Fernando Savater
En uno de sus poemas –Contribución
a la estadística- Wislawa Szymborska enumera cuántas de cada cien personas
son las dispuestas a admirar sin envidia –dieciocho-, las capaces de ser
felices –como mucho, ventitantas-, las que de la vida no quieren más que cosas
–cuarenta, aunque quisiera equivocarse-, las inofensivas de una en una pero
salvajes en grupo –más de la mitad seguro-, las dignas de compasión –noventa y
nueve- y acaba: “Las mortales: cien de cien. Cifra que por ahora no sufre
ningún cambio”. Y sigue sin cambiar porque ayer la propia autora del poema
acaba de confirmar la estadística con su fallecimiento.
En otros muchos aspectos,
por el contrario, fue la excepción que desafía lo probable y rutinario. Su
poesía es reflexiva sin engolamiento ni altisonancia, de forma ligera y fondo
grave, directa al sentimiento pero sin chantaje emocional. Breve y precisa,
escapa a ese adjetivo alarmante que tanto satisface a los partidarios de que
importe el tamaño: torrencial. Sobre todo nos hace a menudo sonreír, sin
incurrir en caricaturas ni ceder a la simpleza satírica. Lo más trágico de la
poesía contemporánea no es lo atroz de la vida que deplora o celebra, sino la
falta de sentido del humor de los poetas. Se les nota especialmente a los que
quieren ser festivos y son sólo grotescos o lúgubres (aunque los entierros
también son fiestas, claro y más precisamente fiestas de guardar).
De esta frecuente
maldición escapa, risueña y agónica, Szymborska: ¿cómo podría uno renunciar a
ella? Hija –y luego, con los años, algo así como hada madrina poética- de un
país europeo que apuró el siglo XX hasta las heces y padeció dos totalitarismos
sucesivos, en su caso la duradera atrocidad jugó a favor de su carácter: le dio
modestia, le dio recato, le dio perspicacia y le permitió distinguir entre lo
que cuenta y lo que nos cuentan. Carece de retórica enfática pero eso no
disminuye su expresividad, sino que la hace más intensa por inesperada. Cuando
comenzamos a leer uno de sus diáfanos poemas nos ponemos a favor del viento,
para recibir la emoción de cara, pero nos llega por la tangente y no para
derribarnos sino para mantenernos en pié. Confirma nuestros temores sin
pretender desalentarnos: sabe por experiencia que todo puede ser política pero
también nos hace experimentar que la política no lo es todo. Se mantiene fiel,
aunque con ironía y hasta con sarcasmo, a la pretendida salvación por la
palabra y sin embargo nunca pretende decir la última palabra: porque en ese
definitivo miramiento estriba lo que nos salva.
Nadie ha sabido
conmemorar con menos romanticismo y con mayor eficacia el primer amor, cuya
lección inolvidable se debe a no ser ya recordado…y por tanto acostumbrarnos a
la muerte. Se dedicó a las palabras con delicadeza lúdica, jugando con ellas y
contra ellas pero sin complacerse en hacerlas rechinar. Como todo buen poeta,
fue especialmente consciente de su extrañeza y hasta detalló las tres más raras
de todas, las que se niegan a sí mismas al afirmar: “Cuando pronuncio la
palabra Futuro, la primera sílaba pertenece ya al pasado. / Cuando pronuncio la
palabra Silencio, lo destruyo. / Cuando pronuncio la palabra Nada, creo algo
que no cabe en ninguna no-existencia”.
Publicado en El País, 2
de febrero de 2012.
No hay comentarios:
Publicar un comentario