tener que decir buen día
a lo que sólo se dice al pie del olvido,
va tener que ser la piedra brusca
donde alguien dejó caer el vidrio.

¿No es así que es la vida?




Traducción: Carlos Riccardo






martes, 30 de junio de 2015

martes, 23 de junio de 2015

Informe



Czeslaw Milosz



Oh, señor, quisiste hacer de mí un poeta, y ahora es el momento de hacer el informe.

Mi corazón está lleno de agradecimiento, aunque haya conocido el infortunio de este oficio.

Al practicarlo, llegamos a conocer demasiado sobre la extravagante naturaleza del hombre.

A quien cada día, cada hora y cada año le domina la fantasía.

La fantasía, cuando construye fortalezas de arena y colecciona sellos, y se admira a sí mismo en el espejo.

Y se concede la primacía en el deporte, en el poder y en el amor, y al atesorar dinero.

En la frontera, en la frágil frontera tras la que se extiende un país de quejas y de balbuceos.

Porque en cada uno de nosotros se agita un conejo loco y aúlla una manada de lobos hasta que tememos que otros lo vayan a oír.

De la fantasía surge la poesía, que reconoce su tara.

Aunque sólo al recordar los poemas que escribió su autor siente toda la vergüenza de la fantasía.

Y, con todo, no puede soportar otro poeta a su lado si sospecha que es mejor que él, y le envidia todos los elogios.

Dispuesto no sólo a matarlo, sino también a destrozarlo y a borrarlo de la faz de la tierra.

Hasta que quede él solo, magnánimo y benévolo con sus subordinados, que persiguen pequeñas fantasías.

Así, ¿cómo puede ser que de unos inicios tan viles nazca la excelsitud de la palabra?

He acumulado libros de poetas de varios países, los tengo ahora conmigo y estoy asombrado.

Y es dulce pensar que fui su compañero en esta expedición que nunca se detiene, aunque transcurran los siglos.

Una expedición no del vellocino de oro de la forma perfecta, aunque necesaria como el amor.

Bajo presión del anhelo amoroso para llegar a la esencia del roble y de la cima montañosa, y de la avispa y de la flor de la capuchina.

Porque, en su duración, confirmen nuestra himnicidad frente a la muerte.

Confirmen nuestro pensamiento cordial sobre todos los que, como nosotros, existieron, llegaron a alcanzarlo y no pudieron nombrarlo.

Porque existir en la tierra ya es demasiado para cualquier denominación.

Nos apoyamos fraternalmente, olvidando el daño, traduciéndonos unos a otros en otras lenguas, realmente miembros de una tripulación errante.

¿Cómo pues, no podría estar agradecido, si pronto recibí la llamada y la incomprensible contradicción no me ha arrebatado
mi asombro?

A cada salida del sol renuncio a las dubitaciones de la noche y saludo el nuevo día de una valiosa fantasía. 



Traducción: Xavier Farré 



Tomado de “A la orilla del río”, TIERRA INALCANZABLE, Galaxia Gutenberg, pp.331







viernes, 12 de junio de 2015

Severo Sarduy: una necesaria relectura



Juan Goytisolo


A los quince años de la muerte de su autor, la obra de Severo Sarduy parece haber caído si no en el olvido, en una especie de prolongada hibernación. Varias razones, atribuibles unas al propio Severo, y otras al descuido e inepcia de la crítica, tanto en Francia y España como en Hispanoamérica, explican, ya que no justifican, esta deplorable negligencia. La personalidad de Sarduy y su brillo estelar en la agitada y voluble intelectualidad parisiense del período que abarca desde mediados de los sesenta al comienzo de los ochenta del pasado siglo desdibujó en efecto la frontera entre la figura pública y su escrupulosa creación novelística. El autor ocurrente y mundano, asiduo de los cafés y cenáculos de la Rive Gauche, se puso de moda, exponiéndose con ello a su fatídica consecuencia: pasar de ella, con esa reiteración de las olas que orillan y mueren en la arena de un sistema tan bien descrito por su amigo Roland Barthes. Lo efímero de la actualidad —¡la nouvelle vague!— ocultó de este modo lo perdurable de su modernidad. Desaparecidos algunos de sus mentores, los que sobreviven han mostrado con su oportunismo, y a veces chaqueteo, una lamentable ingratitud con quien alzaron y llevaron en hombros en vida.
Severo Sarduy, becado en París por el gobierno cubano al principio de la Revolución y alejado no sólo físicamente de ésta en razón de su credo artístico y de su no disimulada homosexualidad, entró en contacto con la vanguardia literaria francesa de la mano de François Wahl tras la publicación de su primera novela, Gestos, editada en España por Seix Barral. Con la sonada ruptura entre Pekín y Moscú a causa del denostado «revisionismo» Jruschoviano, el núcleo de escritores aglutinados en torno a la revista Tel Quel se entregó con inconmovible fervor a la defensa del maoísmo. Las inolvidables jornadas del Mayo francés, en las que Severo participó festivamente en el happening de la ocupación de Odeón, abrieron las compuertas a una especie de culto de latría a la persona y obra del Gran Timonel y a las perspectivas del Mañana Luminoso que supuestamente abrían (espejismo al que yo mismo cedí durante un lapso por fortuna brevísimo). A alguien que, como Severo, sabía a qué atenerse por el ejemplo cubano, le tocó vivir una experiencia insólita: la de hallarse atrapado, en una sociedad libre, en un círculo de inexorable rigor doctrinal. En una excelente entrevista publicada en la revista Espiral, el pintor Ramón Alejandro, amigo de Sarduy y de sus compadres de medineo por los lugares poco santos de Tánger, evoca sus precauciones y autocensura de aquellos años. Su testimonio no tiene desperdicio.
La antinomia existente entre el libérrimo autor de De donde son los cantantes y el intelectual asociado exteriormente con el núcleo de Sollers, Foucault y François Wahl, no perjudicó no obstante su aventura creativa. Fuera de la excesiva sobrecarga teórica de Cobra —toda propuesta literaria nueva implica una dimensión experimental pero aquella, para cuajar, no debe mostrar la hilaza—, su novelística posterior revela un admirable proceso de madurez y decantación: la sabia conjugación de su triple herencia hispano-chino-africana representativa del singular mestizaje de la isla. Maitreya, Colibrí, Cocuyo entremezclan la gozosa tradición del choteo con la elaboración refinada de quien se toma su obra muy a pecho: su relectura hoy no decepciona; conserva, al revés, todo su acicate para el amante de la dimensión artística de la literatura.
Bajo su apariencia de frivolidad y mariposeo cultural, Severo fue un gran artista, dotado, como García Lorca, de notables facultades de poeta, dramaturgo y pintor. Una muestra de esta última faceta de su talento en una conocida galería del bulevar Saint-Germain —la última vez que lo vi en persona— evidenciaba la capacidad del autor de asumir y sincretizar las diversas raíces de su cultura. Me sospechaba ya de que era víctima del «monstruo de las dos sílabas» y, por espacio de unos meses, nuestra relación amistosa se redujo a una mera comunicación telefónica. Si la noticia de su muerte me afectó, la impresión fue todavía mayor cuando leí el texto póstumo titulado «El estampido de la vacuidad», en el que el poeta gongorino y lezamiano alcanza la difícil y nítida desnudez de un San Juan de la Cruz; la lucidez y el desarrimo de un místico.
He escrito varios ensayos sobre la labor creativa de mi amigo desde que le dediqué un cursillo —junto a su compatriota Lezama Lima y Cabrera Infante— en la New York University a comienzos de los setenta del siglo que quedó atrás —amén del homenaje que le rindo en un capítulo de mi Carajicomedia—, pero no quiero desaprovechar la oportunidad de añadir estas líneas a la publicación de este libro después de tantos años de injusto silencio.





Tomado de Centro Virtual Cervantes



martes, 26 de mayo de 2015

El llanto de la excavadora (I y II)



Pier Paolo Pasolini                                         


I
    
Solo el amar, solo el conocer
cuenta, no el haber amado,
no el haber conocido. Angustia
    
vivir de un amor acabado.
El alma no crece más.
Aquí en el encantado calor
  
de la noche que plena acá abajo
entre las curvas del río y las aturdidas
visiones de la ciudad regada de luces
    
resuena todavía con mil vidas,
desamor, misterio y miseria
de los sentidos, haciéndome enemigas

las formas del mundo que hasta ayer
eran mi razón de existir.
Aburrido, cansado, regresar a casa
    
por negras plazuelas de mercados,
tristes calles junto al puerto fluvial,
entre barracas y almacenes que alcanzan
 
los últimos prados. Allí el silencio
es mortal, pero abajo, en avenida Marconi,
en la estación de Trastévere, la tarde resulta

todavía dulce. A sus distritos, 
a sus suburbios regresan, en motos,
de overol o en pantalones de trabajo,
    
mas impulsados por un festivo ardor,
los jóvenes con sus compañeros en los sillines,
riendo, sucios. Los últimos clientes

charlan de pie en voz alta, en la noche,
aquí y allá, en las mesas de los locales
aún luminosos y semivacíos.

Estupenda y mísera ciudad,
que me enseñaste eso que los hombres,
alegres y feroces, aprenden de niños,
    
las pequeñas cosas en las que se descubre
en paz, la grandeza de la vida, como el andar
firmes y presurosos entre el gentío
    
de las calles, dirigirse a otro hombre
sin temblar, no avergonzarse
de mirar el dinero contado

con dedos perezosos por el dependiente
que suda a la carrera ante las fachadas
con su eterno color de verano;

a defenderme, a ofender, a tener
el mundo delante de los ojos
y no solamente en el corazón,

a comprender que pocos conocen
las pasiones en las que he vivido,
que no me son fraternos, pero

sí hermanos en el poseer pasiones
de hombres que alegres,
inconscientes, enteros,
    
viven de experiencias
para mí ignotas. Estupenda y mísera
ciudad que me obligaste
       
a experimentar aquella vida
desconocida, hasta hacerme descubrir
eso que era, en cada uno, el mundo.

Una luna moribunda en el silencio,
que de sí misma vive, palidece entre ardores
violentos, que miserablemente sobre la tierra
    
muda de vida, con bellas avenidas,
viejas callejuelas, sin dar luz deslumbra,
y refleja, en todo el mundo,
    
allá arriba, un poco de las cálidas nubes.
Es la noche más bella del verano.
Trastévere, con un olor de paja
    
de viejos establos, de vaciadas
hosterías, todavía no duerme.
Las esquinas oscuras, las plácidas paredes

resuenan con encantados rumores.
Hombres y muchachos regresan a casa
-ya solos bajo festones de luces-

hacia sus callejones atestados de oscuridad
y basura, con ese paso blando
que invadía más el alma
    
cuando verdaderamente amaba, cuando
verdaderamente quería comprender.
Y, como entonces, desaparecen cantando.


II
    
   
Pobre como un gato del Coliseo, 
vivía en una barriada todo cal
y polvareda, lejos de la ciudad
 
y del campo, apretujado cada día
en un autobús agonizante,
y cada ida, cada vuelta,
    
era un calvario de sudor y de ansias.
Largas caminatas en la cálida calígene,
largos crepúsculos ante los papeles

amontonados en la mesa, entre calles
fangosas, muritos y casitas bañadas de cal,
desbaratadas, con cortinas por puertas…

Pasan el aceitunero, el trapero, 
viniendo de cualquier otra barriada,
con la polvorienta mercancía que parecía
 
fruto de un robo, y la cara cruel
de jóvenes avejentados entre los vicios
de quien tiene una madre dura y hambrienta.

Renovado por el nuevo mundo, libre,
–una llamarada, un aliento
que no sé expresar- daba a la realidad
    
humilde y sucia, confusa e inmensa,
hormigueante en la periferia meridional,
un sentido de serena piedad.
      
Un alma en mí, que no solo era mía, 
una pequeña alma en aquel mundo
sin confines, crecía, nutrida de la alegría
    
de quien amaba aun sin ser amado.
Y todo se iluminaba de este amor.
Quizás de muchacho, heroicamente,  
    
pero madurado en esa experiencia
que nacía a los pies de la historia.
Estaba al centro del mundo, en aquel mundo
    
de barriadas tristes, beduinas,
de praderas amarillas arrasadas
por un viento siempre brutal,
    
viniera del cálido mar de Fiumicino,
o de la tierra, donde se perdía
la ciudad entre tugurios; en aquel mundo
    
que solamente podía dominar,
cuadrado espectro amarillento
en la calima amarillenta,
  
agujerada por mil filas iguales
de ventanas enrejadas, la Penitenciaría
entre viejos campos y casuchas dormidas.

Los papeluchos y el polvo que ciego
el vientecillo arrastraba de aquí para allá,
las pobres voces sin eco
    
de mujercitas llegadas de los montes
Sabini, del Adriático, y aquí
acampadas ya con montones
    
de depauperados y rudos chiquillos, 
escandalosos, en raídas camisetas,
en grises, quemados calzoncillos,
   
los soles africanos, las lluvias agitadas
que convertían en torrentes de fango
los caminos, los autobuses del paradero

atascados en un ángulo
entre una última franja de hierba blanca
y algún áspero, ardiente vertedero…
    
era el centro del mundo, tal como
mi amor por todo eso estaba al centro
de la historia, y en esta madurez
   
que por ser naciente
era todavía amor, todo estaba
por aclararse -¡estaba
    
claro! Aquel barrio desnudo al viento,
no romano, no meridional,
no obrero, era la vida
 
en su luz más actual:
vida, y luz de la vida, plena
en el caos todavía no proletario,
    
como la quiere el burdo periódico
de la célula, el último
revuelo de la prensa: hueso
    
de la existencia cotidiana,
pura, para ser incluso demasiado
próxima, absoluta para ser   

incluso demasiado míseramente humana. 




Traducción de Pedro Marqués de Armas


Tomado de Potemkin ediciones, núm. 9, octubre-diciembre, 2014