Hans Magnus Enzensberger
Veo al niño que juega
entre el maíz
y no ve al oso.
El oso abraza o asalta a
un campesino.
Ve al campesino,
pero no el cuchillo
que tiene clavado en la
espalda,
es decir, en la espalda
del oso.
Allá en la montaña están
los restos
de un hombre sometido a la
rueda;
pero el trovador que pasa
no los ve.
En cuanto a las dos
legiones
que avanzan una sobre otra
por la alumbrada pradera
—me ciega el brillo de sus
lanzas—,
ninguna ve al gavilán
dando vueltas sobre sus cabezas,
observándolos con ojo
frío.
Distingo en primer plano
los hilos de moho
que cuelgan de la viga del
techo,
y en la distancia
percibo al mensajero
galopando.
Debe de haber surgido de
una cañada.
Nunca llegaré a saber
cómo es esta cañada por
dentro;
pero la imagino húmeda,
muy húmeda, y llena de
sombras.
En el centro del cuadro,
me ignoran
los cisnes en el lago.
Veo el templo al borde del
abismo,
el negro elefante
(¡qué extraño es ver un
elefante negro en campo abierto!)
y las estatuas, que
observan desde sus ojos blancos
al cazador en el bosque,
al barquero y la
conflagración.
¡Cuánto silencio hay en
todo esto!
A lo lejos, en las
encumbradas torres
de raros alféizares,
veo parpadear a las
lechuzas. Oh, sí,
puedo ver bien todas estas
cosas,
pero ¿cómo distingo lo
importante
de lo que no lo es? ¿Cómo
puedo adivinarlo?
Aquí todo parece evidente,
igualmente claro,
necesario
e impenetrable.
Desde mi profundidad,
perdido en mis propias inquietudes,
al igual que esas lejanas
ciudades allá,
y como esas otras
ciudades, más azules aún
y más distantes, que se
disuelven
entre otras visiones,
otras nubes, legiones y
monstruos,
continúo viviendo. Me
marcho.
Todo esto lo he visto, pero
no puedo ver
el puñal clavado en mi
espalda.
Traducción de Heberto Padilla
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