domingo, 26 de enero de 2020

Las flores del crepúsculo


      
                 Rogelio Saunders                                         
                                                                                a Horst

—¡Miren! —gritó Ottla, señalando el ajetreo silencioso en torno a los aparejos dispersos en el campo de hierba.
—¿Qué? —Aloysius alzó la cara redonda y clara, de vivos ojos aguileños.
—El circo —sonrió Ottla.
Ottla lo veía todo siempre primero. Había visto primero la gran araña roja colgando como un paraguas roto del techo de tejas el pasado invierno, y había visto primero el inverosímil concilio de cormoranes en la isla noruega. Y ahora había visto primero también el circo.
Ese verano, finalmente, la familia Krieger se había trasladado a las afueras de Múnich (más concretamente, a Pullach). Vater Krieger, un gigante de casi 2 metros de estatura con una enmarañada cabellera roja (que no se había peinado más desde cuando, a los 17 años, se encontró de pronto no sabía cómo lejos del campo de prisioneros en que lo había precipitado el derrumbe de Alemania), había conseguido finalmente su propósito: convencer a Geneviève Krieger de que la casona de techo de tejas rojas, situada en algún suburbio del lento Königreich bávaro, era mejor que el alegre bullicio y la suciedad de los adoquines y las enmarañadas escaleras de caracol y los valientes soldaditos de plomo de la ex guardia imperial de Berlín intacto entre su arquitectura de ruinas.
Todos en la casa, por otra parte, estaban entregados al exacto e inclemente oficio de contar moléculas. Todos menos yo, la pequeña, aguda y vivaracha Ottla. A mí siempre me interesó otra cosa. (Yo era, y sigo siendo, la Extraña.) Pero no es de mí de quien quiero hablar, sino de Alois. O de Alois y del circo. Porque, aunque no sé nada de nada, creo que la culpa de todo la tuvo el circo. O la vieja (la loca) sentada en su mecedora infinita. Pero creo que lo decisivo fue el circo. Y no me pregunten por qué. (A veces, sin razón aparente, oigo que alguien susurra de pronto: «Eh, Ottla».)
La casa estaba situada enfrente de otra al parecer mucho más antigua y con aspecto de derrumbe (aunque no tan acentuado como lo sería 34 años después, cuando Ottla regresó para vivir por poco tiempo en lo que ya entonces se conocía única y nostálgicamente como la casona de Pullach). Pero lo más notorio no era eso, sino su única ocupante, a quien los pequeños Krieger (Ottla tenía 4 y Aloysius 7) descubrieron enseguida. El agudo ojo de Aloysius (ojo que anunciaba ya al gran bioquímico que sería) no dejó de constatar el positivo aire de hechicería y de folletón medieval (de páramo y niebla, a menos que fuera el bosque animado de Macbeth, mi shakesperiana Ottla) de la vieja dama, y las cabezas de ambos hicieron una breve danza en muda salutación a la covacha encantada (que tal vez no estaba situada allí sino en el extremo superior de la T formada por un simpático trío de caminos en una ciudad pequeña, adinerada y conservadora con estrellas de oro auténtico en los picos de las iglesias) que prometía sabrosas aventuras en las comisuras de los ojos de los grandes Krieger (entregados en cuerpo y alma al sacerdocio insomne del microscopio y la placa).
Hicimos de la enorme casucha nuestro patio de juegos, y de la anciana anacoreta un ogro misterioso. Sólo Geneviève Krieger se comunicaba con ella (oscuras transacciones en las que entraba con un cesto cubierto y salía con las manos vacías), al cabo de lo cual abandonaba la casa con una decepcionante apariencia de normalidad. Pero no conseguía engañarnos. Sabíamos que en la desvencijada casucha vivía una bruja peligrosísima, y que el gran gato negro que arqueaba el lomo sobre el muro descascarado era uno de sus lugartenientes demoníacos. (¿No lo habíamos aprendido en el mismísimo Faustus?) Sólo dios sabía cómo la elegante Geneviève Krieger había conseguido su salvoconducto. Era una pregunta más en la larga serie que se acumulaba (como un montículo de arena al lado del camino) entre las tapas del grueso libro que estábamos escribiendo entre Alois y yo y que titulábamos, con más intención que arte, Los misterios de la vieja casona.
Nos sentamos a descansar un momento, pues estábamos agotados por nuestra propia imaginación y apenas éramos capaces ya de dar un solo paso.
Entonces Alois me preguntó si había visto al niño.
—¿Qué niño?
Nunca he visto ojos tan perplejos como los de Alois en ese momento. Si le hubieran dicho que no habría sol al día siguiente, ni el día siguiente a ése, ni ningún otro, su rostro no habría mostrado tanta sorpresa. Pero yo también estaba sorprendida, y en grado sumo, porque conocía la mente incrédula de Alois y sabía que en ella sólo había espacio para un juego cuyas reglas exactas se conociesen de antemano (ya entonces Alois era un notable jugador de ajedrez). Yo me entregaba a fuerzas a las que Alois nunca se entregó. Él me seguía en esos juegos, pero la única que creía era yo. Yo jugaba alrededor de la casa encantada y me escondía en el descuidado jardín, donde crecían frutos fantásticos y donde dos enormes mastines provenientes de un jardín vecino estuvieron a punto de despedazarme un día a dentelladas. No lo consiguieron. Me subí a un árbol, pero no pude escapar a la dulce mirada de octópodo de Geneviève Krieger. Me dijo, con su voz de niña: «Baja». Me subí al árbol, sí, y probé de los frutos prohibidos. Pero juro que nunca vi a ningún niño. ¿De qué niño estaba hablando Alois? Todavía hoy, más de 70 años después, me lo pregunto. ¿De qué niño hablabas, mi querido Alois?

Tres años pasaron, como la caída de tres pequeños copos de nieve, al cabo de los cuales ya todos nos habíamos, por así decirlo, integrado casi en aquel sistema pastoral, mortalmente silencioso y soporífero (por no decir bovino), formado por repetidas casas de adobe y tejas con jardincitos más o menos cuidados (en pulcras variaciones, autónomas y fortificadas como versiones en miniatura de antiguas ciudades-estados). Pero nunca lo hicimos. Porque Alois y yo inventamos allí otro atopos hecho de viajes, de miradas rápidas y de gestos desconocidos. Un atopos lleno de bosques súbitos y de amurallamientos flexibles, como en la geometría actualizada de un cuento de los Gebrüder Grimm (o mejor dicho: como en un cuento nunca escrito y ni siquiera soñado por los ingenuos Gebrüder Grimm). Los caminos (los pavimentados senderos con curvas) eran mi sum sum corda. Ellos y mi bicicleta amada. (Con ellos huía —huíamos— en loca carrera vertical hacia un mágico presente dentro del centelleo negro del presente. Lo cual no explicaré, porque sé que explicarlo lo haría todo aún más confuso.) Entre todas las cosas que he perdido, ésa es una de las que más lamento.
La anciana invisible se hizo, si cabe, más anciana, y tal vez la verruga clásica de su nariz colgante creció en proporción geométrica. Lo que tus sueños sean, eso serás tú. Y cuáles sean nuestros sueños, nadie lo sabe. No podemos desentrañar lo que somos. Menos aún lo que soñamos. ¡A callar!, diría Vater Krieger, y sonreiría con su gran cabeza de león insomne (insomnio que heredó el gran Aloysius). ¿Quizá los Krieger se amaban a través del microscopio? Lo cierto, sin duda alguna, es que se conocieron a través de él, y que la unión (qué duda cabe, molecular) había durado y duraría aún mucho tiempo. Por otra parte, la sabiduría educacional de los Krieger para con sus hijos se reducía a una sola frase: Laissez faire. Lo cual (yo lo sé bien) imponía una enorme peso silencioso sobre los hombros de los pequeños Krieger, pues parecía que ellos solos eran los amos absolutos de su destino. (¿Lo éramos, pequeño Alois? ¿Alguna vez lo fuimos?) Lo que hagas, eso serás, parecían decirles sus padres sin mover los labios cuando se sentaban cada mañana a la mesa del desayuno. Y si alguna juguetona partícula de müsli saltaba por ventura de uno de los hermosos tazones bávaros de porcelana con líquidas inscripciones chinas, se escuchaba inmediatamente la voz sonriente de Krieger padre, sobresaliendo de entre su enfática y bicónica sub pelambrera roja (infaltable complemento de la hiperbórea hirsuta que le coronaba el cráneo):
—¡Ajá! —exclamaba, haciendo un guiño—. Ahí va uno que quiere escaparse. Agarrémoslo.
Los niños Krieger nunca pudieron olvidar esas palabras y esos gestos (en consecuencia, nunca dejaron escapar nada que se asomase al borde de un tazón de porcelana), lo cual habría de crearles después muchos problemas con sus respectivos cónyuges (y quién sabe si no fue ésa la causa nunca consignada de muchas rupturas acerbas). Pero para ellos fue siempre como si, a través de esos gestos y esas palabras (que duplicaban con exactitud, con kriegeriano esmero), sus insustituibles padres hubieran seguido vivos. Era algo así como la tradición de los Krieger. Lo que daba un secreto derrotero firme a los insurrectos (aunque ellos lo negaran con energía al pie de la horca).
Comuniqué alegremente mi descubrimiento y mi cara radiante viajó de uno a otro comensal, esperando la glamorosa imposición de una medalla invisible.
—Desde luego —dijo sonriendo el gran Theodobaldus Krieger (a quien todos, dentro y fuera de la familia, llamábamos Theo)—: el circo.
Y eso fue todo.
Cómo íbamos a perdernos el circo. Era el acontecimiento más esperado del año. (En esa misma época, no recuerdo a propósito de qué, se habló de un gran accidente ocurrido en el campo, y unos jóvenes desapacibles detuvieron el auto de una mujer en plena noche y la insultaron sin motivo alguno. Signos del cielo o coincidencias, elija cada cual lo que le parezca más adecuado. Yo no sé nada. (Es más: tengo la persistente impresión de que cada vez sé menos, lo cual me produce una sensación de alivio y de paz imposible de describir.) Mi madre preparó una de sus fantásticas tartas de frutas para celebrar el acontecimiento, y a todos se nos hizo la boca agua de antemano. (Quien no ha probado una de las tartas de cerezas de Geneviève Krieger, famosas en todo Múnich, no puede siquiera empezar a hacerse una idea de lo que digo).
Nos fuimos al circo temprano, porque nos gustaba mirar y charlar a lo largo del camino (el crepúsculo era hermoso, el camino era hermoso, la vida era hermosa: todos éramos hermosos). Una hora después, la fiesta se había transformado en ácida incertidumbre.
Nunca más he vuelto a sentarme en el banco de un circo. Pero su nostálgica imagen ha quedado grabada para siempre en mí como con letras de fuego (palabras literales). No: ningún circo. Nunca más el circo. Pero todo el circo, de una vez por todas. La hierba luminosa y el ajetreo silencioso. La épica cien veces cantada y nunca comprendida. La carpa que se derrumba como una torre vana. (Cómo odio el circo. Cómo lo odio. Lo odio y lo amo con locura.) Yo fui la primera que lo vio. Yo, yo sola. Dije, con mi voz aguda, inimitable: «Miren». Alois alzó la cabeza y preguntó: «¿Qué?». «El circo», respondí yo, avanzando ya con paso irresistible (imaginad a una niña de 7 años que avanza arrastrando un montón de cuerdas con enanos colgando de ellas, como Gulliver) hacia los fascinantes movimientos de aquellos hombres encantados, expertos en nudos, criaturas llevadas por el viento del circo, adúlteros arrancados del abrazo de su amante, adolescentes despechados, ex presidiarios silbadores, hotentotes de las Indias Occidentales... Yo, yo misma he sido todo eso y más. Yo... La mano de Krieger padre, como siempre, la detuvo. «Qué pasa que no puedes estarte quieta, Ottla, kleine. Du hast Hummeln im Hintern». (La frase, en boca del gran Theodobaldus Krieger, no tenía nada de obsceno. Era una simple constatación científica.) Ottla se retorcía y gritaba a más no poder. No le gustaba que la tocaran los extraños. Quizá porque no había nadie tan extraño, escribió Aloysius (un hombre ya de casi sesenta años, profesor eminente y miembro honorario de no se sabe cuántas academias: ojalá los hombres fueran tan honestos como las partículas elementales. Pero el futuro —lo digo y lo repetiré siempre— no está en el átomo). Y mucho menos que la fotografiaran. Mi querida Ottla. Sé que no podíamos perdernos el circo. Pero también sé (no sé si al final lo habrás comprendido) que hay cosas que están mucho más allá de eso. Más allá de lo amado y lo perdido. (Y sobre todo, más allá de tu extrañeza, de tu entrañable extrañeza, mi inolvidable Ottla.)
¿Qué amaba, pues, la hermosa Geneviève Krieger en su Berlín imperecedero (inaccesible ya dentro del mudo agujero de horror de la historia)? La libertad, mi querido amigo. La libertad y nada más que la libertad. Palabra en desuso.
A mí, en cambio, cuánto me ha hecho sufrir esa libertad sin rostro y sin límite. Ese desafuero. No lo contaré.
De pronto, Aloysius Krieger ya no estaba a mi lado en el banco del circo. Si digo que me desesperé, miento. Simplemente, no podía creerlo. El acontecimiento más esperado del año, ¿dónde estás Alois?
En circunstancias semejantes, los gestos suelen parecerse. (Somos más predecibles de lo que creemos.) Eso, más la ecuanimidad de los Krieger (¿por qué hemos sido siempre tan ecuánimes?). Todos buscaron a Alois y ninguno lo encontró. Era necesario regresar a casa. Dentro y fuera del circo todos gritábamos en silencio: «Alois ¿dónde estás? ¿D ó n d e  s t á s a l o i s?».
El circo se había llevado a Alois. Pero si el circo estaba aquí, ¿a dónde diablos se había ido Alois?
 Volví desolada y con la cabeza baja y pensando un solo pensamiento (no veía a mis padres, ya no veía nada). ¿Dónde está mi hermano? Nunca había hecho algo así y sé que nunca volvería a hacerlo. Pero los Krieger somos animales de sangre fría, y mientras mis padres subían con toda tranquilidad los cuatro escalones de la entrada (ya se había hecho todo lo que había que hacer, polizei incluida), yo me fui al portón de madera que daba al camino y apoyé los codos en él y la cara en las palmas de las manos, como hago siempre que algo pone a mi intuición a funcionar al máximo. De pronto, sin ninguna razón especial, alcé la vista hacia la casucha imponente, que parecía estar derrumbándose poco a poco (a eso de un milímetro por mes: lenta pero inexorablemente), y casi sonreí.
El demonio verde (¿quién, si no yo misma, Svetlana Krieger?) apareció por un momento en el hueco de la ventana como una figura recortada en papel. Fue una visión inolvidable, y no había nadie para compartirla. Éramos sólo ella y yo: el espejo y su imagen. Por eso digo que la culpa de todo la tuvieron la vieja loca y el circo. Me miró y entonces ella también sonrió. Ambas sonreímos, como viejas compañeras de ruta. Como viejas compinches encerradas para siempre en la misma mazmorra. La puerta se cerró, y desapareció el fantasma. No vi a ningún niño, pero sí a la anciana loca con su gran nariz y su prodigiosa sonrisa, reflejo exacto de la mía.
Alois volvió pasadas las once de la noche. No hubo dramatismos de ninguna clase. (Las explicaciones vendrían después, y las oficiales le correspondía darlas al gran Theo.) Tocaron a la puerta. Era Alois.
—Tengo frío —dijo.
En realidad, tenía casi 42 grados de fiebre. Cuando lo pusieron en la cama, temblaba como un epiléptico. Theo Krieger se veía frío, pero cuando se apoyó en la cama para mirar a Alois, vi que sus sanguíneos nudillos habían adquirido una súbita tonalidad blanca (creí comprender de pronto la frase: rojo blanco). Geneviève Krieger se hizo cargo de él. Pronto, sin embargo, se vio que era necesario llamar a un médico. (Los Krieger nunca hemos llamado al médico, salvo en casos extremos. Éste al parecer era uno de ellos.) El médico declaró que Alois sufría de una severa alergia (fue la primera vez que oí pronunciar la frase “fiebre del heno”), y que era necesario hacer tal y tal cosa. Lo cual fue hecho en todos sus puntos con exactitud y celo kriegeriano. Durante la semana siguiente, se produjeron algunas transformaciones curiosas en Alois (transformaciones, debo aclararlo, irreversibles). La más impresionante fue la del pelo. Éste, que había sido siempre lacio hasta parecer muerto, se encaracoló de forma irresistible, ofreciendo a partir de ese momento la apariencia desasosegante de una tormenta de paja en pleno apogeo. Y su piel también cambió. Antes había sido de un hermoso blanco de leche, aunque un poco mate. De pronto, adquirió un brillo oscuro y casi cetrino, como de trigo quemado. Y aparecieron en ella lunares dispersos, y dos manchas (una de ellas, en su costado derecho, tenía una forma asombrosamente parecida a la del mapa de Inglaterra.) De algún modo que se niega a ser descrito adecuadamente (¿era más tosco? ¿más esforzado? ¿más ágil?), Alois parecía haberse adelantado súbitamente a su tiempo. Al mismo tiempo, se convirtió en el prisionero de la medicina. (Por todo ello, hay gente que dice que Alois y yo no parecemos hermanos. Pero lo somos. Vaya si lo somos.) Sé que nuestra vida nunca volvió a ser la misma, aunque no podría decir dónde exactamente estuvo el cambio. Pero todo cambió, eso es seguro. Sutil pero irrevocablemente. En cuanto a la vieja de la  casona desvencijada, no volvió a asomar su jeta aguardentosa en el hueco destartalado de la ventana. Sé cómo murió, pero no voy a contarlo. Lo sé casi todo (guerras, terremotos, derrumbes), porque Ottla Krieger, mis queridos amigos, llegó a la casi inimaginable edad de 89 años, en una soledad-espacio (dos casas, dos mudos pares de ojos, dos espejos) cada vez más grande (cada vez más cabrilleante y sonora), como el océano que hizo estallar la cabeza de la rana. Era como la versión inversa de un cuento para niños (escrito al revés, en un espejo). Aunque no es seguro que sea de eso de lo que va a hablarles ahora.
Oigamos a la intensa Ottla:
Sé que mi madre nunca logró desasirse de su Berlín amado. Supongo que murió con esa imagen en los ojos. Y sospecho algo más extraño aún: que el Berlín supremo era para ella precisamente ese Berlín en ruinas que aparece en la comedia clásica de Billy Wilder. Sólo para alguien aquejado de ese tipo de nostalgia (de ese regressus ad infinitum) puede la radio significar tanto. Que significó tanto. Al fin y al cabo ese océano de vida no es sino una sopa literario-matemática (una concentración alfanumérica de vulgar líquido). ¿Dónde está la verdad en todo eso?
Acaso la indómita Geneviève Krieger se lo preguntó con el ojo hundido en el abrillantado visor del microscopio. Ni siquiera la radio puede ocultar ese impresionante agujero, mi querida Geni. Quiénes somos a dónde vamos, bla bla bla. La baba que cuelga de la boca de un niño es más instructiva que todo eso. La errabundia de Theodobaldus Krieger frente a la errabundia del mesmerizado Hesse. Lo que vemos a nuestro alrededor son puros espejos. Sombras y luces. En cada uno de nosotros hay un pintor fantástico y mediocre que nos arrastra hacia las luces del circo. Los hombres Krieger (uno muerto y el otro vivo) perduran en la gloria sin recompensa de los titanes, mientras que yo me consumo en el infierno de los sirgadores, mirando el horizonte de fuego donde arden todos mis amores contradictorios.
¿Murió finalmente Ottla en su vieja mecedora de mimbre, aferrada a un desastrado manuscrito y temblando de frío bajo el peso de una última duda, como el malogrado Grunwald en su sucia celda de caballero el día antes de la denegación suprema? ¿Quién podría decirlo?

                              ***                                

Alois Krieger se detuvo jadeando en el borde que separaba la gravilla del campo y contempló el asombroso espectáculo que se ofrecía a su vista. A unos cien pasos de él, había un círculo de unos veinte metros de diámetro sembrado de grandes flores amarillas y húmedas que se balanceaban bajo algo muy semejante a un pálido cono de sombra. Y en medio de ese círculo jugaba un niño que parecía tener su misma edad, pero que al acercarse para observar mejor (el círculo lo atraía poderosamente, y sin saber cómo se encontraba ya cerca del borde mismo), vio que aunque de pequeño tamaño el niño aquel poseía unos músculos completamente formados, como los de un adulto, y una cabeza inusualmente grande coronada por una enmarañada cabellera de color amarillo rojizo. El niño daba vueltas incesantemente siguiendo el borde interior del círculo, y en cada nueva vuelta parecía decirle: «Ven a jugar conmigo, Alois. No sabes lo que te pierdes». Y Alois supo entonces que era el mismo que había visto pasar fugazmente corriendo por el jardín de la vieja casona y que Ottla, inexplicablemente, no vio. ¿Cómo podía resistirse? Finalmente, él también penetró en el círculo y comenzó a correr con ritmo acompasado a todo lo largo de su borde interno, sintiendo una indescriptible sensación de felicidad y alivio, como si todo fuera ya hermoso y justo para siempre bajo el cielo, en medio de las enormes flores amarillas, de indescriptible belleza. Corrió y corrió sin cansarse, disfrutando de aquella sensación de bienestar y gozo que parecía infinita y que de algún modo inexplicable estaba ligada a la presencia del niño que corría con él a lo largo del borde interior del círculo. De pronto (no tenía idea de cuánto tiempo había transcurrido) constató con leve asombro que el niño ya no estaba a su lado, y el súbito estremecimiento de haber olvidado algo muy importante lo hizo detenerse en seco.
Lo vio alejarse rápidamente (llevaba un paso enérgico, como de corredor de fondo), y de pronto quiso llamarlo, volver, pero algo se lo impedía, lo empujaba irresistiblemente hacia el círculo, le quitaba el vigor. Así que el niño aquel de rara complexión fue alejándose cada vez más, hasta que sólo fue un punto diminuto en el camino lleno de curvas que llevaba a la ciudad. (A lo lejos, se veía el fondo rojo del crepúsculo.)
Alois hizo una mueca de resignación (como diciendo: «tú te lo pierdes») y siguió dando vueltas a lo largo del borde interior del círculo.
  
 (Inédito)

       Fotografías de Martin Parr 


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