Hermine Wittgenstein
Desde luego, es muy difícil
escribir sobre una persona viva, en especial si no es posible aclarar con ella
algunos puntos oscuros, pero confío en que Ludwig no tomará a mal este mero
recuento de hechos que a mi juicio es correcto. Si se nos concediera volver a
encontrarnos en este mundo, podría hacer cualquier pequeña corrección que
considerase necesaria, aunque por mi propia voluntad no consentiría en hacerle
grandes cambios. Como ya dije, hago sólo un relato de los hechos y espero que a
través de él brille la personalidad de Ludwig; eso es lo que más me importa.
De joven, Ludwig mostró siempre
un gran interés por todas las cuestiones técnicas, a diferencia de Paul, quien
se sentía irresistiblemente atraído por la naturaleza, las flores, los animales
y los paisajes. A los diez años, por ejemplo Ludwig estaba ya tan familiarizado
con la construcción de una máquina de coser que era capaz de hacer un modelo a
escala con pedazos de madera y trozos de alambre, con el cual podía, en verdad,
coser unos cuantos puntos. Desde luego, para poder armar su modelo hacía un estudio
detallado de cada parte de la máquina y de los movimientos del mecanismo
necesario para dar las puntadas, mientras la vieja costurera de la familia lo
observaba con suspicacia y desagrado. Se había pensado que a los catorce años
Ludwig asistiera a la escuela pública, pero a consecuencia del extraño plan de
enseñanza adoptado por mi padre no pudo cumplir los requisitos para ingresar en
el Gimnasio de Viena, y así, luego de un breve periodo de instrucción para
complementar su educación previa, entró al Realgymnasium en Linz. Mucho tiempo
después uno de sus condiscípulos me dijo que al principio Ludwig les había
parecido como un ser de otro planeta. Sus modales eran totalmente distintos a
los suyos. Por ejemplo, utilizaba un cortés “Señor” cuando se dirigía a ellos.
Ésa era ya una barrera, pero también sus gustos e intereses en lecturas eran
del todo diferentes a los de ellos. Podría decirse que de alguna manera era más
viejo que sus compañeros, y sin duda, de modo incomparable, más serio y maduro.
Pero, sobre todo, era en extremo sensible, y me imagino que para él más bien
eran sus compañeros quienes parecían venir de otro mundo, y de un mundo
terrible por cierto.
Al término de sus estudios en la
escuela. Ludwig se inscribió en la Universidad Técnica de Berlín y dedicó la
mayor parte de su tiempo a problemas y experimentos relativos a la ingeniería
aeronáutica. De pronto, en esa misma época o muy poco después, la filosofía, o
mejor dicho, la meditación sobre problemas filosóficos, se convirtió en una
obsesión y se apoderó de él de una manera tan absoluta, aun en contra de su
voluntad, que sufría terriblemente, desgarrado por vocaciones conflictivas.
Ésta fue la primera de varias transformaciones que habría de sufrir, y cimbró
todo su ser. En esa época estaba trabajando en un ensayo de filosofía, y al
final decidió mostrarle su proyecto al profesor Frege, en Jena, quien también
se interesaba por problemas semejantes. Durante esos días, Ludwig se hallaba en
un estado de agitación constante, indescriptible, casi patológico, y yo temía
mucho que Frege, un viejo maestro, no tuviera la paciencia o la comprensión
para entrar en la materia en la forma que la seriedad de la situación exigía.
En consecuencia, también yo estaba en un estado de gran ansiedad y preocupación
cuando Ludwig viajó para visitar a Frege, pero las cosas marcharon mucho mejor
de lo que yo esperaba. Frege alentó las pesquisas filosóficas de Ludwig y le
aconsejó ir a Cambridge para estudiar con el profesor Russell, y Ludwig así lo
hizo.
En 1921 visité a Ludwig en
Cambridge. Se había hecho amigo de Russell, quien nos invitó a los dos a tomar
el té con él en sus habitaciones. Todavía puedo verlas: eran muy hermosas, con
libreros que ocupaban todas las paredes, y las altas y antiguas ventanas con
sus portaluces y dinteles dispuestos con elegante simetría. De pronto Russell
me dijo, “Esperamos que el siguiente gran paso en filosofía lo dé su hermano”.
Esta declaración me pareció tan extraordinaria e increíble que por un momento
todo ennegreció a mi alrededor. Ludwig es quince años menor que yo, y aunque
entonces tenía ya veintitrés años, aún me parecía muy joven, alguien que
todavía estaba aprendiendo. No es sorprendente, entonces, que nunca haya
olvidado ese momento.
Poco después, Ludwig viajó a
Noruega para trabajar en su libro en soledad absoluta. Se compró una cabaña de
madera situada en un punto rocoso y volada sobre un fiordo. Ahí vivía solo, en
un alto estado de intensidad intelectual que rozaba lo patológico. Con el inicio
de la guerra en 1914 volvió a Austria e insistió en alistarse en el ejército, a
pesar de una hernia doble de la cual ya había sido operado y por la que antes
se le había exentado del servicio militar. Tengo la completa certidumbre de que
no lo motivaba el sencillo deseo de defender a su patria. Tenía también un
intenso deseo de echarse a cuestas una tarea difícil y de hacer algo más que
puro trabajo intelectual. Al principio sólo consiguió que se le enviara a una
base militar de reparaciones en Galizia, pero continuó presionando para que se
le mandara al frente. Por desgracia ahora no puedo recordar los cómicos
malentendidos derivados del hecho de que las autoridades militares con las que
tenía que tratar creían siempre que estaba tratando de conseguir un puesto más
fácil cuando en realidad quería que se le asignara uno más peligroso. Por
último su deseo le fue concedido. Más tarde, después de ser condecorado en
varias ocasiones por su valentía y por haber sido herido en una explosión,
realizó un curso de entrenamiento para oficiales en Olmütz y alcanzó, creo, el
grado de teniente. Su amistad con el arquitecto Paul Engelmann –de quien
hablaré más adelante- data de esa época en Olmütz...
Aun en esa época Ludwig sufría
una profunda transformación cuyas consecuencias no se hicieron evidentes sino
después de la guerra, y que al cabo habría de culminar en la decisión de no
poseer ninguna riqueza. Los soldados se referían a él como “el tipo del
Evangelio”, porque siempre llevaba consigo la edición de los Evangelios de
Tolstoi. Hacia el final de la guerra combatió en el frente italiano y fue hecho
prisionero por los italianos cuando se declaró aquel extraño armisticio. Cuando
por fin volvió a casa lo primero que hizo fue deshacerse de su riqueza. La
repartió entre nosotros, sus hermanos, exceptuando a nuestra hermana Gretl, quien era muy rica en esa época, en
tanto que el resto de nosotros habíamos perdido gran parte de nuestra riqueza.
Mucha gente, entre ella mi tío
Paul Wittgenstein y mi amigo Mitae Salzer, no podía entender cómo podíamos
aceptar el dinero y no apartar por lo menos un poco, en secreto, en caso de que
más tarde Ludwig lamentara su decisión. Cientos de veces insistió en asegurarse
de que no existía la menor posibilidad de que aún le perteneciera dinero bajo
una u otra forma. Para desesperación del notario encargado de llevar a cabo esa
transferencia, Ludwig volvía sobre ese punto una y otra vez.
Sin embargo, lo que esa gente
tampoco podía saber era que la posibilidad de que sus hermanos le ayudáramos en
alguna futura circunstancia formaba parte esencial de su punto de vista y
aceptaba esa posibilidad con entera libertad y confianza. Cualquiera que haya
leído Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, recordará el momento en
que se dice que el ahorrativo y cuidadoso Iván bien podría encontrarse un día
en precaria, pero que su hermano Alesha, quien no tiene la menor idea acerca
del dinero, ni posee ninguno, de seguro se moriría de hambre, puesto que todos
compartirían gustosos con él lo que tuvieran y él así lo aceptaría sin la menor
reserva. Yo sabía esto con toda certeza, e hice todo para cumplir los deseos de
Ludwig hasta el último detalle.
Su segunda decisión, elegir una
ocupación por completo ordinaria y, de ser posible, convertirse en un maestro
de escuela rural, fue algo que al principio se me dificultó comprender, y
puesto que todos los hermanos solíamos utilizar analogías para explicarnos
mutuamente lo que queríamos decir, le dije durante una larga conversación que
tuvimos en esa época que cuando pensaba en él, con toda su preparación
filosófica, como un maestro de escuela primaria, me parecía como alguien que
quiere utilizar un instrumento de precisión para abrir un bolso. Ludwig me
respondió con una analogía que me dejó callada. Dijo: “Me recuerdas a alguien
que está mirando hacia fuera a través de una ventana cerrada y no puede
explicarse los extraños movimientos de un transeúnte. No puede decir si se ha
desatado una tormenta o si esa persona tiene problemas para mantenerse en pie”.
Entonces comprendí el estado en que su mente se encontraba. Primero, Ludwig se
hizo ayudante de jardinero en el convento de Hútteldorf y en el seminario de Klosternauburg,
luego asistió al instituto de pedagogía en Viena y se hizo maestro de escuela
primaria en Trottenbach, un pequeño pueblo en las montañas lejos de toda
terminal ferroviaria, y luego en Otterthal y en Puchberg am Schneeberg. En
muchos sentidos, Ludwig es un maestro nato. Todo le interesa y sabe distinguir
los aspectos más importantes de cualquier cosa y aclarárselos a otros.
Algunas veces yo mismo tuve
oportunidad de ver a Ludwig enseñar, pues dedicó algunas tardes a los muchachos
en mi escuela de oficios. Fue una maravillosa lección para todos nosotros.
Ludwig no disertaba solamente, sino que trataba de orientar a los muchachos
hacia la solución correcta por medio de preguntas. En una ocasión los puso a
inventar una máquina de vapor, en otra a diseñar una torre en el pizarrón, y en
otra más a dibujar figuras humanas en movimiento. El interés que suscitaba en
ellos era enorme. Incluso los muchachos menos dotados o desatentos salían de
pronto con excelentes respuestas y luchaban entre ellos en su afán de ganar la
oportunidad de responder o argumentar sobre algún punto. No obstante, un
maestro de escuela primaria no sólo debe tener la capacidad de enseñar una
materia de manera interesante y de estimular a los niños más talentosos (y de
hecho llevarlos más allá de lo señalado en la cartilla). También debe tener la
paciencia, pericia y experiencia para asegurar que los menos dotados, los
perezosos y las muchachitas con la cabeza llena de otras cosas salgan de la
escuela equipados con los conocimientos básicos y esenciales. También necesita
pericia y paciencia para tratar con los padres, que con frecuencia son en
extremo ignorantes. Ludwig no poseía esa paciencia, y al final su carrera como
maestro zozobró por la carencia de esas cualidades. En mi opinión, todo esto
anunciaba ya una nueva etapa de su desarrollo.

Cuando Ludwig abandonó su carrera
como maestro, esperábamos que volviera a la filosofía, pero primero entró en un
estado intermedio, del cual cristalizó algo enteramente nuevo e inesperado. Por
cierto, debo mencionar que Ludwig, quien antes de la guerra se había hecho tan
buen amigo del profesor Frege que lo visitó en varias ocasiones, le envió a
éste el manuscrito de la primera parte de su libro durante la guerra.
Extrañamente, Frege no entendió el libro en absoluto y le escribió a Ludwig
diciéndoselo con mucha franqueza. Al parecer, el desarrollo de Ludwig lo había
llevado en una dirección que lo apartaba de Frege, y su amistad no continuó
después de la guerra. Algo parecido ocurrió con Russell, aunque Russell había
traducido el libro de Ludwig al inglés y lo había hecho publicar en edición
bilingüe. Hasta donde sé, Ludwig criticó algunos de los ensayos más populares
de Russell, y la amistad no sobrevivió.
Su cambio de carrera ocurrió
justo en el momento en que mi hermana Gretl hacía planes para construir una
casa diseñada por el arquitecto Paul Engelmann, amigo de Ludwig. Había comprado
un curioso terreno en Kundmanngasse, que se ajustaba perfectamente a sus
propósitos. Quedaba un poco por arriba del nivel de la calle y tenía una vieja
casa, buena sólo para demolerse, y un pequeño jardín con hermosos árboles
antiguos. Estaba rodeada de casas pacíficas y sencillas y, sobre todo, no
estaba ubicada en un barrio elegante y cosmopolita; de hecho era todo lo
opuesto. Los contrastes son parte esencial del estilo de mi hermana.
Engelmann, a quien teníamos en
muy buen concepto como arquitecto, pues había trabajado tanto para mi hermano
Paul como para mí, transformando unos cuartos en especial feos en otros muy
hermosos, y a quien había llegado a conocer personalmente, diseño los planos en
casa de Gretl con la constante colaboración de ésta. Luego llegó Ludwig que,
con su intensidad habitual, se interesó por los modelos y los planos, comenzó a
modificarlos, y se obsesionó con el proyecto, hasta que al final se hizo cargo
de él por completo. Engelmann tuvo que ceder ante la fuerte personalidad de
Ludwig y la casa, después, se construyó bajo la supervisión de éste, de acuerdo
con su versión de los planos que se siguió hasta el último detalle. Ludwig
diseñó cada ventana y cada puerta, cada chapa y el sistema de calefacción,
cuidando cada detalle como si se tratara de instrumentos de precisión y con el
más elegante equilibrio. Luego, con inexorable energía se aseguró de que todo
fuera realizado con el mismo escrupuloso cuidado. Todavía puedo escuchas al
cerrajero preguntarle, en relación con una bocallave, “Dígame, señor ingeniero,
¿en verdad le importa tanto un milímetro de diferencia aquí o allá?” Aun antes
de que terminara de hablar, Ludwig le replicó con un “¡Sí!” tan fuerte y sonoro
que el hombre casi brincó del susto. De hecho, Ludwig tenía una sensibilidad
tan aguda respecto a las proporciones que un error de medio milímetro le
afectaba. En esos casos el dinero y el tiempo eran lo de menos, y admiro a mi
hermana Gretl por darle a Ludwig absoluta libertad a tal respecto. Dos grandes
personas se habían conjuntado como cliente y arquitecto, posibilitando así la
creación de algo único y perfecto en su especie. Se le dedicaba la misma
atención tanto al más insignificante detalle como a las características
principales, pues todo era importante, lo único que no importaba era el tiempo
y el dinero.
Puedo recordar, por ejemplo, dos
pequeños radiadores negros de hierro que se habían fijado en los rincones de un
pequeño cuarto. La mera simetría de ambos objetos negros bajo la luz de la
habitación bastaba para trasmitir un sentimiento de bienestar. Los propios
radiadores eran tan perfectos en sus proporciones y tan precisos en su forma
que resultó por completo natural que Gretl los utilizara como repisas para sus
hermosos objets d’art en los meses en que la calefacción permanecía
apagada. Una vez, mientras los admiraba, Ludwig me contó su historia, los
problemas que le habían costado y cuánto tiempo había requerido alcanzar la
precisión que era la clave de su belleza. Cada uno de estos radiadores
esquinados consistía en dos partes erigidas en preciso ángulo recto en relación
una de la otra y con un pequeño espacio entre ambas cuya medida había sido
calculada hasta el último milímetro. Descansaban sobre patas en las que tenían
que encajar exactamente. Primero se vaciaron una serie de modelos pero pronto
fue evidente que el tipo de vaciado que Ludwig tenía en mente no podía hacerse
en ninguna parte de Austria, la fundición de las partes principales se hizo
entonces en el extranjero, pero al principio pareció imposible lograr el grado
de precisión exigido por Ludwig. Cúmulos enteros de secciones de tuberías
fueron rechazados por inutilizables, otros tuvieron que ser trabajados
nuevamente hasta alcanzar una exactitud de medio milímetro. Fijar los pulidos
cilindros, distintos por completo de aquellos asequibles en el mercado, y
producidos de acuerdo con los diseños de Ludwig, provocó grandes dificultades.
Con frecuencia los experimentos conducidos por Ludwig se extendían hasta
entrada la noche, hasta que todo quedaba justo como tenía que ser. De hecho,
pasó todo un año entre el diseño de estos radiadores, que parecían tan
sencillos, y su realización. No obstante, el tiempo gastado me parece bien
empleado cuando pienso en la forma perfecta que logró darles.
Un segundo gran problema que
Ludwig me contó fue el de las puertas y las ventanas. Todas fueron hechas con
acero y la construcción de las altas y desusuales puertas de cristal con sus
estrechos maineles de acero fue en extremo difícil, pues no se empleaban rieles
horizontales como soporte y se requería una precisión que parecía imposible
alcanzar. De ocho firmas con las que se sostuvieron largas y detalladas
negociaciones sólo una creyó posible realizar el trabajo, pero la puerta
terminada, cuya construcción había tomado meses, al final tuvo que desecharse
por inutilizable. Durante las pláticas con la firma que al cabo construyó las
puertas, el ingeniero encargado de las negociaciones estalló de pronto en un
arrebato de llanto. No quería renunciar a la comisión, pero se sentía incapaz
de terminarla de acuerdo con los deseos de Ludwig. El asunto jamás se hubiera
resuelto de modo satisfactorio si la firma no hubiera contado con un artesano
especializado muy notable que se enorgullecía de su destreza. Se dedicó una
gran cantidad de tiempo tan sólo a experimentos y a producir modelos, y el
resultado en verdad valió la pena después de todo el interés y el esfuerzo
invertidos. Al tiempo que escribo acerca de ellas, siento un gran deseo de
volver a ver esas finas puertas. Aun si el resto de la casa se destruyera,
todavía podría reconocerse el espíritu de su creador, gracias a ellas.
Quizá la prueba más reveladora de la severidad
de Ludwig en lo que se refiere a alcanzar proporciones exactas sea el hecho de
levantar el techo de una de las habitaciones, lo suficientemente grande para
ser un salón tres centímetros más, justo cuando era tiempo de comenzar a
limpiar la casa, casi totalmente terminada. Su instinto siempre era correcto y
tenía que seguirse. Finalmente, después de un periodo de construcción no sé
cuán largo, tuvo que declararse satisfecho y dar la casa por terminada. La
única cosa que para su gusto aún no estaba del todo lista era una ventana junto
a una escalinata en la parte trasera de la casa, y tiempo después me contó que
una vez había comprado un billete de lotería pensando en el arreglo de esa
ventana. De haber ganado un premio, hubiese utilizado el dinero para pagar el
precio de esa modificación.
Mientras aún trabajaba en la
casa, Ludwig también se encontraba ocupado en otros intereses. Se había hecho
amigo del escultor Michael Drobil cuando los dos se encontraban prisioneros en
un campo italiano para oficiales, y más tarde, en Viena, se interesó
extraordinariamente en los proyectos escultóricos emprendidos por Drobil, a
quien incluso influyó en cierto sentido. Esto era casi inevitable, pues Ludwig
es muy fuerte, y cuando critica algo siempre está muy seguro de su terreno. Al
final, él mismo hizo la prueba como escultor, pues se sentía atraído por la
idea de recrear una cabeza que le disgustaba de una obra de Drobil, y quería
esculpirla con la actitud y la expresión que tenía en mente. Se las arregló
para conseguir una versión deliciosa, y Gretl puso la cabeza de yeso en una de
las salas de su casa.
También la música ejerció una
atracción cada vez más grande en Ludwig. En su juventud nunca había aprendido a
tocar ningún instrumento, pero como maestro tuvo que aprender a tocar uno, y
eligió el clarinete. Creo que sólo a partir de ese momento comenzó a
desarrollarse su fuerte inclinación hacia la música. En verdad tocaba con un
gran sentimiento musical, y su instrumento le brindó unos momentos muy
placenteros. Solía llevarlo dentro de un viejo calcetín en vez de un estuche, y
puesto que no se preocupaba en lo más mínimo por su apariencia –sin importar la
ocasión o qué época del año fuera, vestía siempre una chamarra café y unos
pantalones grises de franela, remendados a veces, con el cuello de la camisa
abierta y sin corbata– con frecuencia daba la impresión de ser un tipo raro,
pero la seriedad de su rostro y la energía de su porte eran siempre tan
poderosos que todo el mundo podía ver sn más que se trataba de un “caballero”.
Un episodio divertido que Drobil me contó tiempo después parece contradecir
esto, pero quizás valga la pena mencionarlo. Como ya dije antes, Drobil,
conoció a Ludwig en un campo de prisioneros de guerra, y, ya sea porque no
escuchó bien o porque no entendió su nombre, asumió que este retraído y más
bien andrajosos oficial provenía de un medio humilde. Un día, por azar, la
conversación tocó el tema del retrato de una Fraülein Wittgenstein hecho por
Gustav Klimt. (Es un retrato de mi hermana Gretl y, como todos los retratos
hechos por Klimt, puede describírsele como extremadamente elegante y refinado,
incluso chic). Ludwig se refirió a la pintura como “el retrato de mi hermana”,
y el contraste entre su rostro descuidado y sin afeitar y la apariencia de la
mujer en la pintura fue tan grande que, por un momento, Drobil pensó que Ludwig
debía estar fuera de sus cabales. Todo lo que pudo decir fue: “Entonces, usted
es un Wittgenstein, ¿no es así?”, y todavía sacudía la cabeza con un gesto de
asombro al recordar el incidente y después rompía a reír.
Drobil había hecho unos cuantos
esbozos de Ludwig a lápiz, toscos pero llenos de vida, que me gustan mucho. En
cambio, no encuentro tan satisfactorio el busto de mármol que esculpió, Uno de
los rasgos del estilo de Drobil es captar a su modelo en un estado de reposo,
pero Ludwig hubiera necesitado un artista distinto para que se le hiciera
justicia a su naturaleza inquieta, y eso para no mencionar el hecho de que para
mí su rostro me parece en realidad mucho más delgado y bello y que su pelo
rizado resalta mucho más, hasta el punto de parecer un conjunto de llamas, lo
que encaja perfectamente con la intensidad de su naturaleza.
Permítaseme añadir aquí, de paso,
que estos juicios ya no significan nada, pues es extremadamente improbable que
vuelva a ver el busto de mármol, los esbozos o cualquiera otra de las pinturas
u obras de arte que he mencionado en estas reminiscencias. Mi departamento en
Viena fue destruido por una bomba y es posible que el Hochreit, donde guardamos
la mayoría de nuestras obras de arte para tenerlas a salvo, también haya sido
destruido, pues esa zona vivió algunos de los más fuertes combates y las casas
de los alrededores han sido convertidas en cuarteles alemanes. No obstante, aun
si mis temores resultaran justificados, no importaría, pues todas las cosas han
perdido su valor en esta terrible época de guerra y sólo puede preocuparnos el
futuro de la humanidad. No puedo, sin embargo, evitar que mis pensamientos
vuelvan una y otra vez a las cosas que antes fueron tan importantes, y a esos
pensamientos justamente se debe esta digresión.
Quizá el final de la construcción
de la casa marcó también el final de otro estadio en el desarrollo de Ludwig, y
así volvió una vez más a la filosofía. Si mi memoria es correcta, primero
trabajó en Noruega en un nuevo ensayo filosófico y después regresó a Cambridge.
Ahí fue nombrado profesor de filosofía en el Trinity College. Puesto que no
poseía las calificaciones habituales –nunca había terminado un doctorado, por
ejemplo– debe haber tenido que cumplir con algunos requisitos oficiales, en
este caso un examen formal ante un grupo de sinodales. Aun la vestimenta
académica que se le exige al candidato se halla descrita en detalle, como es
costumbre en las universidades inglesas. Ludwig se negó por completo a usarla,
y fue un honor que se le concediera excepción. La universidad, con la mayor
benignidad, en vez de un examen le solicitó que explicara ante un grupo de
profesores pasajes de su libro.
Así como es dueño de una gran
mente filosófica que puede penetrar en el corazón de las cosas y le permite
asir la naturaleza esencial de una escultura, de una composición musical, de un
libro, una persona, e incluso, a veces, -aunque suene curioso– de un vestido de
mujer, Ludwig también tiene un gran corazón, y eso es lo mejor que puede
decirse de un ser humano. Es cierto que una personalidad tan fuerte no puede
acomodarse fácilmente en cualquier comunidad. De hecho, a Ludwig le fue muy
difícil ajustarse, pues desde su más temprana infancia sufría una tensión casi
patológica si se encontraba en un entorno que no le fuera compatible. ¡Pero qué
grandes estímulos proporcionaba cada conversación con él! Sin duda exigía mucho
de sus amigos y de sus hermanos, no en cuanto a cosas materiales, sino
intelectual y emocionalmente, y en términos de tiempo, sensibilidad y
comprensión; pero también es cierto que siempre estaba dispuesto a hacer
cualquier cosa por ellos.
Recuerdos de Wittgenstein, Rush Rhees, edición; traducción
de Rafael Vargas. Fondo de Cultura Económica, 1989.