viernes, 1 de mayo de 2020

Hablador, demente y feroz



Guido Ceronetti


En un artículo del Journal de Paris del 27 de abril de 1792, André Chénier aludía a Robespierre diciendo: "Un hablador, conocido por su feroz demencia...". En poquísimas palabras, un retrato preciso al aguafuerte (es Robespierre: abogado, revolucionario, utopista) y el signo de una oscura Bestia que viene, la Bestia que, desaparecido Robespierre, será Hablador, Demente y Feroz. Ahí está Lenin, desde el Congreso de Londres a Smolni y al Komintern, hablador de plomo, encarnador de las furias y de las venganzas rusas, príncipe monomaníaco del Orden materialista más potente del mundo; y su altavoz Trotski, la boca siempre abierta, las botas de los nuevos ejércitos que cortarán todos los abedules de la Rusia liberada y aplastarán en la red a las mariposas rojas de Kronstadt, polemista contagioso y fútil de un imposible bolchevismo eterno; y Hitler, ectoplasma violento de la Cervecería, pitonisa de las cavernas de cerveza, millón de Robespierres en un garganta frenética, ejemplares todos de demencia cósmica... (Stalin tiene la demencia y la ferocidad, pero no habla, es un monstruo silencioso, verdadero ídolo de piedra de tribus ciegas y aterrorizadas.  Los menores son numerosos: D'Annunzio, Mussolini, Perón, Fidel Castro, Nasser, todos los parleurs de la guerra civil española ("estamos construyendo, entre ríos de sangre, una España nueva..."), pero sus oratorias han sido muy inferiores a la de Robespierre, que tenía la ventaja de una mente glacial, no corrompida por los fantasmas del romanticismo. Es notable también la verbosidad de los papas contemporáneos, buenos parleurs, cuya bondad es infinitamente sospechosa, porque en una absoluta privación de pensamiento la bondad pontificia es un recipiente vacío, limpiamente neutro, en el que se derrama sin contención el desague inmundo de las ideas que aseguran la continuidad de lo satánico, de las opiniones medias y banales en las que fermentan las demencias feroces. hay algo que acaba por unir la sombra de aquel jacobino decapitado al monarca católico romano que hace masajes al mundo sobre la base de los manuales de la más intolerable bondad; una oscura gelatina confunde los rasgos de ambos, tras una apariencia que da la impresión de hacer impensable el acercamiento. 


Traducción: José Ángel González Sáinz. 

El silencio del cuerpo, Versal, 1986, pp. 185-86. 


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