viernes, 7 de noviembre de 2014

Lo que necesito urgentemente





Nicanor Parra



es una María Kodama
que se haga cargo de la biblioteca
alguien que quiera fotografiarse conmigo
para pasar a la posteridad
una mujer de sexo femenino
sueño dorado de todo gran creador
es decir una rubia despampanante
que no le tenga asco a las arrugas
en lo posible de primera mano
cero kilómetro para ser + preciso
o en su defecto una mulata de fuego
no sé si me explico:
honor y gloria a los veteranos del 69!
con una viuda joven en el horizonte
el tiempo no transcurre
¡se resolvieron todos los problemas!
el ataúd se ve color de rosa
hasta los dolores de guata
provocados x los académicos de Estocolmo
desaparecen como x encanto




Los especialistas




Omar Pérez


La poesía es una casa abierta; casa sin puertas, tal
vez puerta sin casa.
A veces hay luz, eléctrica, de electricidad fascinante.
A veces hay oscuridad que no obedece a ninguna
falla en el sistema.
Alguien, porque cree que siempre debe haber luz,
se asusta porque no la hay,
cree que algún desastre debe haber sucedido.
Entonces se llama a los especialistas. Hoy sería
mejor asombrarse
de que el sol se esconda y al día siguiente vuelva
a salir.
Pero los especialistas intentan cancelar, junto
a la oscuridad, la casa,
como un mal compromiso o un sello de correos.
Tratan de enseñarnos de dónde a dónde debe
ir la poesía
como en un desfile, o una pasarela.
Diseñan a su alrededor un muro de conceptos.
La poesía no es sólo anterior a la palabra escrita
antecede también a la palabra.  
Como encender un cigarro
con otro:
las noches y los días.





DCrítica de la razón puta. Premio de Poesía Nicolás Guillén 2010.



La máquina de vapor




Reinaldo Arenas


Súbito y enfurecido -cual una bala de cañón- caía el sol detrás de un inmenso palmar cuando invadieron la casa de las calderas los dueños del ingenio La Tinaja en compañía de sus familiares, amigos y empleados.
Guiaba la procesión el cura de El Mariel, revestido con sotana de lujo y bonete de ceremonia. Detrás venían doña Rosa, sus tres hijas e Isabel Ilincheta, todas de traje largo, sobre falda y mantilla, y portando cada una un largo cirio encendido. Más allá, solemnes y de negro frac, los señores  don Cándido de Gamboa, Leonardo, el técnico norteamericano, el médico del ingenio, el mayoral y el mozo (o maestro) del azúcar. Cada uno con su sombrero bajo el brazo.
La ceremonia que iba a tener lugar era para ellos de suma importancia. Por primera vez en aquel central -y en toda la Isla de Cuba- se iba a utilizar una máquina de vapor. Lo cual significaba que el antiguo trapiche tirado por caballos o mulas, y hasta por los mismos esclavos, sería superado, dando paso a un sistema de producción mucho más eficaz y rentable.
La enorme máquina, de construcción inglesa, pero traída de los Estados Unidos, se alzaba al descubierto en el mismo centro del Batey, junto a la casa de calderas donde numerosos esclavos, descalzos y semidesnudos en medio de un calor asfixiante, trajinaban incesantemente estimulados por el látigo del contramayoral.
Rápidamente, a un lado del imponente artefacto, la servidumbre dispuso confortables butacas de campeche y sillones de mimbre donde los señores y las damas, luego de haber colocado las velas encendidas alrededor de la maquinaria, se sentaron para observar la ceremonia.
Circularon entre los caballeros las copas de vino y los puros o habanos generosamente dispensados por don Cándido, mientras que las damas bebían guarapo caliente rociado con aguardientes de Canarias, el cual era ceremoniosamente servido por el mozo del azúcar, hermoso criollo que evidentemente galanteaba a Adela, lo que irritaba sobremanera a su hermano, Leonardo, quien no concebía que Adela pudiera amar a hombre alguno fuera de él mismo.
En tanto, los esclavos, entre incesantes latigazos, echaban leña a toda velocidad en las fornallas a fin de aumentar la presión de las calderas para que comenzase a funcionar el trapiche mecánico.
Cuando el técnico norteamericano calculó que la máquina ya tenía suficiente presión, el cura se puso de pie, avanzó hasta el enorme artefacto, murmuró una breve oración en latín y roció los cilindros con agua bendita, sirviéndose para ello de un hisopo de plata. Inmediatamente dos caballeros condujeron hasta el trapiche mecánico un haz de cañas atados con cintas (de seda) blancas, azules y rojas que sujetaban por los extremos las cuatro señoritas.
Se depositaron las cañas de azúcar. El señor cura se persignó y los demás lo imitaron. Iba a comenzar la primera molienda a vapor en el célebre ingenio La Tinaja. Todos, aun los mismos esclavos, se mantenían a la expectativa. Pero lo cierto fue que el trapiche no se movió.
El técnico norteamericano rectificó la presión en los relojes de la caldera. Se les ordenó a los esclavos que metieran más leña en los hornos. Los relojes marcaron aún más presión. Pero el trapiche seguía paralizado. Una nueva remesa de latigazos hizo que los negros alimentaran vertiginosamente aquellas bocas de fuego. La presión de la máquina subió al máximo. De un momento a otro sus poleas se pondrían en marcha y harían funcionar el trapiche.
Pero nada de eso ocurrió.
Don Cándido parecía desesperado, doña Rosa se agitaba en su amplio sillón, el cura comenzó una oración mientras miraba el limpio cielo del oscurecer tropical.
-Quizás alguna polea, o varilla o algo en el mecanismo se ha trabado-tradujo el mozo del azúcar las palabras del técnico norteamericano.
-¡Pues que se destrabe! -rugió don Cándido.
El técnico, el mayoral, el mozo del azúcar y hasta el médico del ingenio (que ya hasta había sacado su estetoscopio) se acercaron al vientre de la máquina con el fin de localizar el fallo. Pero el inmenso aparato estaba al rojo vivo, por lo que retrocedieron de inmediato.
-¡Traigan a los negros menos estúpidos! -ordenó el mayoral al contramayoral- ¡Que se suba allá arriba a ver si hay alguna correa desenganchada!
De inmediato varios negros, todos relativamente jóvenes y fornidos, tuvieron que encaramarse a golpes de latigazos y amenazas de muerte sobre la maquinaria y mientras se achicharraban pies y manos trajinaban como podían sobre aquella superficie de fuego. Finalmente uno de ellos, pensando, seguramente, que allí estaba el fallo, abrió la enorme válvula de seguridad del tubo de escape. Se produjo entonces un insólito estampido y de inmediato, impelido por la violencia del vapor condensado, el negro, dejando una estela de humo, voló por los aires, elevándose a tal altura que se perdió de vista mucho más allá del horizonte. Se oyó otro cañonazo y un segundo negro atravesó también el cielo. Un tercer estampido y otro negro se confundían ya con el azul.
Por lo que don Cándido, verdaderamente aterrado, se puso de pie y gesticulando gritó:
-¡Paren ese aparato o se me van todos los esclavos! ¡Yo sabía que con los ingleses no se puede hacer ningún negocio! ¡Eso no es ninguna máquina de vapor, es una treta de ellos para devolver los negros a África!
Oír los negros del central aquella revelación y correr hacia la máquina de vapor fue una misma cosa. En menos de un minuto cientos de ellos se treparon descalzos al gigantesco y candente lomo mecánico y al grito de “¡A la Guinea!” se introducían por el tubo de escape, cruzando de inmediato, a veces por docenas, el horizonte.
Con velocidad realmente inaudita casi todos los esclavos de la dotación se prepararon para un viaje que ellos suponían prolongado. Así, entre los innumerables negros que iban metiéndose en la máquina se veían muchos provistos de repentinos equipajes donde llevaban toda su fortuna: una güira gigantesca, un racimo de cocos, una jutía viva que gritaba enfurecida, rústicos cajones llenos de piedras semitalladas o de ídolos de madera, y, sobre todo, numerosos tambores de variados tamaños.
Vestidos con lo mejor que tenían -trapos rojos o azules- se introducían en el tubo de escape y una vez en el aire, sin duda enardecidos por la euforia y el goce de pensar que al fin volaban a su país, ejecutaban cantos y bailes típicos con tal colorido y movimiento que constituyó un espectáculo verdaderamente celestial, tanto en el sentido figurado como real de expresión… Naturalmente, el hecho de andar por los aires los dotaba de una ingravidez y de una gracia superiores, permitiéndoles realizar movimientos, giros y piruetas, enlaces y desenlaces, mucho más sincopados y audaces que los que podían haber hecho en la tierra. También las canciones y el tam tam de sus instrumentos alcanzaban allá arriba sonoridades más diáfanas que estremecían con su frenético retumbar hasta las mismas nubes.
Espléndidos cantos y danzas yorubas y bantúes (congos y lucumíes) en agradecimiento a Changó, Ochún, Yemayá, Obatalá y demás divinidades africanas fueron ejecutados, entre otros muchos, en todo el cielo de La Tinaja por los esclavos a la vez que se dispersaban por el invariable añil… Al mismo tiempo, una luna abultada y plena (al parecer cómplice de los fugitivos) hizo su aparición. Flor de la noche abierta, iluminada y gigantesca, reflejó en su pantalla los pequeños puntos negros y convulsos que en la altura ya desaparecían a toda velocidad, como si una intuición desesperada les hiciese buscar en otro mundo lo que en éste nunca habían encontrado.
Sin embargo, a pesar de este espectáculo fascinante y sin precedentes en toda la historia de la danza (detalle que ya fue  certificado por Lydia Cabrera en su libro Dale manguengue, dale gongoní), el pánico que reinaba allá abajo entre la familia Gamboa y sus allegados era total: los negros seguían entrando en el aparato y volando por los aires.
Don Cándido, el cura y demás señores trataban de contener como podían aquella estampida, pero la enfurecida máquina seguía expulsando negros. Por último, al parecer congestionada por la cantidad de cuerpos que se metían al mismo tiempo en su vientre y por la presión del fuego y del vapor, se salió de su base y comenzó a girar hacia todos los puntos cardinales.
Las señoritas y hasta los señores, corrían despavoridos perseguidos a veces por la misma máquina que vomitando fuego y negros giraba frenéticamente entre una enorme humareda y un estruendo cada vez más estentóreo.
-¡Traición! -exclamaba Don Cándido-¡Llamen al ejército! ¡Que traigan todas las armas!
A media noche, cuando llegaron las tropas y a balazos lograron reducir a escombros la infernal máquina de vapor, miles de negros habían cruzado por los aires el extenso batey, estrellándose sobre montañas, cerros, palmares y hasta sobre la lejana costa.
Pero el resto de la dotación, sin autorización de don Cándido, tocó esa noche el tambor en homenaje a aquéllos valientes que se habían ido volando para el África.



Capítulo XXIV de La Loma del Ángel

Tomado de Hotel Telégrafo



jueves, 6 de noviembre de 2014

Oblómov, las arañas y Dios




Carlos A. Aguilera



Arañas, arañitas, arañas gordas, medio arañas… Cada vez que Oblómov el Tuerto se dormía, de su cabeza empezaban a salir arañas. Arañas que copulaban entre ellas haciendo un gran ruido o arañas de patas cortas, prietas, con un poquitico de pelos en los bordes y una cruz en el lomo. Arañas que subían por su cara como si esta ya perteneciese a un muerto y solo quedara por sentir la sensación que producían sus patas, ese escalofrío mitad asco mitad picor. Arañas que se difuminaban por el día, que tomaban el rostro de los conocidos y dejaban una extraña impresión por horas, que se descolgaban de un tubo de desagüe y sobrevivían a la humedad; que saltaban, que brincaban, que mordían. Arañas bobas, dispuestas siempre a morir bajo un pisotón… Cada vez que Oblómov el Tuerto se dormía, con quien soñaba en verdad era con dios. Un dios con un chaleco apretado y un diente chiquitico. Un dios casi calvo, cojo, charlatán. El mismo dios que un día él había encontrado en Dresde y al cual los enfermeros tiraban de vez en cuando una salchicha. Nada como tirarle a dios una salchicha, le había dicho jeringuilla en mano uno de los enfermeros de Schloss Sonnenstein. Nada como verlo hincándole el diente a una salchicha, había repetido. Primero se hace el desentendido, da dos vueltas alrededor del Wurst y después se sienta. Le pasa la lengua, como un gato, dejando que la grasa le corra hasta el chaleco y el ombligo. Ese es el dios de Sonnenstein, me había repetido el enfermero, una, dos, ochenta veces. Eufórico. Nuestro dios, me había dicho, en lo que yo entraba a su jaula y lo miraba tragarse los últimos restos de su tripita de carne y comenzaba con aquel extraño foxtrot. Un-dos-tres, foxtrot. Undostres, foxtrot, gritaba el dios enérgico para que todos en el sanatorio lo escuchasen. Esa era su venganza, me dijo. Mi venganza, repitió. ¿No prefieren tener aquí a dios amarrado echándole salchichas como si fuese un ratón en una caja? Entonces, foxtrot para todos, gritaba hasta que se le reventaban las venas. Foxtrox y venganza. Eso es lo que se merece el mundo, vociferaba. El enfermero me decía, tenga cuidado, lo puede morder. Pero no, dios solo vociferaba, se movía ridículamente de un lado a otro y gritaba. Esa era su venganza. La venganza de Sonnenstein, decía. La venganza prusiana. Dónde se ha visto que amarren a dios a una cama con unas tiritas de cuero, ¿eh, dime? ¿Dónde se ha visto? Hasta el chaleco ya no me entra, me decía. Compruébalo tú mismo, y se acercaba a mí. Compruébalo, y movía su dedo de mi ojo a su botón y de su botón a mi ojo. Todo obra de los enfermeros me decía, dejando afuera la puntica negra de su diente verdoso, como si de pronto este se le hubiera ladeado y ya no le encajara bien en la boca. ¿Sabes lo único que hace falta para estar aquí?, me dijo. Lo único que hace falta, me dijo, es saber comer salchichas. ¡Lo único! Y siguió con su foxtrot. ¡Lo único! Ahora tu madre va a demostrármelo, me dijo, deteniendo de pronto el vaivén ridículo de su cuerpo. Ahora va a demostrárnoslo, señalando de nuevo con su ganzúa sucia mi ojo sulfuroso. Se la envié a Biswanger. Y empezó a reírse. Le dije: Biswanger, cógela. ¿Ella no se pasó toda la vida hablando del Gran Inquisidor y del zorro de tres patas? Pues ahora sí va a saber lo que es el zorro de tres patas. Biswanger, le grité a mi perro suizo, cógela. Ponla a hablar de los indios sudamericanos. Ahora sí va a saber tu mamushka lo que es usurpar mi nombre. Va a aprender de nuevo incluso lo que ya sabía. Biswanger es un éxito, ya verás. Te hace ver hasta lo que no has soñado. Convierte en materia todas tus palabras. Si lo que te va es el zorro negro, pues Biswanger te hace ver zorritos negros. Zorritos negros que bajan y suben, que deliran, que saltan, que corren. Zorritos negros hasta en la sopa. Si lo tuyo son las arañas, Biswanger entonces te hace ver arañas negras. Todavía no se ha dado un caso que Biswanger no haya solucionado con su experiencia autocurativa. Te sienta en una silla durante horas y sales de ahí viendo todo tipo de zorritos o arañas. ¡Mira a tu madre! Ya no solo ve zorros, ya sabe hasta cuántos colmillos tienen los zorros. Biswanger es un genio, te lo digo yo. Es mi creación. Y su sanatorio, allá en Suiza, mi sitio preferido. Con árboles y una temperatura siempre fresca. Con banquitos para que se vea la naturaleza. Con esas mangueras de agua fría que serenan a cualquiera que se crea más fuerte que un enfermero. Con sus dosis de pastillitas. Biswanger te sienta en una silla y te hace mirar con una lupa todos tus sueños. Uno a uno. Lo que querías ser y lo que no querías ser. Lo que deseabas y lo que blasfemabas. Biswanger te sienta delante de una pared blanca durante días y no te da ni salchichas ni nada. Sueños. Biswanger solo te hace ver sueños. Hace que los entiendas plano a plano, como si la vida no fuese más que un álbum donde la misma foto se repite hasta que se te empieza a podrir en la memoria. ¿No decía mamushka que tenía un huequito podrido en los pulmones que la hacía escupir sangre? Pues ahora va a tener también un huequito en la cabeza. El huequito-Biswanger. Cuando Biswanger te muerde, mejor cierra los ojos y despídete. A Biswanger lo entrené yo personalmente, en Kreuzlingen. Le dije, levanta aquí tu sanatorio, yo te mandaré los enfermos. Y no me ha fallado. Nunca. Yo le tiraba un huesito y Biswanger mordía. ¡Que hay demasiados filósofos! Biswanger se encarga. ¡Demasiados políticos! Biswanger lo soluciona. Les abre un huequito en la cabeza y ya: a hablar de indios sudamericanos. En eso Biswanger es un genio. Te tiene durante años hablando de indios sudamericanos y hasta hablando con un gran cacique sudamericano y ni te das cuenta. Yo solo digo: Biswanger, muerde, y ahí ya está él sentándote frente a la pared blanca y diciéndote: Señor, cierre los ojos… En eso no hay quien le gane, te lo digo yo. Lo entrené con huesitos de hierro. Le tiraba uno al aire y le gritaba, corre. Y Biswanger nunca dejó caer ninguno al suelo. Cuando Biswanger muerde sale el sol, dijo incluso uno de sus pacientes: un enano obsedido por el arte. Cuando Biswanger muerde, me repetía aquel enano, uno camina hasta más derecho. Biswanger es un fenómeno. Créeme. No viene a verte con esa cabrona jeringuilla de caballos que los enfermeros usan aquí contra mí y con la que pretenden asustarme. No. Biswanger no. Biswanger no usa jeringuilla ni nada que se le parezca. Biswanger ni habla. Te sienta solo frente a una pared blanca durante días y deja que tú te vayas encontrando contigo mismo. Tú solito. Nadie abandona a Biswanger sin haberse arrepentido de lo intolerante que ha sido con otros, de su poca paciencia, sus dolores fingidos, su soberbia. El método Biswanger lo resuelve todo. Y cuando no puedes más con la pared, agua fría, para que te refresques. ¿No se quejaba tu madre de paní Zolová? Y mira que me quise apiadar en el último minuto y le envié a la Zolová para que no se aburriese. Pero ustedes los Oblómov tienen mala sangre. Le puse a la cantante al lado para que le hiciese anécdotas, la consolase, la acompañara en su calvario. Y nada. Por eso ahora, Biswanger. Mírala, ya ni se queja. La reina de la quejita ya no se queja. Ya no habla de zorros ni de Gran Inquisidor ni de velas contra los maleficios ni nada. Ahora dice que la pared blanca es el único camino. Biswanger le trae de vez en cuando un técito y ni se lo toma. La pared blanca se le ha empotrado en el cuerpo y no la deja respirar. Eso es lo que pasa cuando Biswanger te coge. Entra en ti, despacito, como arrastrándose a través de un tubo y te muerde en el pescuezo, para que no te muevas. A Biswanger lo entrené con huesitos de hierro, por si no lo sabías. Se los tiraba bien lejos para que no pudiera alcanzarlos y siempre regresó con ellos, como si rompiéndose la boca los dientes se le afilaran aún más. Ese es Biswanger: todo presión, todo rabia, todo sutileza. Cuando agarra ya no suelta, aunque grites, aunque incluso lo golpees. Lo entrené para eso, para que fuera inmune a cualquier tipo de sentimiento, de llora-llora. Biswanger es el mejor. Tu madre ni siquiera pudo llegar a convertirse en buena perra. Se creía independiente, excepcional, como si después de ella ya no hubiera otra cosa. Solo vacío. Y el único que puede delirar aquí con mi nombre soy yo, dijo, no una maldita tísica enferma. Por eso le abrí ese huequito en los pulmones, para que viese lo que yo hago con los usurpadores. No los mato. Les abro un huequito en alguna parte y los pongo a observar cómo poco a poco se van descomponiendo; cómo por el huequito empiezan a oler mal. A eso se reduce toda sabiduría: mostrarle a los otros dónde huelen mal. Lo demás son excesos. Y de mí todo el mundo cree saber muchas cosas. Incluso estos enfermeros cuando entraste te hicieron creer sobre mí muchas cosas. En eso han convertido su oficio. Vigilarme, darme de comer, amarrarme a la cama, prohibirme el foxtrot… en eso han degenerado. Por eso de vez en cuando lo invierto todo y entonces uno de los enfermeros empieza a matar policías o se le abre un huequito de pronto en la uretra y empieza a oler mal, como si la distancia entre enfermero y paciente tuviese el mismo tamaño de un cero. ¿No se reduce a eso la vida? El que aprieta la jeringuilla gana. Por eso a Biswanger le prohibí usar con tu madre cualquier tipo de profilaxis. Que muera reventándose frente a esa pared blanca en Kreuzlingen. La hermosa pared blanca de Kreuzlingen, famosa ya por sus resultados. Al que sientan delante de ella, canta. Nadie ha permanecido mucho tiempo delante de ella sin que cuando lo saquen a caminar no cante. Incluso ese Kropotkin que tanto te fascinó cuando joven cantó como nadie después de estar unos días frente a la “tumba”. Ni siquiera podía oír mencionar la palabrita anarquía. Mientras más se le mencionaba la palabrita anarquía más agudo cantaba. Hasta pasitos de ballet tiró el Kropotkin ese caminando por Kreuzlingen. Canciones rusas, canciones japonesas, canciones mongolas. Tremendo repertorio el de los anarquistas. Uno pensaría que alguien tan gordo y con tanta barba nunca llegaría a emocionarse así, pero tendrías que haber visto a Kropotkin llorando y dando palmadas: trash trash trash, trash trash… Tendrías que haberlo visto cantando el Allein Gott in der Höh’ sei Ehr para que comprendieras. La pared blanca es el futuro, te lo digo yo. Convierte a un anarquista en tenor, a un perro de pelea en hámster, a un comecol en poeta. Le echa un manto de cal a todo lo malo y cura. Es como el hielo, todo lo funde hasta que se descongela. La solución está en no descongelar, como grita Biswanger poniéndose los espejuelos. Tener cuidado de que nada se descongele, como me dice entre huesito y huesito Biswanger. Ya verás cómo tu madre competirá incluso con la más fina cantante de Italia. Cantará el mejor avemaría que se ha escuchado en el Este. Le saldrá primero un chorrito de voz, tímido, y después cogerá fuerza. Ya verás. Siempre es lo mismo con tu madre: primero tímida y después arrogante. Hasta cuando le hice crecer várices por todo el cuerpo se mostró primero tímida y después arrogante. Se balanceaba día y noche en aquel sillón de palo mostrándole las varices a toda la familia y hablando de la gracia de Dios. Increíble. ¿Si yo era él que la había castigado cómo iba a estar haciéndole un favor? Con los estúpidos no hay arreglo. Ven grandeza en todo. Hasta en el infarto ven grandeza. A tu madre tenía que haberle provocado cáncer en la lengua, como a tu abuela y a tu bisabuela. Cáncer, para que cada vez que moviera los labios la gente a su alrededor saliera huyendo. Para que le crecieran unas bolitas verdiblancas en la lengua que le explotasen como si fuesen globos y tuviera que tragarse su propia mierda, el pus apestoso del cual tiene lleno el cerebro. Imagina qué cantaría ahora con cáncer en la lengua. Nada. Se quedaría quieta y no cantaría nada. Se quedaría en blanco frente a la pared blanca y no cantaría nada, lo que pondría a Biswanger nervioso. Por eso no, mejor no. Cáncer en los pulmones. Várices en los pulmones. Diarrea en los pulmones. La voy a ir destripando poco a poco. Le voy a convertir los pulmones en una salchicha. ¿Ella no hablaba de salvación? Pues que demuestre ahora que se puede salvar. Que demuestre ahora que existe la salvación. Haré que la entierren en un cajón vulgar, pintado de negro, donde no exista nombre ni año ni cruz ni nada. Que no se sepa de ella más nunca. Biswanger ya está en eso. Hoy salió con un hacha al bosque y cortó madera. Le dije, constrúyele un cajón chiquitico. Uno donde no quepa completa, le dije, para que así sepa incluso en el otro mundo lo que es el dolor. Un cajón chiquitico donde no quepa completa, donde haya que picotearla como se trocea una vaca. Déjala frente a la pared, le dije a Biswanger, y cuando se muera, hacha en la cabeza, hacha en los pulmones, hacha en los intestinos, hacha en las patas. Que se vaya hecha un rompecabezas al otro mundo. Y ve diciéndoselo ya, le dije, para que sufra. Nada me da más placer que ver cómo le entran a hachazos a los que sufren: imitadores todos de esa unidad que soy yo. ¿No se creen en verdad santos? Pues hacha. Biswanger se encarga. Biswanger se encarga de todo. Hasta de las velas en tu entierro se encarga. Pone tu ataúd en el medio de una sala y le pone cuatro velas grandes en cada esquina para que todos puedan verlo. Cuatro velas grandes, de cera pura, de esas que se demoran en quemar e imitan el sonidito del papel. Biswanger en eso es el mejor. A veces incluso les pega a las velas una crucecita roja para que el sonido se haga más fuerte y los loquitos de Kreuzlingen piensen que es el alma del difunto el que está purificándose, soltando su energía mala, flotando. Y hay que ver lo que hace Biswanger mientras tanto. Sale con un capote todo negro, con un collar de cuentas de madera y baila. Baila hasta que casi se cae de cansancio dentro de la caja. Baila como si fuese un enviado de otro mundo, el que va a llevar cada pedazo del muerto hacia el cielo. Biswanger es un genio, te digo. Eso de la danza ni siquiera se lo recomendé yo. Nació de él, de su creatividad. Igual que las grabaciones de las canciones de los locos. Las colecciona y después las vende en un estanco cercano. Las vende como única-voz-pura o algo así. No es acaso bastante conocido que frente a la muerte tu voz se concentra de una manera que pierde todo peso, todo rencor, toda súplica y se queda como vulgarmente se dice, en el hueso: ¿la voz en sí? Biswanger sabe de esto y más. Por eso te agarra cuando estás muriendo y te graba. Te graba hasta que tu voz se hace tan delgada que se torna inimitable. Y después la vende. Las grabaciones de voz las vende como música, melos fisiológico, objeto. No como voz del alma. El alma no existe. El alma es fisiología y las voces que vende Biswanger son tan reales como una obstrucción en el intestino. El alma es pura engañifa, estafa. Algo que se inventaron los idiotas como tu madre para confundir más a todos los caradeculos que le creen. ¿Tú me has escuchado a mí hablar alguna vez del alma o algo así? El alma es una vela. Esas velas que pone Biswanger en tu tumba y se queman. Ese sonidito. Y nada más fisiológico que ese sonidito. Nada más material. Biswanger por suerte es un vivo. No solo le saca partido a una pared en blanco, le saca partido hasta a tu voz última, al sonido sin huesos, sin rostro, sin tendones, sin venas. Una voz-tubo donde ya no interfiere nada, ni siquiera los sentimientos, como cuando un carnicero descuartiza un puerco y lo cuelga en un gancho. Esa es la voz que ha aprendido a oír Biswanger. Te promete una buena dosis de morfina y ahí hay que ver cómo los loquitos renquean con la cabeza y se largan a cantar. Hasta la Misa Glagolítica cantarían si los dejan. Por un poco de morfina son capaces de violar a sus madres si los dejan. Y eso es lo que sabe Biswanger; lo que usa. El ser humano es pura imitación, manada pura, y por un gramo de cualquier mareíto es capaz de darle tres hachazos a su madre. Eso es lo que sabe Biswanger. Por eso cuando se para en el estanco y exige cinco gröschen más, yo solo puedo reírme. La voz humana es morfina. La gente compra las grabaciones para sentarse en su butacón, tomarse un alcohol y escucharlas. Escuchar la voz de alguien justo antes de morir, la voz sin músculo los hace caer en éxtasis, cerrar los ojos y hacer las paces consigo mismos, con toda la maldad que alguna vez han cometido. Cierran los ojos y olvidan. Ahí es donde está la morfina, el secreto. Por eso hay voces que cuestan más de cinco gröschen. Voces que son difíciles de pesar por el grado de refinamiento, de sutileza, de “pincho” que poseen, como si la castración en vez de ser genital estuviese ubicada en el mismo centro del cuerpo. Una castración de toda preocupación y toda angustia. Voces que Biswanger tiene que reservarse para ofrecérsela solo a coleccionistas. Personas que sepan degustar y diferenciar la voz x de la voz y. Por esas voces Biswanger pide casi oro. Y me parece bien. Todo tiene un precio, aunque los imbéciles no lo sepan y los estafadores se aprovechen de esto para burlarse de los demás. Todo debe ser vendido a su verdadero precio. Si tu madre hubiese vendido a su verdadero precio sus arengas, tal y como hacen todos los demás, entonces yo la hubiera dejado tranquila. Hasta de la tuberculosis la habría librado. Yo mismo hubiera venido a pulirle sus dos pulmones como si de dos ventanitas en un ático se tratase. Le hubiera taponeado y curado el mal olor. Pero no. Ella creía ser la enviada. Se creía más dios que dios. Y por eso miré a Biswanger y le dije, cógela. Ahí es donde Biswanger no falla. Cuando te agarra por el pescuezo no falla. Ni cuando te da tres hachazos para separar tu cuerpo. Está entrenado con huesitos de hierro, no lo olvides. Todo el que quiera salir adelante en este mundo tiene que entrenarse con huesitos de hierro. Y mi perro suizo es un experto en eso. Primero pared blanca. Después canto. Después grabaciones y dinero. Y después a la caja. Ahí Biswanger no falla. Lleva años haciéndolo. Lo que para otros es espanto, para él es rutina. Rutina y deseo, ya que ése sí disfruta de su trabajo. No como otros que constantemente reniegan. Ese no. Ese muerde si hay que morder. Te entierra si hay que enterrarte. Corta árboles si eso es lo que yo le ordeno. Y siempre con el mismo rostro, con la barbita siempre bien recortada, el semblante fresco, el surco de pelos bien afilado en el cogote. Es un maestro de los buenos modales y el secreto. En él se puede confiar. Quiere dinero y lo reconoce, no lo encubre bajo sermones y nosecuántascosas caritativas; en el asco. A ese lo enseñé yo a reconocerse a sí mismo. Por eso abrió con sus propias manos el hueco donde había que echar la caja donde están los pedazos de tu madre y lo taponeó, así como le ordené. No quiero que ustedes la encuentren más. Olvídense de ella, dijo. Olvídate de ella, me dijo. Ya está muerta y a tres metros bajo tierra. Ya ni canta. Así que olvídate. Los muertos no cantan, por suerte. Y la voz de tu madre fue bastante espantosa hasta el último minuto. Así que olvídate. Nunca vas a saber dónde está su caja. Ni su caja ni sus huesos ni ese mal olor que tanto la caracterizaba y volvió loco a todo el mundo en Kreuzlingen. He dado órdenes de que no puedas encontrar nada. Es lo mínimo que puedo cobrar por ni siquiera haber podido vender las grabaciones que Biswanger le hizo. Lo mínimo. Así que desaparécete. ¡Raus! El foxtrot es una cosa difícil. Un baile de fuerza y hay que dedicarle energía, cerebro, imaginación. Y tiempo es lo que no tengo. Así que dale, menea, o llamo a Biswanger…



Fragmento de la novela inédita El Imperio Oblómov



Tomado de Specimen. Última narrativa latinoamericana



miércoles, 5 de noviembre de 2014

Cursillo de orientación ideológica para García Márquez




Fernando Vallejo


Hombre Gabo: te voy a contar historias de Cuba porque aunque no me creas yo también he estado ahí: dos veces. Dos vececitas nomás, y separadas por diez años, pero que me dan el derecho a decir, a opinar, a pontificar, que es lo que me gusta a mí, aunque por lo pronto solo te voy a hablar ex cátedra, no como persona infalible que es lo que suelo ser. Así que podés hacerme caso o no, creerme o no, verme o no. Si bien el águila, como su nombre lo indica, tiene ojo de águila, cuando vuela alto se traiciona y no ve los gusanos de la tierra. Eso sí lo tengo yo muy claro.

Llegué a Cuba la primera vez con inmunidad diplomática, en gira oficial arrimado a una compañía de cómicos mexicanos que protegía el presidente de México, protector a su vez de Cuba, Luis Echeverría. No sé si lo conocés. Con él nunca te he visto retratado. Retratado en el periódico te he visto con Fidelito Castro, Felipito González, Cesarito Gaviria, Miguelito de la Madrid, Carlitos Andrés Pérez, Carlitos Salinas de G., Ernestico Samper. Caballeros todos a carta cabal, sin cuentas en Suiza ni con la ley, por encima de toda duda. ¿Con el Papa también? Eso sí no sé, ya no me acuerdo, me está entrando el mal de Alzheimer. Sé que le tenías puesto el ojo, tu ojo de águila, a Luis Donaldo Colosio, pero te lo mataron. Me acuerdo muy bien de que cuando lo destaparon (cuando lo destapó tu pequeño amigo Carlitos Salinas de G. para que lo sucediera en su puesto, la presidencia de México, supremo bien) madrugaste a felicitarlo. Le diste, como quien dice (como se dice en México) “un madrugón”.

–¿Y qué hace usted, Gabo, en casa del licenciado Colosio tan temprano? ¿Es que es amigo de él? –te preguntaban los reporteros curiosos.
–No –les contestaste–. Pero voy a ser. Tenemos muchas afinidades los dos.
–¿Como cuáles?
–Como el gusto por las rancheras. Nos encantan a los dos. Por eso madrugué hoy a cantarle “Las mañanitas”.

Gabo: estuviste genial. Me sentí en México tan orgulloso de vos y de ser colombiano...

Donde sí no te vi fue en el entierro de Colosio cuando lo mataron (cuando lo mató el que lo destapó, vos ya sabés quién porque era tu amigacho). E hiciste bien. No hay que perder el tiempo con muertos. Que los muertos entierren a sus muertos, y que se los coman los gusanos, y que les canten “Las mañanitas” sus putas madres.

¿Pero por qué te estoy contando a vos esto, tu propia vida, que vos conocés tan bien? ¿Narrándole yo, un pobre autor de primera persona, a un narrador omnisciente de tercera persona su propia vida? ¿Eso no es el colmo de los colmos? No, Gabito: es que yo soy biógrafo de vocación, escarbador de vidas ajenas, y te vengo siguiendo la pista de periódico en periódico, de país en país y de foto en foto en el curso de todos estos largos años por devoción y admiración. Tu vida me la sé al dedillo, pero ay, desde fuera, no desde dentro porque no soy narrador de tercera persona y no leo, como vos, los pensamientos. Vos me llevás a mí en esto mucha ventaja desde que descubriste a Faulkner, la tercera persona, el hielo y el imán.

Y a propósito de hielo. Ahora me acuerdo de que te vi también en el periódico con Clinton en una fiesta en palacio, en México, “rompiendo el hielo”, como les explicaste a los periodistas cuando te preguntaron y les contestaste con esa expresión genial. Vos de hielo sí sabés más que nadie y tenés autoridad para hablar. ¿En qué idioma hablaste con Clinton, Gabito? ¿En inglés? ¿O le hablaste en español cubano? Ese Clinton en mexicano es un verdadero “mamón”, que se traduce al colombiano como una persona “inmamable”. Ay, esta América Latina nuestra es una colcha de retazos lingüísticos. Por eso estamos como estamos. Por eso el imperialismo yanqui nos tiene puesta la bota encima, por nuestra desunión. Si vos vas de palacio en palacio –del de Nariño al de Miraflores, del de Miraflores a Los Pinos, de Los Pinos a La Moncloa–, lo que estás haciendo es unirnos. Vos en el fondo no sos más que un sueño bolivariano. Gracias, Gabo, te las doy muy efusivas en nombre de este continente y muy en especial de Colombia. Sé que ahora andás muy oficioso entre Pastrana y la guerrilla rompiendo el hielo. Vas a ver que lo vas a romper.

Bueno, te decía que he estado dos veces en Cuba y que me fue muy bien. En la primera me conseguí un muchacho esplendoroso, y te paso a detallar enseguida una de las más grandes hazañas de mi vida: cómo lo metí al hotel. Pero te lo presento primero en la calle vestido para que le quitemos después la ropa prenda a prenda en la intimidad del cuarto: de dieciséis tiernos añitos, de ojos verdes, morenito, con una sexualidad que no le cabía en los pantalones, lo que se dice una alucinación. Sus ojos verdes deslumbrantes se fijaron en los pobres ojos míos apagados, y la chispa de sus ojos viéndome incendió el aire. ¡Uy, Gabo, qué incendio, qué inmenso incendio en Cuba, el incendio del amor! Menos mal que medio lo apagamos después en el cuarto, porque si no, les quemamos los cañaverales y listo, se acabó la zafra.

–¿Cómo te llamas, niño? –le pregunté.
–Jesús –me contestó.
Se llamaba como el Redentor.
–¿Y qué podemos hacer a estas alturas de mi vida y a estas horas de la noche? –le pregunté.
–Hacemos lo que tú quieras –me contestó.
–Entonces vamos a mi hotel.
–Aquí los cubanos no podemos ir a ninguna playa ni entrar a ningún hotel –me explicó–. Pero caminemos que esos que vienen ahí son de la Seguridad del Estado, y además nos están viendo desde aquel Comité de Defensa de la Revolución.
–¿Y de quién la están defendiendo?
–No sé.

La estarán defendiendo, Gabo, de los pájaros. Vos me entendés porque vos sos un águila.

Los dos pájaros o maricas seguimos caminando, y caminando, caminando, llegamos a los prados del Hotel Nacional. Era el único sitio solitario en toda La Habana. A mi hotel, el Habana Libre, ex Hotel Hilton (que construyó Batista pues la revolución no ha construido nada), era imposible entrar con Jesús: el hall era un hervidero de ojos y oídos espiándonos. El estalinismo, ya sabés Gabito, que es lo que procede montar en estos casos: si al pueblo se le deja libre acaba hasta con el nido de la perra y de paso con la revolución.

Ese Hotel Nacional de esa noche era irreal, alucinante, palpitaba como un espejismo del pasado. Ardiendo sus luces como debieron de haber ardido las luces de la mansión de El Cabrero, la que tenía Núñez en Cartagena, hace cien años, con su esposa doña Soledad. Pensé en Casablanca, la de Marruecos, y en el ladrón de Bagdad. Y entonces, de súbito, como si un relámpago en la inmensa noche oceánica me iluminara el alma, entendí que Castro, el tirano, había logrado lo que nadie, el milagro: había detenido el tiempo. En los marchitos barrios de Miramar y de El Vedado, en los ruinosos portales, en el malecón, el monstruo había detenido a Cuba en un instante exacto de la eternidad. Entonces pude volver a los años cincuenta y a ser un niño. Nos sentamos en un altico de los prados, cerca de unas luces fantasmagóricas y un matorral. El mar rugía abajo y las olas se rompían contra el malecón. Tomé la cara de Jesús en mis manos y él tomo la mía en las suyas y lo fui acercando y él me fue acercando y sus labios se juntaron con los míos y sentí sus dientes contra los míos y su saliva y la mía no alcanzaban a apagar el incendio que nos estaba quemando. Entonces surgió de detrás del matorral un soldadito apuntándonos con un fusil.

–¿Qué hacés, niño, con ese juguete? –le increpé–. Apuntá para otro lado, no se te vaya a soltar una bala y acabés de un solo tiro con la literatura colombiana.

Fijate, Gabo, que no le dije: “Qué haces, niño” o “Apunta para otro lado” sino “Qué hacés” y “Apuntá”, con el acento agudo del vos antioqueño que es el que me sale cuando yo soy más yo, cuando no miento, cuando soy absolutamente verdadero. ¡El susto que se pegó el soldadito oyéndome hablar antioqueño! Hacé de cuenta que hubiera visto a la Muerte en pelota. O que hubiera visto en pelota al hermano de Fidel, a Raúl, el maricón.

–No te preocupes, que anotó mal mi apellido –me dijo Jesús.

Y en efecto, el apellido de Jesús es más bien raro, y Jesús vio que el soldadito lo escribió equivocado.

¿Y cuál es el apellido de Jesús? Hombre Gabo, eso sí no te lo digo a vos porque estando como estamos en este artículo en Cuba desconfío de tu carácter. No te vaya a dar por ir a denunciar a mi muchachito ante la Seguridad del Estado o ante algún Comité de Defensa de la Revolución.

Anotado que hubo el nombre de Jesús en la libretica con su arrevesada y sensual letra, como había aparecido, por la magia de Aladino, desapareció. ¿Pero sabés también qué pensé cuando el soldadito nos estaba apuntando? Pensé: ¿y si la misa de dos padres la concelebráramos los tres? Un ménage à troisune messe à trois pour la plus grande gloire du Créateur? Pero no, no se pudo, no pudo ser.

Se fue pues el soldadito, se nos bajó la erección, y echó a correr otra vez el tiempo, la tibia noche habanera.

–Jesús, esto no se queda así. Si no me acuesto contigo esta noche me puedo morir.
–Yo también me puedo morir –me contestó.

Estando pues como estábamos en grave riesgo de muerte los dos, determinamos irnos a mi hotel, al Habana Libre, a ver qué pasaba. Yo tenía una camisa rojita de cuadros y él una gris descolorida, hacé de cuenta como de la China de Mao. En el baño del hall del Habana Libre las intercambiamos: yo me puse la suya vieja, gastada, comunista; y él la mía nueva, reluciente, capitalista. Mi gafete del hotel se lo puse a Jesús en lo más visible, en el bolsillo de la camisa, y yo me quedé sin nada. Cruzamos el hall de los espías y entramos al ascensor de los esbirros. Dos esbirros del tirano operaban el ascensor y nos escrutaron con sus fríos ojos. Jesús con mi camisa reluciente de prestigios extranjeros y mi gafete no despertaba sospechas. Yo con mi camisa cubana y sin gafete era el que las despertaba. ¿Pues sabés, Gabito, qué me puse a hacer mientras subía el ascensor para despistarlos? ¡A cantar el himno nacional! El mío, el tuyo, el de Colombia, en Cuba. ¿Te imaginás? “Oh gloria inmarcesible, oh júbilo inmortal, en surcos de dolores el bien germina ya”. ¡Gloria y júbilo los míos, carajo, me volvió la erección! ¡Nos volvió la erección! Y así, impedidos, caminando a tropezones, recorrimos un pasillo atestado de visitantes rusos y de cancerberos cubanos. Los rusos cocinaban en unas hornillas de carbón, con las que habían vuelto al viejo Hilton un chiquero, un muladar. ¡Qué alfombras tan manchadas, tan quemadas, tan desastrosas! Ni las del Congreso de Colombia. ¡Y las cortinas, Gabo, las cortinas! La guía nuestra, una muchacha bonita, se había hecho un vestido de noche con un par de ellas. Pero para qué te cuento lo que ya sabés, vos que habés vivido allá tantos años y con tantas penurias.

Con la erección formidable y al borde de la eyaculación entramos Jesús y yo a mi cuarto. Las cárceles a mí, y por lo visto también a Jesús, me despiertan los bajos instintos, y me desencadenan una libido jesuítica, frenética, salesiana. Pero pasá, Gabito, pasá con nosotros al cuarto que vos sos novelista omnisciente de tercera persona y podés entrar donde querás y ver lo que querás y saber lo que querás, vos sos como Dios Padre o la KGB. Pasá, pasá.

Pasamos al cuarto, y sin alcanzar a llegar a la cama rodamos por el suelo, por la raída alfombra, como animales. ¡Uy, Gabito, qué frenesí! ¡Qué espectáculo para el Todopoderoso, qué porquerías no hicimos! Por la quinta eyaculación paramos el asunto y entramos en un delirio de amor. Salimos al balconcito, y con el mar abajo rompiéndose enfurecido contra el malecón, y con la noche enfrente ardiendo de cocuyos, y con el tiempo otra vez detenido por dondequiera, atascado, empantanado, nos pusimos a reírnos de los esbirros del tirano, y del tirano, y de sus putas barbas, y de su puta voz de energúmeno y de loco, y de todos los lambeculos aduladores suyos como vos, y riéndonos, riéndonos de él, de vos, empezamos a llorar de dicha y luego a llorar de rabia y ahora que vuelvo a recordar a Jesús después de tantísimos años me vuelve a rebotar el corazón en el pecho dándome tumbos rabiosos como los que daban esa noche las olas rompiéndose contra el malecón.

Pero te evito, Gabo, mi segundo viaje a La Habana, mi regreso por fin al cabo de diez años en los que no dejé nunca de soñar con él, con Jesús, mi niño, mi muchachito, y el desenlace: cómo la revolución lo había convertido en una ruina humana. Ya no te cuento más, no tiene caso, vos sos novelista omnisciente y de la Seguridad del Estado y todo lo sabés y lo ves, como veía la Santa Inquisición a los amantes copulando per angostam viam en la cama: los veía la susodicha en el lecho desde el techo por un huequito. 




Tomado de El Malpensante, noviembre-diciembre de 1988.