Witold Gombrowicz
Quiero concluir el relato sobre
mi pasado argentino. Ya he descrito el estado de espíritu en que regresé de La
Falda a Buenos Aires.
En aquel entonces me hallaba a miles de kilómetros de la literatura. ¿El arte? ¿Escribir? Todo eso se había quedado en el otro continente, como detrás de un muro, muerto… y yo, “Witoldo”, acriollado ya, aunque de vez en cuando aún me presentaba como escritor polaco, era solo uno de tantos expatriados que hospedaba esta pampa, despojado hasta de la nostalgia del pasado. Había roto… y sabía que la literatura no podría procurarme en esta Argentina agraria y ganadero ni situación social ni bienestar material. Entonces, ¿para qué? Sin embargo, en la segunda mitad del año 1946 (pues el tiempo sí corría), encontrándome, como tantas veces, con los bolsillos totalmente vacíos y sin saber dónde obtener algún dinero, tuve una inspiración: le pedí a Cecilia Debenedetti que financiara la traducción de Ferdydurke al español, reservándome seis meses para hacerlo. Cecilia asintió de buena gana. Me dediqué entonces al trabajo, que se efectuaba así: primero traducía como podía del polaco al español y después llevaba el texto al café Rex donde mis amigos argentinos repasaban conmigo frase por frase, en busca de las palabras apropiadas, luchando con las deformaciones, locuras, excentricidades de mi idioma. Dura labor que comencé sin entusiasmo, solamente para sobrevivir durante los meses próximos; mis ayudantes americanos también lo encaraban con resignación, como un favor que había que hacer a una víctima de la guerra. Pero, cuando teníamos traducidas algunas páginas, Ferdydurke, libro ya muerto para mí, que yacía sobre la mesa como cualquier otro objeto, empezó de repente a dar signos de vida… y percibí en los rostros de los traductores un interés creciente. ¡Más tarde, ya con evidente curiosidad, comenzaron a penetrar en el texto!
Pronto la traducción comenzó a atraer gente y algunas sesiones se vieron colmadas de asistentes. Pero quien tomó el asunto a pecho, como algo propio, que ocupó la “presidencia” del “comité” formado por algunos literatos para dar la última redacción, fue Virgilio Piñera, escritor cubano recién llegado al país. Sin su ayuda y la de Humberto Rodríguez Tomeu, también cubano, quién sabe si se hubieran salvado las dificultades de esta –como calificó la crítica- notable traducción. Evidentemente no era por casualidad que Piñera y Rodríguez Tomeu, dos “niños terribles” de América, hastiados hasta lo indecible, hastiados y desesperados ante las cursilerías del savoir vivre local, pusieran sus afanes al servicio de esta empresa. Olfateaban la sangre. Anhelaban el escándalo. Resignados de antemano, a sabiendas de que “no pasaría nada”, de antemano vencidos, estaban sin embargo hambrientos de lucha post mortem. Se advertían en ellos las terribles debilidades de la aristocracia espiritual americana, crecida rápidamente, alimentada en el extranjero, que no encontraba en su continente nada en qué apoyarse. Pero –y no fueron pocos los americanos de este tipo que encontré- la muerte les daba una vitalidad particular, al aceptar el fracaso como algo inevitable tenían una capacidad de lucha digna de envidia. Humberto Rodríguez Tomeu se vistió, frente a la llovizna de conferencias, recitales poéticos y demás actos culturales, con un impermeable, impregnado de un humor mortalmente impávido. El alma trágica de Virgilio Piñera se manifestó con fuerza poco común en su novela La carne de René, publicada algunos años después, obra en la que la carne humana aparece sin posibilidad de redención, como servida en un plato, como algo totalmente carente de cielo. ¿A qué se debe, en última instancia, el sadismo de esta carnicería, tan hondamente americano que para la América no oficial, oculta, dolorida, podría servir casi de himno? ¿No sería ése el dolor del americano culto que no logra encontrar su propia poesía… el cual, enfurecido por no ser lo bastante poético, se vuelve contra las fuentes de la vida, blasfemando?
Para tales espíritus, Ferdydurke podría
resultar atractivo. En lo que a mí se refiere, no había leído el libro desde
hacía siete años, estaba borrado de mi vida. Ahora lo leía de nuevo, frase tras
frase… y sus palabras carecían para mí de importancia. La Nada de las palabras,
la Nada de las ideas, problemas, estilos, actitudes, aun la Nada de la
Rebelión, la Nada del Arte. ¡Palabras, palabras, palabras!... Todo eso no
lograba curarme, el esfuerzo sólo me hundió más en el verdor de mi inmadurez.
¿Para qué había enfrentado una vez más esta inmadurez sino para que me
arrastrara consigo? En Ferdydurke están en pugna dos amores y dos tendencias;
una hacia la madurez y otra hacia la inmadurez eternamente rejuvenecedora… el
libro es la imagen de alguien que, enamorado en su madurez, pugna por la
madurez. Más, era evidente que no lograba sobreponerme a ese amor ni
civilizarlo, y él, agreste, ilegal, secreto, me devastaba igual que antes, como
una fuerza prohibida. Y… ¡qué impotencia la del verbo frente a la vida!
Sin embargo, ese texto
inocuo para mí, se volvía eficaz con el mundo exterior. Frases para mí muertas,
renacían en otros… ¿de qué otro modo podía explicar que de repente el libro se
volviera valioso y cercano a esta juventud literaria?... Y eso no sólo como
arte, sino como acto de rebelión, de revisión, de lucha. Comprobaba en esos
jóvenes que había tocado puntos de la cultura sensibles y críticos, y a la vez
veía como ese ardor que, aislado en cada uno de ellos, no hubiese durado a lo
mejor mucho, empezaba a consolidarse entre ellos por el efecto de una
excitación y una reafirmación recíproca. Pues bien, si eso ocurría con ese
grupito, ¿por qué no tendría que repetirse con otros cuando Ferdydurke fuera
publicado? ¿Podría tener el libro aquí en el extranjero la misma repercusión
que en Polonia, o quizás aún mayor? Mi libro era universal. Uno de los escasos
libros capaces de conmover al lector de calidad más allá de las fronteras
nacionales. ¿Y en París? Descubrí que la carrera mundial de Ferdydurke no
pertenecía sólo a la región de los sueños (cosa sabida pero que yo había
olvidado).
Traducción: Sergio Pitol
Diario argentino, Adriana Hidalgo editora S. A., 2001.
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