martes, 14 de octubre de 2014

Desde la Embajada





Robert Graves



Yo, embajador de Otrolado
de los Estados Infederados de Aquí y de Allá
gozo (como dice la frase)
de privilegios extra-territoriales
con Aquís y Allás seguido vengo en soplos
o necesito enarenar ya mis ventanas
y aunque la moneda Otrolada
no puede ser valuada oficialmente aún
encuentro menos impedimentos con el tipo de cambio.
No es mi vestidura considerada extraña
Y tímidas solicitudes de literatura
Vienen en cada correo,
y en la puerta de al lado.






Traducción de Elizabeth Ross


lunes, 13 de octubre de 2014

Diálogos de utopía




Marcel Schwob

                                    
Cyprien d'Anarque tenía alrededor de cuarenta años. Se hubiese enfadado de habérselo recordado. Decía no depender de su edad más que de cualquier otra cosa en el mundo. Alto, enjuto y curtido, tenía unos ojos violentos y el rostro aguileño en el que la sonrisa frecuente se había marcado en los dos hoyuelos de la comisura de los labios. Gran lector de teorías e impaciente ante cualquier contradicción, tenía la religión especial de los que creen en lo que dicen en el momento en que hablan, esta religión que no tiene más que un fiel y que le basta. La fe de Cyprien se había vuelto maníaca. Tenía por su yo una adoración tan pura que le hubiera producido náusea mancharlo al contacto de otro yo; quiero decir con ello al contacto de un sentimiento, una voluntad, una idea, una palabra que no hubiese sido exclusivamente cypriánica. Lejos de buscar parecerse a los grandes hombres mediante ciertos detalles familiares (amor bastante extendido), Cyprien rechazaba todo parecido con horror. Se había disgustado con sus parientes de Anarque para evitar el aire de familia. No podía soportar que le encontraran parecido con ningún otro ser humano.
Se había interesado, primero, en el arte, pero solamente en el que parecía no pertenecer a ninguna escuela. Así, había empezado por admirar a una media docena de pintores, algunos desconocidos, otros de los que sólo se conocía un cuadro, otros más, como el maestro de las semifiguras, del que no sabemos ni siquiera el nombre. Sabía que al activar un resorte detrás de uno de los cuadros de la gran sala del museo de Haarlem, bajo el letrero de la Cofradía San Juan de Jerusalén, se abre una pequeña puerta, como encantada, y que en una habitación secreta se ve una maravillosa santa Cecilia. Conocía en París un Descendimiento de la Cruz, de Wohlgemuth, dos retratos de Cranach, uno de Fra Filippo Lippi, pero no compartía la contemplación más que con sus poseedores. En algunas capillas de Alemania era el único que había descubierto la mano de Schoorl o de Schaüffelin en retablos que nadie ha visto desde hace cuatrocientos años.
Desafortunadamente, uno por uno, sus secretos eran violados; viajeros curiosos, conocedores que seguían una pista, catalogadores de museo, revelaban al público lo que Cyprien había creído ser el único en adorar.
Había pensado entonces en escribir y guardar celosamente encerrados sus manuscritos, copiados con plumas de oro sobre vitela. La poesía le había parecido más propia para ejecutar inimitables trazos de ritmos y palabras. Así, su obra estaba compuesta por volúmenes inmensos en donde todo el orden acostumbrado de las frases estaba trastocado y las frases mismas estaban compuestas, hasta donde era posible, por palabras que ningún otro poeta había puesto en sus versos, dispuestos de tal manera que nadie hubiese podido imaginar hasta entonces. Cyprien se había satisfecho un tiempo con esta singularidad, pero, a medida que leía más, había encontrado, dispersos, escritos antes de él, algunos de sus pensamientos, de sus frases y a menudo sus excentricidades más exageradas. Tanto que, al final, había concluido que, al escribir, siempre imitamos, aun sin saberlo.
Pero, en fin, se había dicho un día Cyprien, si tengo que parecerme a alguien, si es necesario que padezca la misma admiración que alguien, si tengo que pensar, quiéralo o no, como alguien, ¿estoy obligado a actuar como alguien? ¿No soy libre? Y mis padres, mis semejantes, las circunstancias mismas actuando en concierto, ¿no puedo resistir a lo que otro determinaría, ser verdaderamente yo mismo?
Tal era la manía de Cyprien la mañana en la que vino a verlo, a la hora del almuerzo, su amiga Musaraña. Cyprien d'Anarque estaba sentado a su mesa desnuda en la que había dispuesto monedas nuevas de cinco francos exactamente similares. Su atención se dirigía a escoger una sin que pudiese darse cuenta del motivo que había determinado su elección. Así, la acción había tenido éxito cuando la moneda no estaba especialmente iluminada por un rayo de sol, ni, más que otra, al alcance de la mano, ni situada en un lugar fatídico como uno, tres o siete. Pero tampoco ninguna de estas consideraciones debía haber determinado a Cyprien a no escoger esta moneda sino la contigua. Esta delicada operación no había sido llevada a feliz puerto sino una sola vez en la mañana, y Cyprien fumaba un puro para descansar de su acción libre, cuando entró Musaraña.
-Musaraña -le espetó Cyprien-, no te muevas. ¿Ves estas monedas de cinco francos? Toma una.
-Bueno -dijo Musaraña-. ¿Es todo lo que tengo que hacer?
-No es un trabajo tan insignificante -dijo Cyprien-. Estoy exhausto. ¿Por qué tomaste justo ésa?
-No sé -dijo Musaraña-. ¿Por qué? ¿Está marcada?
-Claro que no, justamente -dijo Cyprien-, es igual a las demás, y es eso lo que es extraordinario. Vamos, busca, recuerda.
 -Me fastidias -dijo Musaraña-. Vamos a almorzar. La tomé porque sí, eso es todo. ¡Por Dios, qué insoportables son tus manías! Tienes una nueva cada día.
Esta niña, se dijo Cyprien, es ostensiblemente libre en sus acciones y en sus palabras; digo libre porque ignora los motivos; es libre por ignorancia. Pero para mí, esto no es satisfactorio. Y la miró con admiración.
Lili Jonquille, o más bien Musaraña, tenía veinte años y no se complicaba la vida. Su rostro no era sino un pequeño triángulo de carne pálida y cambiante, sagaz y fisgona. Tenía ojos de oro, manos delgadas con uñas largas, una cintura curvada como el agua que fluye y labios ágiles bajo sus palabras. Leía los folletines, lloraba con todos los dramas, no creía en la medicina ni en la política, admiraba a la vez a los revolucionarios y a los hombres de autoridad, adoraba a los actores cómicos, sabía de memoria todas las canciones de los cabarets de Montmartre e incluso había remplazado una noche a su amiga Cigarra en el Casino des Trottins. Su credulidad igualaba su escepticismo; era a la vez muy susceptible y muy tolerante, muy piadosa y muy cruel. Todo eso dependía del momento y de la gente con la que estaba. Así, creía siempre todos los chismes de su amiga Cigarra, pero alzaba los hombros con la más mínima explicación de Cyprien. Se indignaba contra ciertos criminales cuando leía la nota roja, pero admiraba a otros que se habían hecho guillotinar "valientemente", sin que pudiesen conocerse muy bien sus razones. Le gustaban los cangrejos de río, los platillos de caza, el conejo y la ensalada, el champán muy espumoso y las cosas fritas. Decía estar segura de reconocer los champiñones comestibles por ciertas marcas. Criticaba los "grandes almacenes" porque uno tenía que "pagar el prestigio". Sin embargo, tenía fe en algunos proveedores de moda que, por lo demás, no se distinguían por ofrecer buenos precios. En fin, tenía horror de los hospitales, la policía, las arañas y los magistrados, pero no se hubiese perdido ir a ver pasar al presidente de la República.
Musaraña despreciaba a Cyprien y lo adoraba. Lo despreciaba porque no entendía su jerigonza y lo adoraba por no entenderle. El desprecio es la marca de cierta desavenencia. La adoración también. Cyprien no despreciaba a Lili porque ella prefería un sombrero nuevo al más bello cassoni del siglo XIV, pero no la adoraba, pues pensaba que la entendía demasiado bien.
Esta vez, sin embargo, él ya no entendía bien con su infalibilidad habitual. Había llegado, paso a paso, a establecer que el punto más alto de diferenciación con sus semejantes era el ejercicio puramente libre de su personalidad. ¡Y he aquí que él, Cyprien d'Anarque, había llegado a este punto con la mayor de las dificultades, mientras que esta pequeña, a las primeras lo había alcanzado!
Cyprien estaba perplejo cuando entró Ambroise Babeuf. Ambroise Babeuf parecía un peculiar champiñón con dos puntos brillantes que eran los ojos. Se había dedicado por mucho tiempo a la historia y estaba convencido de que el método de esta disciplina no era científico. Primero, coleccionaba los hechos en las memorias, los periódicos y las correspondencias, según el método de Taine; había obtenido de ello leyes generales. Luego, había tenido ciertas dudas sobre la interpretación de estos hechos. Puesto que todos habían sido relatados por terceros o eran recuerdos personales escritos a veinte años de distancia o el testimonio era una carta: pero una carta está dirigida a alguien, y ¿en general, se dice en ella la verdad? De tal suerte que Babeuf había llegado a no considerar más que los documentos materialmente auténticos: recibos, testamentos, actas de nacimiento y de defunción, reportes judiciales, actas notariales. Pero aquí había surgido una nueva dificultad. Los pergaminos prueban, es cierto, que en tal fecha el hombre en cuestión se encontraba en tal lugar, que tenía tal edad, que había recibido tal suma de dinero y que poseía tales bienes. Pero no nos dan a conocer a la persona misma, y el historiador no podría describirla, ni sabría lo que pensaba. Ahí entonces, precisamente, entraba en escena Ambroise Babeuf, y el tipo que él describía estaba dibujado según la imagen que de él se hacía Ambroise Babeuf. Hasta ahí también llegaba la ciencia, puesto que Babeuf dudaba de Babeuf y se rehusaba a hacer de su yo el criterio de la verdad en historia.
En esa época de su vida, Babeuf, decepcionado de la historia pero confiando aún en los hechos, tenía la costumbre de responder cuando le preguntaban sobre su próximo libro: "Ya no escribo. Si usted quisiera hacerme feliz, deme a copiar en fichas el Diccionario de las comisarías. Al menos ahí hay alguna certidumbre. Hay que hacer fichas. Sí, hagamos fichas."
La esperanza de que algún conocimiento exacto del espíritu de Babeuf por sí mismo pudiera permitirle interpretar científicamente los hechos había llevado a Ambroise a la psicología, y de ahí, muy rápidamente, buscando una base sólida, a la anatomía y la fisiología, particularmente la del cerebro. ¿Cuál era el elemento de la mente? ¿Era la célula cerebral? ¿Mediante qué procedimientos células que parecían muy poco diferenciadas recibían las impresiones, almacenaban memoria, fabricaban imaginación, voluntad, razón? De manera que Babeuf pasaba la jornada en su laboratorio haciendo cortes de cerebro, seccionándolos, examinándolos en el microscopio. Conocía perfectamente la histología de todas las partes de la sustancia cerebral y la estructura de las células. Pero la célula, para el conocimiento de la verdad, no ayudaba más que un acta firmada o un recibo. Era un hecho que no revelaba una personalidad. ¿Se podía examinar, ir más lejos? Tal vez, pero Babeuf se había convencido de que la ciencia del cuerpo humano, como la de los hechos humanos, tenía límites. Y repetía:
"No encontraremos nada. Nunca encontraremos nada. Pero hay que cortar cerebros. Sí, trabajemos; cortemos cerebros.
-Babeuf -dijo Cyprien-, ¿piensas de verdad que yo sea libre?
-Amigo mío -dijo Babeuf- no es imposible. Vemos a veces singulares monstruosidades. Uno de nuestros mejores cirujanos acaba de operar a un hermafrodita perfecto: lo que prueba que, una vez al menos, la naturaleza no supo decidirse. M. Boussinesq, que es un sabio físico, ha probado que, en ciertas condiciones, los líquidos parecen moverse a su antojo, fuera de las leyes del equilibrio. M. Boutroux, un buen filósofo, cree que las leyes del universo no son completamente absolutas. Y las observaciones de los astrónomos sobre los rayos estelares muestran que el espacio en el que giran los mundos no es rigurosamente conforme al espacio de la geometría: tiene, tal vez, más de tres dimensiones, o menos. Si la geometría no es infalible, ¿por qué tú, Cyprien, no podrías ser libre? Por lo demás, ¿qué importa tu libertad? Serías un ser anormal y punto. Valdría más conocer todas las reglas en su determinación. Sí, ¿ya ves?, hay que trabajar; no es probable que encontremos nunca nada, pero trabajemos, cortemos cerebros.
-No -dijo Lili-, vayamos a almorzar.
-Musaraña tiene razón -dijo Cyprien-. Almorcemos primero: te responderé después, a menos que hablemos de otra cosa.





Traducción de Arturo Gómez-Lamadrid


Antonia Eiriz




Heberto Padilla



Esta mujer no pinta sus cuadros
para que nosotros digamos: “¡Qué cosas más raras
salen de la cabeza de esta pintora!”
Ella es una mujer de ojos enormes.
Con estos ojos cualquier mujer podría
desfigurar el mundo si se lo propusiera.
Pero, esas caras que surgen como debajo de un puñetazo,
esos labios torcidos
que ni siquiera cubren la piedad de una mancha,
esos trazos que aparecen de pronto
como viejas bribonas;
en realidad no existirían
si cada uno de nosotros no los metiera diariamente
en la cartera de Antonia Eiriz.
Al menos, yo me he reconocido
en el montón de que me saca todavía agitándome,
viendo a mis ojos entrar en esos globos
que ella misteriosamente halla;
y, sobre todo, sintiéndome tan cerca
de esos demagogos que ella pinta,
que parece que van a decir tantas cosas
y al cabo no se atreven a decir absolutamente nada.





Tomado de literatura.us. Fuera del juego (1968)

domingo, 12 de octubre de 2014

En el Titanic, con Enzensberger




Mario Vargas Llosa


Para saber de veras cuán bonitas son, hay que ver a las mujeres saliendo de la cama; para saber cómo son, a los escritores hay que verlos en los congresos abiertos al público y con periodistas. Uno se lleva sorpresas: los opacos se vuelven brillantes, los aburridos ingeniosos y los que parecían cautos unos demagogos. Un raro caso de escritor que jamás decepciona en un congreso —literario o político— es Hans Magnus Enzensberger. Lo vi por primera vez en Salzburgo, hace más de treinta años, durante los debates para la concesión del Prix International de Littérature, defendiendo la candidatura del novelista finlandés Veijo Meeri con tanta gracia y agudeza que era imposible no darle el voto. Desde entonces, he coincidido con él en muchas reuniones similares y siempre me pareció inmunizado contra el deterioro congresístico, capaz de intervenciones originales y argumentos ingeniosos, aderezados con un humor que no tiene nada de alemán porque es una bocanada de aire fresco en la atmósfera habitualmente soporífera de las sesiones.

Enzensberger es también una rara avis en otro sentido. Es uno de los contados intelectuales europeos que habla de América Latina con conocimiento de causa, sin caer en los estereotipos, y sin establecer esa sutil discriminación que, por ejemplo, permitía a un Gunther Grass defender el sistema democrático y condenar el totalitarismo en Europa pero exhortar a los latinoamericanos a "seguir el ejemplo de Cuba". Tal vez porque conoce la lengua —ha traducido al alemán la poesía de César Vallejo, la de Heberto Padilla y otros poetas latinoamericanos— y porque ha viajado por allí con los ojos muy abiertos y escuchado a unos y otros sin prejuicios ni ideas preconcebidas, Enzensberger ha escrito con gran penetración sobre la historia y la cultura del nuevo continente, tanto que muchos latinoamericanos han aprendido mucho sobre sí mismos en sus páginas. Yo soy uno de ellos. Llevo varios años trabajando en una novela sobre los últimos días de Trujillo, he leído una vasta bibliografía sobre el tema y puedo asegurar que el ensayo de Enzensberger sigue siendo uno de los más lúcidos análisis sobre el fenómeno de las satrapías militares en general, y la dominicana del Generalísimo Trujillo en particular. También lo es el ensayo que dedicó a Bartolomé de las Casas y su lucha denunciando los horrores cometidos contra los indígenas americanos por españoles y portugueses durante la conquista y colonización.

Como casi todos los escritores del mundo que no fueran graníticamente reaccionarios, Enzensberger compartió las ilusiones que despertó la Revolución Cubana al triunfar, el último día de 1958. Prueba de ello son muchos de los textos que escribió sobre o inspirados en Cuba en los años sesenta, entre ellos la teatralización del Interrogatorio de La Habana que efectuó el propio Fidel Castro a los cubanos anticastristas capturados durante la fracasada invasión de Bahía de Cochinos, en 1961. Pero, a diferencia de otros, que se contentaron con entusiasmarse a la distancia, Enzensberger fue a Cuba, paso allí un tiempo, observó, hizo preguntas impertinentes, husmeó a diestra y siniestra, y se atrevió —fue uno de los primeros— a mostrar la otra cara de la revolución castrista. Tras la heroica fachada del pequeño país resistiendo la embestida del imperialismo no estaban la libertad ni la democracia popular, sino un sistema autoritario en marcha, que se parecía cada día más al modelo soviético. Para mí, y para muchos latinoamericanos que, desde mediados de los años sesenta, comenzábamos a preguntarnos si se justificaba nuestro apoyo a la Revolución Cubana en nombre de la libertad y la justicia, fue iluminadora la investigación hecha por Enzensberger, en la misma Cuba, sobre la manera como el Partido Comunista cubano reclutaba a sus adherentes y mostrando el verticalismo antidemocrático de su estructura. Por eso, no me extrañó nada, cuando el sonado caso Padilla, que Hans Magnus fuera uno de los redactores y firmantes del manifiesto que elaboramos, en mi casa de Barcelona, Juan y Luis Goytisolo, José María Castellet, Enzensberger y yo, protestando por la farsa de la confesión y arrepentimiento públicos a que fue obligado el poeta disidente cubano, y que, de algún modo, rompió el hechizo que hasta entonces (1971) mantenía a buena parte de los intelectuales del mundo entero embelesados con la dictadura castrista.

No por haber tomado una distancia crítica con Cuba, dejó Enzensberger de ser de "izquierdas". A diferencia de tantos otros, que hicieron de su condición "progresista" un instrumento para el arribismo o una excusa para dejar de pensar por cuenta propia, la obra y la conducta política de Enzensberger restituyeron la dignidad y el sentido creador y ético que tuvo el apelativo —ser de izquierdas— en el ámbito intelectual antes de ser maculado por el estalinismo y el oportunismo. En los años setenta y ochenta —y ahora mismo— sus poemas, ensayos, artículos han seguido cuestionando lo establecido y persiguiendo las astutas metamorfosis de la injusticia en la peripatética sociedad moderna. Aunque disimulado por el rigor del análisis o el juego de los símbolos y las imágenes, en todos sus textos subyace un sentimiento de cólera por lo mal hecho que está el mundo y la convicción de que es posible mejorarlo.

Pocos intelectuales han seguido siendo tan leales a esta idea del "compromiso" (l'engagement), incluso en los años cuando parecieron triunfar el maniqueísmo, los fanatismos encontrados. En los sesenta y los setenta, comprometerse dejó de significar una denuncia de la injusticia cualquiera que fuese la cobertura ideológica que la encubriese, y mudó en alinearse con una de las dos únicas opciones posibles: el comunismo o el capitalismo. De este modo, innumerables escritores progresistas optaron en contra de una forma de injusticia y a favor de otra, que, si el escritor era lúcido, consideraba un mal menor y pasajero, o si era cínico negaba que existiera. De acuerdo a esta hemiplejia moral, los progresistas se horrorizaban con los crímenes de los generales fascistas bolivianos, peruanos, uruguayos, argentinos, griegos o chilenos, pero su conciencia no se turbaba lo más mínimo porque millones de personas quisieran huir de Cuba o de Alemania Oriental; protestaban contra la política racista de África del Sur, pero no por la invasión soviética de Afganistán, y permanecían ciegos y sordos cuando el Vietnam socialista invadía Camboya e instalaba allí un gobierno hechizo, o cuando los tanques del Pacto de Varsovia aplastaban la Primavera de Praga. El escritor comprometido se había vuelto un militante, para quien las consideraciones políticas —oportunidad, eficacia, conveniencia— prevalecían sobre las éticas.

Enzensberger es una prueba de que había escapatoria a esa siniestra alternativa entre dos injusticias, que era posible ser un inconforme y un dinamitero del mundo capitalista, reconociendo la bancarrota del socialismo real, sin por ello "dar armas al enemigo". Era —es— una postura difícil, desde luego, amenazada de malentendidos, que exige un perpetuo estado de alerta y un inmenso esfuerzo de lucidez y de honestidad en cada palabra que se escribe, es decir, nada recomendable para los intelectuales perezosos, para los arribistas y para los que prefieren callar antes que equivocarse.

Los tiempos serán siempre difíciles para alguien que elige esa conducta, sobre todo en momentos en que el mundo parece estar navegando, como el Titanic, en la primavera de 1912, al encuentro con el iceberg. En su poema El hundimiento del Titanic, de 1980 (hay una excelente traducción al español hecha por Heberto Padilla y la colaboración del autor y de Michael Faber-Kaiser, publicada por Plaza y Janés), Hans Magnus Enzensberger reflexionó sobre este tema con más gravedad —pero también con más hondura— que en sus inteligentes "poemas para los hombres que no leen poesías". El largo y hermoso texto, de 33 cantos y 16 poemas, es dantesco por su ambición, por las apariciones que hace en él Dante, y por su horizonte apocalíptico. El hilo conductor es la catástrofe sobrevenida el 14 de abril de 1912 al hundirse el trasatlántico luego de chocar con un iceberg que le abrió el casco y perecer ahogadas millar y medio de personas (se salvaron setecientas). La tragedia está evocada con lujo de detalles —el menú de la última noche, las piezas que tocaba la orquesta, los juegos en cubierta, cómo se distribuyeron botes y salvavidas por orden jerárquico, los radiogramas de socorro—, como una metáfora de nuestra civilización, en peligro también de naufragio.
     
Es un poema sobre las ilusiones perdidas, o, más bien, sobre el fin de las ilusiones, de las ficciones ideológicas, de las manipulaciones históricas y filosóficas para fabricar certezas políticas que terminan siendo falsas. Curiosamente, el poema, pese a su tono con frecuencia sombrío —aunque hay en él de tanto en tanto estallidos de regocijo y humor— y a su mordacidad amarga, no contagia una sensación pesimista, de derrotismo e impotencia. Más bien, de lucidez frente al peligro. Emana de él una invocación a no rendirse frente a la adversidad, y, al mismo tiempo, a no intentar combatirla con exorcismos y conjuros de charlatán de feria, a enfrentarla de manera realista, sin hacer trampas.
    
En uno de sus más amargos cantos, el tercero, el poeta se recuerda escribiendo los primeros versos del poema, años atrás, en La Habana, y pensando: "Mañana todo será mejor, y si no/ mañana, entonces pasado mañana. Bueno,/ tal vez no mucho mejor/ pero al menos diferente. Sí, todo/ iba a ser muy diferente./ ¡Era formidable sentir eso! Ah, sí, lo recuerdo". En realidad, la fiesta había terminado hacía rato "y lo que quedaba era un asunto/ que debían resolver el hombre del World Bank/ y el camarada de la Seguridad del Estado./ Exactamente como en casa y en todas partes" (versos proféticos, sin duda, pues aquello ha ocurrido en China, en Vietnam, y ocurrirá probablemente en Cuba y Corea del Norte).

La melancolía de estos versos no debe dar la impresión de que el poema incurre en el nihilismo existencial o el cinismo político, dos caras de la frivolidad. Rechaza las falsas soluciones, pero afirma que los problemas humanos tienen solución y, en todo caso —lo dice el último verso—, el poeta se propone seguir a flote. Las falsas soluciones son las que predican los que viajan en los camarotes de lujo a quienes van apretujados en las sentinas, y las de los ideólogos del quinto canto, distraídos en eclipsar la realidad en una pirotecnia retórica sin advertir que el barco ha comenzado a sumergirse.

El hundimiento del Titanic es mucho más que un poema político. Asuntos graves se codean con asuntos risueños y los estilos cambian de estancia en estancia: lírico, épico, elegíaco, dramático. Por asociación, el Titanic lleva al poeta a recordar el fin del mundo, tema recurrente de la pintura medieval, y a componer un poema al anónimo maestro de Umbría que pintó uno de esos bellos cataclismos. El menú de la última noche dispara su mente hacia una pintura veneciana del XVI: La última cena. Ambos poemas son diestros ejercicios de plástica verbal, descripciones luminosas de elevada sensualidad. Pero en Enzensberger el arte no se contenta con el puro placer de los sentidos o del intelecto, y los poemas reflexionan también sobre lo que costó pintar aquellos cuadros, las servidumbres y tormentos que la sociedad impuso a los pintores —las exigencias de los mecenas, el fanatismo de los inquisidores, las limitaciones técnicas— para poder plasmarlos. Esos hombres que pintaron catástrofes debieron correr el riesgo de ser sacrificados —de ser víctimas de catástrofes— y de allí surge la autenticidad que comunican sus obras. Que sus cuadros existan y nos conmuevan tantos siglos después prueba que vencieron y, también, que incluso las catástrofes pueden tener un sesgo positivo, tornarse estímulos para escribir, pintar, componer, vivir. ¿Quién dice que no hay buenos poemas con moraleja? Este es un magnífico poema y su moraleja convincente: si vamos a hundirnos, aprendamos a nadar.


Londres, agosto de 1999



Tomado de Letras Libres



EL discípulo




Carlos Montenegro


No fue el «San Martín» el barco de mi iniciación; tenía escasamente trece años de edad cuando por vez primera consté en un rol marítimo.
De esto no tuvo la culpa ni María Luisa, mi novia, ni el Sandokan de Salgari; claro está que influyeron, influyeron...Pero, si a influencias vamos, yo debía ser un santo, pues mucho me agradaban las Vidas de éstos, cuando en el colegio, a la hora del almuerzo, nos las leía aquel hermano de San Vicente de Paúl, huesudo y alto, que tan buena pronunciación tenía. Y no fue así, ya que a los ocho meses me expulsaron del colegio en el que cumplí los doce años y en el cual me había internado para corregirme.
Salvé la tempestad de azotes de la llegada a casa con unas cuantas lágrimas vertidas con muy buena voluntad, y como se daba el caso de que, adoleciendo por mi carácter tímido de una castidad falsa, era, sin embargo, sensual por naturaleza, me hice novio de María Luisa, la hermana de mi amigo Enrique; una muchacha gordita y de ojos negros a quien le gustaban de una manera desesperante las esencias, las cuentas de azabache y los pasteles.
Como el peso que todos los domingos me daba mi tío Evaro no me alcanzaba para comprar, además de mis libros de aventuras, lo que ella me pedía, logré que el tío me colocara en una oficina donde el jefe, a quien llamábamos Erizo, me hacía gracia de dos pesos y veinte sermones semanales.
Por aquel entonces leí Sandokan, la historia del famoso pirata, y me entraron unos deseos muy  grandes de hacerme hombre a su semejanza. Le puse a mi novia, como a la heroína del cuento, Perla del Labuán, y le prometí un collar y un brazalete que le llevé al día siguiente, a pesar de que me costaron diez pesos.
Pero he aquí que, naturalmente, no le agradó a Erizo que le hiciese regalos a mi novia con el dinero que era suyo, y me expulsó a su vez.
Aquel día hubo azotes, mi tío cesó de darme el consabido peso, y lleno de viril indignación que había aprendido de Sandokan, vi que María Luisa me abandonaba, pretextando, ¡a los doce años!, que se quería meter a monja.
—Yo te conquistaré —le dije— ¡Ya verás!
Meses después me embarcaba de camarero en un barco de cabotaje.
Los hombres son unos incomprensivos. ¡Con qué desfachatez me pedían un vaso de agua, a mí, que tenía el alma de hombre tremendo!
La palabra que más me ofendía era la de «mozo», y sobre todo cuando era dicha por algún muchacho de las familias que iban a bordo. Poco a poco fui comprendiendo la verdad; no obstante, cada ola me traía un ensueño, y por las noches, tendido boca arriba en las escotillas de proa, a donde llegaban las salpicaduras del agua, me imaginaba los muros del convento que escalaba, con un kriss malayo entre los dientes, las pistolas en el fajín de seda, y unas botas altas que me llegaban a los muslos:
—¿No te dije que te conquistaría? Aquí estoy, ¡vamos!
La imaginación, que me torturaba con jugarretas, me la presentaba como a sor Angélica, la monja maestra de mi hermana, a la cual vi un día sin cofia, toda rapada.
Rechazaba, casi materialmente, la visión escandalosa, y tornaba a comenzar otro episodio que siempre iba a parar a lo mismo o en algo peor: cuando no el pelo eran las cejas y pestañas lo que se había depilado.
De aquel amor me curaron otros amores más pecani-mosos y reales; no hay pasión más lasciva que la de las mujeres maduras por el niño cuando empieza a ser hombre: ¡resulta uno el poseído! De alguna sé que aún mareadas y todo, ¡daban unos besos!
Sin curarme —pues la cabra tira al monte—, comencé a ser más reflexivo; comprendí la inutilidad de mis viajes; pero, cuando quise abandonar el barco, no pude: la mar enamora también. Sólo se me ocurrió dejar aquel barco por otro donde no viajasen comisionistas, muchachos malcriados y también, ¿por qué no?, aquellas señoras gordas que me besaban, más que en los labios, en los dientes, de tanto apretar.
Después de algunas dificultades logré embarcarme en el «San Martín», un vaporcito de poco tonelaje y máquina cansina que remolcaba a puertos extranjeros lanchones de miel.
La nostalgia del primer barco se me curó pronto por la novedad del segundo; pero el Sandokan portentoso se me esfumó, y María Luisa había —para mí— hecho sus votos.
Me iba quedando solo; los ensueños se me hacían más espaciosos e imprecisos; y las cartas que aún, de cuando en cuando, recibía, eran abominablemente huecas; además, en el nuevo barco no dejaba de ser lo que era: un camarero. Busque a mi alrededor y me llamó la atención Juan, un muchacho robusto, valenciano de ojos vivos y malignos, conducta sórdida, perverso y mal querido por el resto de la tripulación. Había sus motivos para esta malquerencia: igual ponía una hoja de acero en las ropas de un timonel para que la aguja imantada se alocase, que a hurtadillas echaba a pelear al cocinero con el resto de la tripulación, vertiendo en los calderos del rancho triple cantidad de sal que la necesaria. Hacía el mal por gusto. En la Marina inglesa o alemana se hubiera ganado algunas barras y una que otra bolina; allí, en el barquito aquel de costumbres caseras, se le requería, se le amenazaba con la expulsión, y se utilizaban sus servicios de marinero activo y experto.
Yo, pese a sus maldades —tal vez por ellas mismas—, lo preferí a la otra gente porque era marinero de verdad, ¡marinero de buque de vela, de bergantín! No sabía leer, y sin embargo cuarteaba la brújula como un oficial; odiaba a sus compañeros y era contrabandista —mínimo defecto—; y por otro lado, se había encariñado con el barco y conmigo.
Los otros eran más bien hombres de muelle, de cabaret; cuando tenían cien pesos se desenrolaban. En los brazos, en vez de anclas o sirenas, se pintaban mujeres en cueros, con medias y ligas puestas; mujeres con senos enormes que nunca enseñaban las manos porque éstas son muy difíciles de tatuar. Eran tal vez unos buenos obreros, de rato en rato bolcheviques, enemigos de la propiedad y, como consecuencia, degenerados, amigos de lo ajeno.
Como a Juan le agradaba mucho que le leyese, le propuse un día enseñarlo a leer y a escribir. Aprendió en tres meses.
Las clases eran tumultuosas y originales:
—¡Por Dios, chico, no seas bruto! ¿Vamos a tener que empezar de nuevo? «Vira de bordo» no se escribe así: vira es con ve de vaca, y bordo con be de burro.
—Ahí está, ¡eso es lo que a mí me revienta! ¡A ver! ¿Por qué han inventado esas dos letras si suenan lo mismo?
A mí, que tampoco lo sabía, me entraban deseos de responderle: «porque les dio la gana», pero me contenía a tiempo en atención a mi fuerza moral; y ante aquel atolladero didáctico exclamaba buscando la palabra:
—Pues..., por euferismo.
—¿Cómo? ¿Qué es eso?
Ya puesto en el disparadero, no me quedaba más recurso que continuar.
—¿Tú no sabes que cada palabra tiene su sicología?
—¡Hombre, hasta ahí no he llegado!
—Pues bien, cada palabra tiene su sicología y cada letra, como es natural, ¿no?
—Claro...
—...su euferismo especial; por eso vira se escribe con ve de vaca y bordo con be de burro, como buque, babor, etcétera.
—¿Y revolucionario?
—Con ve de vaca.
—¿Y soviet?
—También con la misma.
—¡Aaah, espera! ¿Todo eso de revolución se escribe con ve de vaca?
—Sí, casi todo...
—¡Ya ves lo que son las cosas! Matías dice que soy un animal y ha puesto con pintura colorada, encima de su litera:
«Yo soy un rebelde», y lo ha puesto con be larga.
—Está bien —decía yo honradamente—; así se escribe.
—¡Eh! ¿Y por qué? —replicaba, mirándome con sus ojos de una perspicacia terrible.
—¡Cómo por qué! Por el euferismo, chico, por el euferismo.
—¿Sabes tú que eso es más difícil de la cuenta?
—Seguro. ¡Y después a ti se te ocurre meterte en cada hondura! Pero no, poco a poco le irás cogiendo el golpe, ya verás.
Daban las tres, y Juan, que tenía que ir a relevar al timonel, me dejaba solo.
Le había tomado cariño a aquel muchacho que era odiado por todos y a todos odiaba. A veces, entre lección y lección, hablábamos mal de los otros. ¡Ah, el pobre don Julián! Un piloto tremendo que se desesperaba por la poca marcha de su barco. ¡Cómo nos burlábamos de él!
Este no utilizaba mis servicios, cosa extraña siendo el capitán. Se hacía la cama y arreglaba personalmente su camarote. Como era alto y extremadamente flaco, le pusimos un día por apodo el nombre de un faro: Maternillos. Siempre le conocí el mismo uniforme, pero al llegar a puerto se vestía con traje de paisano que le resultaba muy corto, y un sombrero de paja, amarillo de puro viejo, que desenvolvía de entre un montón de papeles y que se ponía después muy derechito. Saltaba a tierra y regresaba a la media hora trayendo tabaco
y varios periódicos que le servían, alternados con la Biblia, de lectura durante el viaje. Tenía los ojos azules y bondadosos; las manos finas y blancas, serenas en el ademán. A la hora de tomar la altura, cosa que no confiaba a sus oficiales, lo hacía pausadamente, suspendiendo el sextante con el gesto patético de un cura de aldea en el instante de alzar el cáliz. Hacía versos y cartas muy largas que enviaba, con doble franqueo, a un desconocido y, probablemente, romántico destino.
Un día me llamó.
—Joven —me dijo—, he recibido carta de su familia y de los consignatarios de la empresa, en las cuales se le recomienda a usted. Haciéndome cargo de la situación, les he contestado. Desde hoy ponga un cubierto para usted en nuestra mesa. Puede retirarse.
—Señor...
—¿Decía...?
—¿Quién servirá?
—Que haga cada uno su servicio; ponga todas las fuentes en la mesa.
Me retiré medio turbado y le conté el caso a Juan.
—Pero tú no vas a aceptar, ¿verdad? —me dijo, lleno de envidia o de buen sentido.
—Hombre, yo creo que no me queda más remedio.
—¡Que no te queda más remedio! Es bobería, eres como los otros.
—Pero, chico, ¿qué quieres que haga?
—Nada, nada; eres como todos, como los demás.
El bolcheviquismo del castillo de proa también me lo criticó.
Pero no obstante —y harto disgustado porque aquello resultaba un tanto ridículo—, me senté al cabo de la mesa en la cual tenía que poner primero las fuentes.
Al fin todo cambió. Después de una ausencia de tres días, regresó don Julián casado. ¡Una mujer preciosa! Josefina. Tenía el pelo, las manos, el cuerpo, como esas mujeres que nos gustan siempre. ¡Divina!
Como el nuevo estado de nuestro capitán requería más etiqueta, tuve que abandonar —a petición— el alto honor que se me había concedido.
La algarabía del castillo de proa fue tremenda.
—¿No te lo decíamos? Al César lo que es del César— decía Juan, ya medianamente ilustrado—; desde que comías con los oficiales ya ni me enseñabas.
Mi fondo sandokanesco surgió de nuevo. En venganza de mi derrota, comencé a desnudar con la vista a aquella mujer que la había causado, y a no ser tan preciosa, me hubiera desenrolado por segunda vez.
A la semana, ella, que era mujer y sensual, me adivinó y valoró a su esposo. ¡Pobre don Julián! Hizo mal matrimonio. Al mes Josefina ya se mareaba, tenía que llevarle refrescos a la cama, y un día:
—¿Tú no tienes novia? —me preguntó.
—La tuve, pero se metió a monja —respondí algo asustado por aquella oportunidad que parecía ofrecerme.
—¡Pobrecita! ¿Y por qué?
—Nada, por darme dolores de cabeza.
—¡Ay, qué gracioso ¿Y tú?
—¿Yo? Me hice marinero.
—Lo que no debes sentir mucho, ¿verdad?
—Hombre, como sentirlo, no lo siento; pero alegrarme, tampoco me alegro.
—¡Caramba, qué poco cortés eres!
—¿Por qué dice usted eso?
—¡Cómo por qué! No siendo marinero no me conocerías a mí. ¿No te paga esa amistad todos los trabajos que has pasado?
Me puso un poco nervioso.
—Por eso digo que no lo siento del todo. Pero, de todos modos, quisiera haberla conocido en tierra.
—Hubiéramos sido novios, ¿no?
—¿Y don Julián?
Hizo un gesto de aburrimiento.
—Don Julián..., don Julián. Mira, ¿quieres darme un beso? Ven, siéntate aquí, a mi lado.
—Pero, ¿y si viene él?
—Te prohíbo que me lo nombres más. Déjalo quieto. Ven, siéntate a mi lado. Y nos amamos. Nos amamos al compás de los cigüeñales de la máquina del buque, turbulenta y cansina. Nos amamos; y como quiera que Juan me debía una reparación, supo mi secreto.
—¿Pero es cierto lo que me dices?
—¿Cierto? Ya que no en la mesa, por lo menos en la cama tengo un puesto honroso.
Juan quedó pensativo, y puso la cara tan fea, que inmediatamente me arrepentí de mi cínica confidencia.
—Bueno, chico —dijo marchándose—, al que San Juan se la dio... Ya sabes el resto.
Al pasar por encima de los cables del remolque, que estaban arrollados a popa, se manchó los pies descalzos, y al irse dejó en el pentagrama que el calafateado sugería en la cubierta primorosamente blanca, las notas negras de los dedos, arbitrariamente incompletas, dignos de ser plagiadas por un compositor loco.
A la semana don Julián nos sorprendió en pleno beso. Fue terrible. La palabra es insuficiente.
Don Julián entró extraño, y levantando poco a poco la diestra armada de un revólver, nos apuntó. Sin decirnos una palabra nos apuntó; nos apuntó serenamente, con los ojos azules, trágicamente dulces, clavados en ella, mientras a mí me encañonaba, me encañonaba sin mirarme. Después, como para reafirmar la puntería, encogió algo el brazo, y de súbito, mordiendo el cañón del arma, se la disparó en la boca.
Mientras caía pesadamente, ella tuvo un suspiro hondo y yo me acordé de Sandokan. Después que lo echaron al agua, el primer oficial le entregó a Josefina un papel todo arrugado y sin firma que decía:
«Capitán: su señora lo está engañando con el camarero, bijílelos. Perdoneme el euferismo de la letra pues no estoy muy practico en eso de la sicolojia.»