sábado, 11 de octubre de 2014

El interrogatorio



Virgilio Piñera 



¿Cómo se llama?
-Porfirio.
¿Quiénes son sus padres?
-Antonio y Margarita.
¿Dónde nació?
-En América.
¿Qué edad tiene?
-Treinta y tres años.
¿Soltero o casado?
-Soltero.
¿Oficio?
-Albañil.
¿Sabe que se le acusa de haber dado muerte a la hija de su patrona?
-Sí, lo sé.
¿Tiene algo más que declarar?
-Que soy inocente.
El juez entonces mira vagamente al acusado y le dice:
-Usted no se llama Porfirio; usted no tiene padres que se llamen Antonio y Margarita; usted no nació en América; usted no tiene treinta y tres años; usted no es soltero; usted no es albañil; usted no ha dado muerte a la hija de su patrona; usted no es inocente.
-¿Qué soy entonces? –exclama el acusado.
Y el juez, que lo sigue mirando vagamente, le responde:
-Un hombre que cree llamarse Porfirio; que sus padres se llaman Antonio y Margarita; que ha nacido en América; que tiene treinta y tres años; que es soltero; que es albañil; que ha dado muerte a la hija de su patrona; que es inocente.
-Pero estoy acusado –objeta el albañil-. Hasta que no se prueben los hechos estaré amenazado de muerte.
-Eso no importa –contesta el juez, siempre con su vaguedad característica-. ¿No es esa misma acusación tan inexistente como todas sus respuestas al interrogatorio? ¿Como el interrogatorio mismo?
-¿Y la sentencia?
-Cuando ella se dicte, habrá desaparecido para usted la última oportunidad de comprenderlo todo –dice el juez; y su voz parece emitida como desde un megáfono.
-¿Estoy, pues, condenado a muerte? –gimotea el albañil-. Juro que soy inocente.
-No; acaba usted de ser absuelto. Pero veo con infinito horror que usted se llama Porfirio; que sus padres son Antonio y Margarita; que nació en América; que tiene treinta y tres años; que es soltero; que es albañil; que está acusado de haber dado muerte a la hija de su patrona; que es inocente; que ha sido absuelto, y que, finalmente, está usted perdido.
                        
                                                                                                                               1945


Cuentos Completos, Letras Cubanas, 2004, pp. 276-277.

             

Ante la Ley




Pedro Marqués de Armas


En Piñera, toda ficción se ubica dentro de un paradigma legal que constituye, al mismo tiempo, un extenso espacio literario que podría situarse entre Dostoyevski y Kafka. Ubico la ficción piñeriana allí; incluso ficciones que apenas rozan lo político, siempre mantienen su tensión con la ley. Observa la violencia (y esto es lo principal) sin eludir máscaras: el carnaval, la música, las pendencias domésticas y todo aquel circo del “vivir cubano”. Lo que se comporta como género es, en definitiva, la realidad; tragicomedia que, al repetir determinadas pautas, apenas requiere elaboración.
Piñera trafica con el núcleo de ese género; y la prueba es que esa ciudad fluida, no menos que el dinero o la mugre, debe apoyarse, indefectiblemente, en “pequeños relatos” de carácter amplificador: rumores, anécdotas, personajes de época, etc., recordados justo por lo que suponen a escala criminal. 
En este sentido, es ejemplar el uso de la crónica roja. Se apoya en hechos criminales, no tanto porque fueran vistos, o incluso leídos, como sí en virtud del rumor que dejan en la red pública. Tales amplificaciones tienen por función, un poco, tamizar y enmascarar la violencia, pero también mantenerla en la memoria. Constituyen el crimen mismo, y a la vez, lo que resulta terrible, tienen una función de olvido… Resultan el instrumento de una ideología que capta (también ella), el núcleo de ese género organizado por la Ley.
Si esa ideología pretende a toda costa el olvido, o por lo menos enmascarar o disuadir sus crímenes, al escritor toca exaltar esa “confusa gesta”, ese “danzón ensangrentado”, señalar su contubernio con la materialidad de las cosas.  
Es esto lo que podríamos llamar el relato Piñera. En una oportunidad dijo sentirse tan realista, que no podía representar la realidad sino desquiciándola, para de ese modo hacerla más real y viva. También expresó (a propósito de Aire Frío) que no recurría al absurdo, a riesgo de convertir a aquella familia suya (por extensión, la absurda familia cubana) en una entidad razonable. 
Realidad como género va a implicar, por tanto, el hecho de que la nada (la “nada-historia”) sea más bien “algo”. ¿Y de qué podía tratarse sino una manera de contar?
Para Virgilio esa “nada” tiene que ver, no con el nihilismo europeo, sino con su devaluación, invento que ajusta a las coordenadas del “vivir cubano”. Cualquier resistencia, acumulación, etc., el intento de crear una cultura como tal, en esas condiciones, sólo puede llevar "a la morfología de la vaca o del lagarto”. Creo que esta observación apunta a algo conceptual: nada menos que el descubrimiento de una nueva manera de decir.
No es, por supuesto, el modo de La isla en peso. Allí Piñera formula, todavía, una pregunta en profundidad, perfectamente respondida; pues aun cuando la respuesta es: “no hay origen”, “no hay historia”, “no hay relato”, se trata de una arqueología del ser (nacional), cuyo carácter programático en modo alguno se oculta.
Y es que esa “nada” que habita el dominio de la realidad, y que resulta sorprendida en su movimiento, no es sino el límite, el espectro vacío de la Ley, rebajado a sus niveles ínfimos, o fantasmales, que son precisamente los de una ficción soberana: esa que invierte la fuerza persuasiva, o autorizadora, de su propio paradigma. 
En una gran variedad de textos de Piñera aparece este elemento, es decir, la inversión de la verdad, del tipo lógico, incluso del anclaje metafísico. Muchas veces el escenario es el crimen, o bien el tribunal. Sus personajes están siempre, de alguna manera, atrapados en ese espacio, pataleando allí contra leyes, pero al mismo tiempo la voluntad del escritor es la de desquiciar ese marco legal, creando una serie de posibilidades. Así, los conflictos sólo son conflictos aparentes, y lo que a menudo se genera es una suerte de anti-conflicto.
Hay un rebajamiento, y a la vez un uso excéntrico, periférico, espectral, -en última instancia juguetón- de dicho paradigma criminal.
En Dostoyevski, por ejemplo, después de un largo recorrido policial, o psicológico, siempre vemos asomar cotas de salvación, o de perdón. El secreto, como condición narrativa, después de haberse tensado, se diluye. No es el caso de Piñera, donde ni siquiera existe el secreto, pues todo es puesto en superficie.
Los personajes de Piñera no tienen salvación: están atrapados en un presente absoluto concebido de hechos, y no de ideas; y de hechos que se están borrando, además, en el instante en el que acontecen… Es como si las cosas vividas se perdieran, o malograran, decía Piñera, al momento de realizarse, o de ser dichas, lo que supone una falta de acontecimientos, y, por tanto, de Tiempo.
Los personajes de Piñera se expresan, en definitiva, como figuras sub-legales. Hay un cuento que es paradigmático y concentra bien esto que trato de decir, “El Interrogatorio”: el acusado es eso que dice el juez, el acusado no es eso que dice el juez, tampoco eso que dice de sí mismo, después no es un acusado, ni nada por el estilo; pero igualmente sigue condenado ad eternum y de antemano, y poco cambia a pesar de que el juez diga, incluso llegue a decir, que tampoco se trata de un interrogatorio.
Y es que las leyes operan en Piñera para hacer posible la acción dramática -como en la comedia griega, aunque en su estilo siempre fatalmente moderno-; para hacerla posible por debajo de todo, como si se tratara de colar algo de menor consistencia que una capa de cebolla. Este por debajo, por supuesto, es también una forma de agujerear el teatro del absurdo, el teatro ontológico, etc. Aquello que desquicia queda subsumido a un rango tan ínfimo que cosas tan pesadas como el Estado, la Tradición, o el Absoluto –como máquinas ficcionales- solo pueden mostrar su inoperancia…
Se pueden señalar varios ejes de este orbe devaluado.
En Farsa Alarma… el asesino es un asesino a pesar suyo. Se considera el problema del castigo y la justicia, pero al final una musiquilla que se escucha (Danubio Azul), y que parece salir de ninguna parte, es suficiente para que los personajes devengan en sus inversos. El juez se convierte en anti-juez, el acusado en anti-acusado y la viuda en anti-viuda. Y todo en virtud de esa nota, ilocalizable, de esa pelusita musical. En Jesús también… Todo ocurre a su pesar, y del modo más gratuito, aun tratándose de un sacrificio y de una adoración…
Pero “El interrogatorio” es sin duda el ejemplo por excelencia, porque lo que se devalúa es el interrogatorio mismo y, por tanto, el principio en que se funda la ficción. Hay entonces, un manejo múltiple de la ley. Un modo polifacético, una máquina de construir/destruir ficciones, siempre constantemente devaluadas.
Piñera no avanza, como Art, tras un secreto; no pretende hacer estallar las estructuras sociales y/o ficcionales en boga, mediante el robo, el complot, y otras artimañas. Su obsesión es mostrar la ausencia de secreto, el rompecabezas vacío de la Ley.



Basta





Robert Walser


Yo nací en tal y tal fecha, me educaron aquí y allá, fui como es debido a la escuela, soy eso y aquello, me llamo así y asá, y no pienso mucho. Soy hombre; desde el punto de vista civil soy un buen ciudadano y provengo de buena clase. Soy un miembro limpiecito, callado y simpático de la sociedad humana, un así llamado buen ciudadano, me gusta tomar mi cerveza con medida, y no pienso mucho. Es evidente que me encanta comer bien y también es evidente que las ideas me son ajenas. El pensar con agudeza me es totalmente ajeno, las ideas me son completamente ajenas, y por eso soy un buen ciudadano, porque un buen ciudadano no piensa mucho. Un buen ciudadano come su comida y con eso ¡basta!

No me rompo mucho la cabeza, eso se lo dejo a otros. El que se rompe la cabeza se hace odioso; el que piensa mucho es visto como una persona desagradable. Julio César a su vez, señalaba con su dedo gordo al ojeroso de Casio, al que le tenía miedo, porque suponía que tenía ideas. Un buen ciudadano no debe despertar miedo y sospechas; pensar mucho no es asunto suyo. El que piensa mucho es mal visto, y es completamente innecesario hacerse impopular. Dormir y roncar es mucho mejor que pensar y crear. Nací en tal y tal fecha, fui aquí y allá a la escuela, leo ocasionalmente este y aquel periódico, ejerzo esa y aquella profesión, tengo esa y aquella edad, parece ser que soy un buen ciudadano y parece que me gusta comer bien. No me esfuerzo mucho en pensar, eso se lo dejo a otros. Romperme la cabeza no es de mi incumbencia, porque al que piensa mucho, le duele la cabeza, y los dolores de cabeza son completamente innecesarios. Dormir y roncar es mucho mejor que romperse la cabeza, y una cerveza tomada con medida es mucho mejor que pensar y crear. Las ideas me son totalmente ajenas, y no me quiero romper la cabeza bajo ninguna circunstancia, eso se lo dejo a los gobernantes. Por eso soy un buen ciudadano, para tener mi tranquilidad, para no tener que usar la cabeza, para que las ideas me sean completamente ajenas, y para no angustiarme, si es que acaso, llego a pensar mucho. Tengo miedo de pensar con agudeza. Si trato de pensar con agudeza empiezo a ver estrellas. Mejor me tomo una buena cerveza y dejo cualquier forma de pensamiento agudo a los líderes gubernamentales. Por mi parte, los hombres de Estado pueden pensar tan agudamente como quieran, y durante mucho tiempo hasta que se les llegue a romper la cabeza. Siempre veo estrellas cuando uso mi cabeza, y eso no es bueno, y por eso me esfuerzo lo menos que puedo y me quedo de lo lindo sin cabeza y sin pensamientos. Si solamente los hombres de Estado pensaran hasta ver estrellas y les reventara la cabeza, todo estaría perfecto y la gente como yo podría tomar su cerveza de manera moderada, tener preferencia por comida buena, dormir bien y roncar en la noche, suponiendo que dormir y roncar sea mucho mejor que romperse la cabeza y mejor que pensar y crear. El que usa la cabeza sólo se hace odioso, y el que difunde opiniones e intenciones es considerado una persona desagradable; un buen ciudadano no debe ser desagradable sino agradable. Con toda la tranquilidad del mundo, dejo el pensar agudo y fatigante a los líderes de Estado, porque gente como yo sólo somos miembros sólidos e insignificantes de la sociedad, un así llamado buen ciudadano o burgués de miras estrechas al que le gusta tomar su cerveza con medida y le gusta comerse su linda comida grasosa y con eso ¡basta!

Que los hombres de Estado piensen hasta que confiesen que ven estrellas y les duele la cabeza. Un buen ciudadano nunca debe tener dolores de cabeza, al contrario, siempre debe disfrutar su cerveza tomada con medida y debe dormir suave y roncar en las noches. Me llamo así y asá, nací en tal y tal fecha, en este y aquel lugar me mandaron debidamente a la escuela, leo ocasionalmente este y aquel periódico, de profesión soy eso o aquello, tengo esa y aquella edad, y renuncio a pensar mucho y con esmero, porque el dolor de cabeza y el esfuerzo se los dejo con gusto a las cabezas líderes que se sienten responsables. Gente como yo no siente responsabilidad alguna porque le gusta tomar su cerveza con medida y no piensa mucho; deja esta particular diversión a las cabezas que llevan la responsabilidad. Fui aquí y allá a la escuela, donde me obligaron a usar mi cabeza, a la que desde entonces nunca más esforcé en lo más mínimo y tampoco he empleado. Nací en tal y tal fecha, tengo este y aquel nombre, no tengo responsabilidad y de ninguna manera soy único en mi especie. Afortunadamente hay muchos como yo, los que disfrutan de su cerveza tomada con medida, que al igual que yo piensan poco y no les gusta romperse la cabeza, que mejor dejan eso con gusto a otras personas, como por ejemplo a hombres de Estado. A mí, miembro callado de la sociedad, pensar con agudeza me es ajeno, afortunadamente no sólo a mí, sino que a legiones de aquellos, que como yo, les encanta comer bien y no piensan mucho, tienen esa y aquella edad, fueron educados aquí y allá, son miembros pulcros de la sociedad y, como yo, buenos ciudadanos, a los que pensar con agudeza les es ajeno como a mí, y con eso ¡basta!



Traducción de Harriet Quint 


viernes, 10 de octubre de 2014

Chinchón




Charles Tomlinson



Los árboles, en este paisaje,
señalan la presencia de un río.
Una carretera secundaria
—hierba seca, horizonte de roca—
nos guía, serpeando,
hasta un pueblo que velan
los ojos ciegos de un castillo en ruinas:
estamos en Chinchón.
A una semana de diciembre
el lugar se halla medio desierto.
La plaza, capaz de transformarse
en ruedo o en teatro,
espera la llegada de los actores
de la obra de Lope
que anuncian los carteles.
Sentados en el bar del parador,
en medio de un despliegue
de azulejos florales, bebemos un licor
que emana un aura cálida
en el frío incipiente
y se llama, asimismo, Chinchón.
Anís. Anís es lo que ofrecen
estos campos resecos,
con sus flores amarillas y blancas
y el gusto a regaliz de sus semillas:
ahora bebemos la destilación
de España, un sorbo acre
que no carece de dulzura, como el dejo caliente
de la aspirada castellana.
El cielo, desdeñoso, vigila nuestra marcha
desde los ojos ciegos
del castillo. El coche
es un escarabajo extraviado en la vasta
y creciente amplitud de la meseta
que nos rodea. Lejos, en Guadarrama,
una nube de nieve palpa
la columna dorsal de la montaña
que corona las cimas una a una
como una ola a punto de romper. Abajo,
el rastrojo candente de los campos
azulea el crepúsculo
y pierde el hilo de la carretera;
las luces de Chinchón quedan atrás y luego se disipan.



Traducción de Jordi Doce




jueves, 9 de octubre de 2014

El cerdo de la feria de Neuilly




 
Luis Rodríguez Embil


Yo vi cierta vez un cerdo patético que me impresionó profundamente. Fue en París, en la feria anual de Neuilly. Un amigo, que posee la fortuna extraordinaria de ser dueño de un automóvil (una de las bienaventuranzas de nuestra época, tan justamente orgullosa de su avasallador progreso material), me invitó una noche a ir con él a la feria en su vehículo. No tenía yo nada que hacer aquella noche. Acepté, por supuesto.

Y puedo, en verdad, afirmar que es un estudio interesante un viaje en automóvil. Si bien hace ya algunos años que esos símbolos de nuestra civilización pasean su vientre de burgueses y sus antiestéticas caderas por las calles de todas las ciudades algo importantes del mundo, aún llaman la atención a ratos y despiertan la curiosidad.

No pocos de los transeúntes se vuelven todavía para mirarlos cuando pasan; y esas miradas múltiples y varias son como estrofas de un gran poema, páginas que, puestas juntas, acaso pudieran formar el libro de la vida contemporánea, de sus apetitos, de sus aborrecimientos, de su malestar, de su malhumor inquieto y triste y de su desnivel espantoso.

Y es que el automóvil constituye la representación ambulante y particularmente provocativa -hasta por su fealdad...- del Tirano temido y adorado que hace gemir bajo su yugo áureo el pecho de la mayoría de nosotros: el Dinero, el Duro Todopoderoso, the Almight Dollar... Es antipático e imponente por eso el automóvil; deseable y repulsivo. En su ancho vientre se desearía estar y se teme subir. Es casi humano, con su figura casi elocuente. Es un gran símbolo.

Pero iba a hablar, si no me equivoco, de la feria de Neuilly, y de algo que vi en ella. Mi vanidad y la pueril satisfacción de haber andado en automóvil me impidieron hacerlo sin tardanza ni digresiones inútiles, como se debe. Pero a ello me encamino, aunque con toda la calma propia de los dioses del Olimpo, y del buen rucio de Sancho Panza.

Llegamos, pues, a la feria. Ya sabe usted, lector, lo que es una feria. La de Neuilly es como todas: un poco más de arte y elegancia quizá, porque ese pueblo francés, el más material del mundo, según Taine, es también, y probablemente por lo mismo, el más artista. Todo en París parece más bello que en el resto del orbe: desde la brasserie de moda, donde arde la agitación de la vida nocturna, hasta la última piedra del bulevar; desde la Opera hasta el Jardín de Invierno; desde el andar de una parroquiana de Chez Maxim's hasta el ramo de flores de tres sueldos que coloca en su ventana estrecha la pobre midinette al volver a su casa por la tarde...

Pero, aparte de ese sello indefinible, aunque claramente perceptible, de belleza y gracia que pone el alma francesa hasta en las cosas más vulgares, la feria de Neuilly es como las demás: artificialmente bulliciosa, artificialmente alegre, pintarrajeada, divertida y triste a un tiempo.

Habíamos llegado, pasando al través de la doble y amplia fila de árboles de los Campos Elíseos y de la Avenida del Bosque, bajo el cielo estrellado de Junio. El automóvil comenzó a andar al paso, entre los innúmeros peatones y los carruajes que por la calle de la feria circulaban.

Y había en las barracas de ambos lados muchas cosas grotescas y dolorosas. Había pobres hombres, vestidos de legionarios de Roma, que mostraban sus músculos como reclamo, anunciando una lucha en el interior; bailarinas feas, y algunas cuasi venerables, que, al son de un bombo, anunciaba su empresario como maravillosas bayaderas. Una mujer de pie, con aspecto espantado, era públicamente hipnotizada por un doctor de feria, ante una multitud atenta. La música de los carrousels se unía en el aire tibio a los gritos de los anunciadores de espectáculos y a los disparos secos de las barracas de tiro. Un hombre y una mujer hacían de estatuas en una tienda: la gente se detenía ante su inmovilidad blanca. Entretanto, por medio de la vía, impasibles, hombres-anuncios sostenían el cartel llamativo y banal de los teatros de verano.

Había, lo repito, esas y otras muchas cosas dolorosas y grotescas. Pero ninguno de aquellos pobres seres que luchaban heroicamente por el pan entre el gozo ficticio de la feria y la curiosidad sin entrañas de la gente, me impresionó tanto como un cerdo...

Me detengo, con pena. «El lector querrá que se le respete», como dice el venerable abuelo Hugo al repetir, en Los Miserables, la sublime y poco limpia frase de Cambronne. Yo pido a usted perdón, lector, y trataré de ser lo más pulido posible.

Figúrese usted que entre todas aquellas barracas había una, ante la cual nadie se detenía. ¡Imagínese usted cómo estaría su dueño! De nada le valía agotarse anunciando poseer las siete maravillas del mundo: ¡nada! Ronco, sudoroso, se le ocurrió entonces un arbitrio para llamar la atención. Acordóse, de que tenía un cerdo él, o uno de sus vecinos. Fue en su busca, decidido a tratar de atraer a la gente por cualquier medio. Y le vimos aparecer, al pasar nosotros, todo quebrantado de fatiga, desesperado, sin hablar ya, sosteniendo entre sus brazos al puerco, trabajosamente.

Era éste un cochino pelado, rapado, casi rojo. Debatíase protestando con rabia grotesca, con gruñidos en que palpitaba la nostalgia del chiquero y una impotente furia. Y el público, divertido, comenzó, por fin, a aglomerarse.

Los gruñidos subían de punto, y el cerdo agitaba las patas en el aire presentando el ridículo vientre a la risa de los transeúntes. Sus orejas se agitaban furiosas; y de sus ojillos estúpidos parecía surgir una especie de imploración asombrada...

Seguramente el dueño de la barraca le mortificaba con disimulo, para atraer más gente con sus chillidos destemplados. Quizá también vengaba en el grotesco animal su rabia de no haber ganado nada aquella noche... Los gritos, en efecto, no cesaron hasta que no hubieron entrado en la barraca algunas personas, ganadas por la original treta.

El cerdo descansó entonces, todavía con gruñidos de enojo acongojado, respirando fatigosamente. Nadie le compadecía. Nadie le comprendía. Y él no comprendía nada tampoco, ni a nadie. Miraba a los hombres reír, sin que nadie pensara en apiadarse de él. En su rudimentario cerebro, mientras la multitud se dispersaba, consumábase tal vez una revolución muda. Y la expresión de asombro implorativo de sus ojuelos dijérase que se trocaba lentamente en otra más profunda y misteriosa.

Vi alejarse en tanto a los últimos curiosos, y perderse entre la muchedumbre, jugueteándoles en los labios un resto de risa. Y no sé por qué se me incrustó en la memoria el recuerdo de aquel cuerpo rapado y rojo que acababa de ver, de aquella risible congoja, de aquel espasmo de dolor supremamente bufo...



 “Cerdo”: Gil Luna, artista, 1908, Madrid, pp. 153-160.