jueves, 12 de febrero de 2015

Vademécum del Cordianismo




Magdalena Duany



Motín del 47

Aún se conservan documentos, cartas, certificados de defunción de ambos bandos. Julio Cesar Cordero de León, biógrafo oficial de Cordia, da fe de ello en Un Líder, un camino: que fue Cordia y no Echemendía quien incitó a los barequianos a lanzar cócteles molotov en cines, fábricas y hoteles y, a asaltar por último la radio y la televisión. El hecho se conoció en Barequia como La Revolución de los Colonios.


Sobre el carácter de los colonios

Aunque recelosos y un tanto nostálgicos, los colonios son  resistentes a las inclemencias del tiempo; taimados y a la vez pachangueros, aman empedernidamente el arroz, la tuberina (especie de ñame azul o violáceo) y las bebidas destiladas. Tienen aptitudes extraordinarias para camuflarse, aprender lenguas, improvisar discursos, cantar y bailar. Pero no para trabajar la tierra, tal vez por lo fácil que resulta.


¿No es verdad que suena bonito?

“Todos los hombres son iguales y tienen los mismos derechos”. En esta cita se apoyó Cordia cuando instauró penas como la ejecución por apaleamiento, la horca express y el paredón... Léase Suplicio en las Islas de Tawanda Dawn.


Quinto Tratado de la Era de la Rectificación

(Puntos decisivos)

1-Habiendo venido a nuestra tierra con intenciones divisionistas, oscuras y mercenarias, cumpliremos el protocolo internacional de enjuiciamiento por alta traición.
2- No habrá linchamientos ni arbitrariedades por parte de colonios sin rango militar. Ofreceremos al enemigo todas las garantías legales.
3-La pena capital será ejecutada en hora y lugar reservados sin presencia de testigos ni prensa.
4- Los cuerpos de los ajusticiados no tendrán derecho a sepultura. Sus restos no mancillarán a nuestros sagrados y honoríficos muertos.


Particularidades de los Fosos del Silencio

Después de la invasión de Playa Caguao, donde los muertos pacían en las cunetas, Colon Cordia firmó un decreto que llamó “Derechos del invasor a sepultura en suelo nacional”. En la misma especificaba que pasadas las 24 horas de exposición a la intemperie, y con el fin de no comprometer la higiene ni el erario público, el cadáver debía ser trasladado a los Fosos del Silencio.

De estos Fosos hay de sobra en todo lo largo y ancho de Barequia. Solo alrededor de Ciudad Barequia, la antigua capital de los barequianos, ahora Coloni Sur, existen veintinueve. Lugar encantador, rodeado de aguas y de una vegetación lujuriante, dispone de plazas, efigies de próceres, plataformas de observación, rampas para misiles y tanques de guerra.

Los Fosos del Silencio están escoltados por espléndidos jardines que los turistas pueden apreciar desde la terraza de la Torre Cordia, la más emblemática de Barequia. Allí se alza, a 68 años de la liberación, el Fuego de la Libertad. 

Pero los Fosos no son otra cosa que inmensos macizos de hormigón armado, cuya misión es desafiar el rigor del tiempo. Todos revestidos de una capa de cal que se retoca de tanto en tanto. La profundidad de dichas construcciones, de aspecto piramidal, varía entre los cincuenta metros a cien de diámetro, por quince a treinta de alto. Según Stvenson Kent, no hay tumbas ni osarios en su interior, sino un pozo circular al que se lanzan los despojos humanos.

La putrefacción no es problema para nadie, ya que al no tener cubierta, esto es, techos, las legiones de buitres hacen su labor de higienización.

Todo en Barequia es comedidamente planificado. Por lo que señala el autor de Rebelión o política en las postrimerías del siglo XX: “Cada Foso del Silencio está resguardado por parapetos de veinte metros de altura que impiden la vista de aquel formidable y repugnante interior. Y aunque aseguran que no hay un solo nativo traidor, allí se acumulan, como por ensalmo, generaciones y generaciones de barequianos o colonios convertidos en montañas de hueso y pelo. No obstante lo arcaico que pueda parecer el Cordianismo en la Era de la globalización, Colon Cordia tiene el mérito de haber sido el primer mandatario del hemisferio en erradicar la pena de muerte por garrote vil, sustituyéndola por otras más expeditas o modernas”.




Magdalena Duany (Quito, 1981). Doctora en Antropología. Profesora adjunta del American Samoa Community College, donde desarrolla un proyecto sobre eco-economía sostenible y biodiversidad. Radica en Samoa desde 2014. 




martes, 10 de febrero de 2015

Chinesias




Rolando Sánchez Mejías


El Barrio Chino de la Habana –situado alrededor de la calle Zanja, que en sus viejos tiempos fue eso: una zanja-, en los años que me gustaba caminarlo, no fue en busca de algo asiático, sino más bien búsqueda de un lugar que carecía de identidad; o más exacto lugar cuya identidad, por extraña, por ligeramente amenazante, conminaba al paseito, a mis no menos deplorables correrías por una Habana que también, por aquellos años –hablo de la década de 1990-, se me volvía ligeramente amenazante. Hoy, remendado el barrio, remedado en lo que pudo ser,  es un Asia de cartón.
 
Y dije paseito porque no quiero ofrecer la idea de que yo era un paseante o flâneur al estilo Baudelaire; ni siquiera al estilo de los paseos esquizo-románticos de un Robert Walser; ni, mucho menos de los paseos de tritón trotón, del inmenso –en obra y gordura- poeta cubano José Lezama Lima, vasco con ojitos de chino acriollado, acrisolado. (Aún queda gente que se pasea, en la Habana, por la Habana, como si la Habana fuera una Ruina gratificante, una Ruina Elegante; de Baudelaire, les queda la cáscara, o la cascarilla [cascarilla: polvo blanco de la cáscara del huevo que se utilizaba para talco y afeites y luego para “limpiezas y resguardos y otros oscuros menesteres”. Porque Baudelaire era lo suficientemente moderno -así son los románticos de pura cepa- para querer ver, lo antiguo-y-nuevo, de un único y súbito coup d´oeil. Mirón trocado en visionario.
 
En realidad, yo no sirvo para pasear. O avanzo muy rápido dando zancadas y zancadillas de desconcierto, o muy lento haciendo “cruzas” de rostros y animales (en Barcelona la gente suele pasearse con perros, incluso he visto a uno que otro gato halado, alado por correa) y pedazos de fachadas, recortado, todo esto, contra un cielito lindo mediterráneo.
 
Así, caminoteando, en 1997, fue que vi, apenas a un mes de mi llegada, a mi primer chino barcelonés. Yo iba por “Joaquín Costa”, y en el cruce de “Ferlandina” con “Joaquin Costa”, vi a mi chino. Es curioso, porque yo ya había intentado ver chinos en lo que aún, a veces, como en lapsus linguae o lapsus topológico, se denomina Barrio Chino de Barcelona. Y no había visto ni uno de tales chinos, cuando los chinos, los asiáticos, los otros, casi por definición, deberían ser legión. 
 
Supongo que para un barcelonés o un payés que jamás hubiera visto en vida a un chino, el ejercicio o experiencia de definirlo –ya no digo describirlo – como chino habría sido, qué duda cabe, extremadamente arduo, complicado, laborioso. A diferencia de un negro (excepto los indianos, muchos en Cataluña no sabían qué cosa, bestia o bestiola, era un negro), de un marroquí, o de un paquistaní (experiencias de conocimiento o reconocimiento que en su momento histórico han sido también laboriosas para un payés o un barcelonés), un chino puede correr la suerte, o desgracia, de no ser reconocido, ni siquiera conocido, a primera vista. Se le con-funde con filipino, o se le hunde en las lindes mogólicas o mongólicas de la estepa rusa, o se trastoca en homo japonicus o, como le pasa a un joveneto y amigo poeta cubano mío –usaba, en los 90, en la Habana, bigotes torcidos hacia arriba-, se le atribuía –a él, cruce de mulata y cantonés- la etnia chino-malaya, como uno de esos personajes de Salgari que se mal oculta entre las lianas de un árbol de malanga.

Volviendo al chino de marras, debo confesar que me detuve alborozado, por no decir alborotado. No era, exactamente, mi chino, como los chinos que yo había visto, conocido o frecuentado en Cuba; aunque tampoco era tan diferente como para excluirlo de aquello que yo entendía por ser o parecer chino. 

No voy a decir que portaba ojos rasgados porque sería abundar en detalles probablemente inocuos para definir a un chino que –coloquémonos en su oblicuo punto de vista-, serían detalles anodinos, digamos poco… chinos. ¡Porque, para hablar en plata, y no dar la lata, como quieren los nuevos y viejos confucianos, el chino de marras llevaba gafas! ¡Oscuras y relucientes gafas Armani que reflejaron por un instante -¡y sólo por un instante!-, los ojos míos que le miraban!

Y ahora voy a citar de golpe y en seguidilla, cinco preciosos “haikus” de Antonio Machado (“Proverbios y cantares”), para que no digan que no quiero remachar la idea, harto brumosa, que tengo, o me tiene suspendido, in mente:

El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.

Busca a tu complementario,
que marcha siempre contigo,
y suele ser tu contrario.

Busca en tu prójimo espejo;
pero no para afeitarte,
ni para teñirte el pelo.

  
Por otra parte -y nunca mejor dicho por otra parte- ya algunos alemanes “ilustrados”, como el pícaro Lichtenberg (Aforismos), habían oído o leído o visto, imágenes-compuestas como las siguientes, que habría suscrito el mismo Voltaire y, por qué no, buena porción de jesuitas misioneros:

En invierno, los chinos se ponen a menudo de 13 a 14 prendas de vestir una sobre otra, y, en vez de manguito, llevan en la mano una codorniz viva.

Ya Aristóteles –nuestro primer gran jesuita del pensamiento- había llegado –antes que yo ante mi chino-, a una idea brumosa, pero harto cadenciosa como para no ser tomada en cuenta: nadie sabe qué cosa sea lo que no es. 

Y, sin embargo: ¿a quién que sea, o que quiera ser, proyecto de hombre u homínido, más o menos ilustrado, no le atormentan ideas malas, incluso ideas buenas, todas en un mismo saco? Imaginación, Espíritu Secular y prosa de la vida, no siempre son buenos compañeros –como el gato y la zorra de Pinocho- pero quizás son, por ahora, nuestros mejores compañeros de viaje -si logramos añadir (esfuerzo des-Comunal) la corazonada que casi, casi, podemos sentir ante ese otro que es el “otro”: amigo o enemigo. 

En Papá Goriot, Balzac (adjudicándole a Rousseau una idea de Diderot acerca de la tiránica y trágica relación entre lejanía y sentimientos morales), le hace decir a Rastignac, que le habla a un amigo:

-Me atormentan ideas malas. ¿Has leído a Rousseau? 
-Sí.
-¿Recuerdas aquel pasaje en que le preguntaba al lector qué haría si pudiera enriquecerse matando en China, con su sola voluntad, a un anciano mandarín, sin moverse de París?
-Sí.
-¿Y entonces?
-¡Bah! Yo ya voy por el trigésimo tercero mandarín.
-Coño, no hagas bromas. Veamos, si se te demostrara que el asunto es posible, y que bastara con un gesto de la cabeza, ¿tú lo harías?
-¿Es muy viejo el mandarín? Bah, joven o viejo, paralítico o sano, a fe mía… ¡Caramba! ¡Pues no lo haría!





Tomado de La Habana Elegante, no 54, otoño-invierno de 2013. 


domingo, 8 de febrero de 2015

Irrevocablemente




Alfonso Cortés


Por donde quiera que escudriña la mirada,
sólo encuentra los pálidos pantanos de la Nada;
flores marchitas, aves sin rumbo, nubes muertas...
¡Ya no abrió nunca el cielo ni la tierra sus puertas!
Días de lasitud, desesperanza y tedio;
¡No hay más para la vida que el fúnebre remedio
de la muerte, no hay más! ¡No hay más! No hay más
que caer como un punto negro y vago
en la onda lívida del lago,
para siempre jamás...






jueves, 5 de febrero de 2015

Alexis o la Dianética



                                  
Dolores Labarcena


Cuando Sara descolgó el teléfono y una voz familiar le informó que había descuartizado a su hija y arrojado sus miembros al río (“bracitos y piernas flotando corriente abajo”, dijo), corroboró de inmediato su dictamen. Su marido y padre de la criatura, el escritor y maestro de Cienciología Ron Hubbard, siempre lo dio por hecho, era un loco de atar; estaba segura, sin embargo, que la había secuestrado. Aunque la policía al final consideró el asunto “desavenencias domésticas”, Sara no sólo sostuvo el recurso de hábeas corpus sino que se fue al condado de Los Ángeles donde, a público y subasta, le planteó el divorcio, develando a los medios que su matrimonio era una farsa: Hubbard ya estaba casado.

No me detendré en el escándalo mediático en que se vio envuelto Hubbard, ya entonces suficientemente famoso, ni en la promiscua trayectoria de Sara desde sus tiempos de ocultista en el Templi Orientis bajo el liderazgo de Aleister Crowley, sino en Alexis, la niña. Según el padre, y a ojos de muchos acólitos, Alexis fue el primer “bebé dianético” del mundo, protegido desde el nacimiento contra cualquier disturbio o conflicto. Al contrario de un bebé común, había hablado a los tres meses, a los cuatro gateó, y a los once, mantenía un diálogo con cualquier adulto. Por estas dotes que la hacían envidiablemente única y que tanto la emparentaban a él, alegando “lavados de cerebro” por parte de la madre, un celoso y despechado Hubbard la secuestró. 

El camino de huida o salvación pasaba por Chicago, donde se presentó ante un psicólogo a fin de contrarrestar la acusación de su mujer de que era un esquizofrénico de primer orden. El psicólogo le realizó varios exámenes, entre ellos el test de Rorschach, y concluyó que se trataba de una persona creativa, cuyos bandazos nerviosos se explicaban por problemas en el seno familiar. Contento con el resultado efectuó la referida llamada y se dirigió luego a la sede central de la Fundación Dianética, en Elizabeth, New Jersey, donde hizo un alto para proseguir a Florida, pues tenía la intención de escribir su próximo libro y requería de un clima más agradable. Sin embargo, después de algunos días en Tampa y todavía muy tenso por su delicada situación, pensó: por qué no a Cuba.

Claro que no le importaban el calor ni los cocoteros; la elección fue netamente geográfica, Cuba es una isla. ¿A quién se le ocurriría buscarlo allí? Así que al llegar a La Habana en febrero de 1951, junto a su ayudante Mille y la pequeña Alexis, se hospedó en un hotel del Paseo del Prado, no sin antes alquilar una máquina de escribir. Allí permanecieron solo dos noches en las que Hubbard trabajó de corrido, entre el ruido de las tuberías, las vitrolas y el llanto de Alexis, en lo que a la postre sería La ciencia de la supervivencia, obra que terminó semanas más tarde en un cómodo apartamento del Vedado con ayuda de una y otra botella de ron. En cuanto a Alexis, se encargaron un par de niñeras jamaicanas.

Al parecer, poco debió tentarlo la ciudad. Un hombre que lucha contra Xenu, tirano galáctico gobernante de la Confederación Galáctica con sede en la estrella Markab, podía darse el lujo de plantarse un casco, metafóricamente hablando, contra las interferencias externas. De modo que concluyó sus apuntes sobre la “Escala de Tonos”, teoría según la cual el ser humano debía liberarse pasando por diversos niveles, dejando atrás el odio, la ira y las ambiciones hasta llegar al Thetan Operativo, o TO, algo que ni siquiera Buda o Jesucristo  alcanzaron.

Sin embargo, ya en “busca y captura” por el FBI y viendo perseguidores apostados en todas partes, decidió escribirle a Sara comunicándole su paradero. En la carta decía algo así: “Estoy en un hospital militar en Cuba a punto de ser repatriado a los Estados Unidos como científico clasificado inmune a cualquier clase de interferencia”. Había terminado allí supuestamente por una parálisis del lado derecho, que adjudicaba a actos de magia negra por parte de sus enemigos. Añadía que Alexis estaba recibiendo excelentes cuidados y en postdata agregaba: “La Dianética durará 10.000 años”.

Al salir del hospital se presentó en la embajada de su país y alegó que estaba siendo objeto de persecución por los comunistas, quienes querían apropiarse de su manuscrito. El agregado consular, sumamente escéptico, envió de inmediato un telegrama al FBI en Washington pidiendo instrucciones sobre un visitante al que describía, entre otros rasgos, con “ojos bien desorbitados”. La réplica fue escueta pero de algún modo quitaba hierro al asunto: “Que regrese…”.   Y en efecto, eso hizo. Pero valiéndose de sus relaciones con el poderoso magnate Mr. Purcell, aviesamente interesado en la Dianética, quien fletara un avión que lo llevó hasta el aeropuerto de Wichita, donde aterrizó vestido con una guayabera color crema y lo esperaba una multitud de simpatizantes. A poco, escribiría una carta al fiscal general en la que se autotitula “científico del campo de los fenómenos atómicos y moleculares”, y en la cual, aprovechándose del apogeo del macartismo acusa a Sara de infiltrada comunista en la fundación Dianética, así como a su amante Miles Hollister, y a Gregory Hemingway, hijo del escritor. “¿Cuándo, cuándo tendremos una buena redada?”



El divorcio se llevó a término. Sara retiró los cargos de “estrangulaciones y experimentos científicos” e incluso las acusaciones de esquizofrénico, calificándolo ahora de “hombre fino y brillante” y, en cambio, Hubbard le entregó a Alexis. El trato consistía en que si la custodia le pertenecía a la madre, Hubbard la desheredaría de por vida, y así lo hizo.   

Según sus biógrafos (y esto explica, diría cualquier psicólogo, su identificación narcisista con Alexis) ya a los tres años Hubbard domaba caballos, a los cuatro se postulaba “hermano de sangre” de los indios pies negros y a los doce era el Eagle Scout más joven de Estados Unidos. Entre 1925 y 1929 estudió en China, India y el Tíbet, aprendiendo de los más altos maestros, gnósticos y gurús las enseñanzas del jainismo, zoroastrismo, bahaísmo, sijismo y budismo. Habría combatido, además, en la Segunda Guerra Mundial, sufriendo graves lesiones por las que ganó honrosamente la medalla al valor. Pero sin embargo ninguno alude a sus tempranos cambios de humor, ni encaran aquella frase de su juventud: “Me gustaría comenzar una religión. ¡Ahí es donde está el dinero!” Se saltan sus biográficos, igualmente, su homofobia, la que arrastró a Quentin, uno de sus hijos, al suicidio. Tras haberle expresado al padre que deseaba ser bailarín, y que dejaba la Cienciología, Quentin conectó una manguera al tubo de escape de su automóvil.  Pero lo que más llama mi atención al leer su biografía es el “Electrómetro”, un aparato que inventó en 1968 y que según Hubbard podía calcular el sufrimiento al que es sometido un tomate cuando se corta en rebanadas. Actualmente se expone en el Nonseum de Herrnbaumgarten, un pueblito cerca de Viena, donde comparte espacio con la Sub-ametralladora M3 de cañón curvo y el Escarba Nariz mecánico.




miércoles, 4 de febrero de 2015

El día en que murió Lady



Frank O'Hara


Son las 12:20 en Nueva York un viernes
tres días después del día de la Bastilla, sí
es 1959 y voy a que me limpien los zapatos
porque a las 7:15 me apearé del tren de las 4:19
en Easthampton y luego me iré directamente a cenar
y no conozco la gente que me dará de comer

camino por la calle bochornosa que empieza a asolearse
y me tomo una hamburguesa con un batido de malta y compro
un horrible New World Writing para ver lo que los poetas
de Ghana están haciendo hoy en día

sigo hasta el banco y la señorita
Stillwagon (una vez oí que su nombre de pila es Linda)
por primera vez en su vida ni siquiera se fija en mi saldo
y en el Golden Griffin consigo un pequeño Verlaine
para Patsy con dibujos de Bonnard aunque también
pienso en Hesíodo, trad. Richmond Lattimore o
la nueva obra de Brendan Behan o Le Balcon o Les Nègres
de Genet, pero no, me hago con el Verlaine
después de quedarme prácticamente dormido ante el dilema

y sólo por Mike curioseo en la tienda de licores de
Park Lane y pido una botella de Strega y
luego vuelvo por donde vine hasta la Sexta Avenida
y la tabaquería en el teatro Ziegfield y pido
como por casualidad un cartón de Gauloises y un cartón
de Picayunes, y un New York Post con la cara de ella

y para entonces estoy sudando cantidad y me acuerdo
apoyado en la puerta de los lavabos en el 5 Spot
mientras ella susurraba una canción en el teclado
para Mal Waldron y todo el mundo y yo conteníamos el aliento




Traducción de Jorge Ordaz