Rogelio Saunders
a Horst
—¡Miren! —gritó Ottla, señalando el
ajetreo silencioso en torno a los aparejos dispersos en el campo de hierba.
—¿Qué? —Aloysius alzó la cara redonda y
clara, de vivos ojos aguileños.
—El circo —sonrió Ottla.
Ottla lo veía todo siempre primero.
Había visto primero la gran araña roja colgando como un paraguas roto del techo
de tejas el pasado invierno, y había visto primero el inverosímil concilio de
cormoranes en la isla noruega. Y ahora había visto primero también el circo.
Ese verano, finalmente, la familia
Krieger se había trasladado a las afueras de Múnich (más concretamente, a
Pullach). Vater Krieger, un gigante de casi 2 metros de estatura con una
enmarañada cabellera roja (que no se había peinado más desde cuando, a los 17
años, se encontró de pronto no sabía cómo lejos del campo de prisioneros en que
lo había precipitado el derrumbe de Alemania), había conseguido finalmente su
propósito: convencer a Geneviève Krieger de que la casona de techo de tejas
rojas, situada en algún suburbio del lento Königreich bávaro, era mejor que el
alegre bullicio y la suciedad de los adoquines y las enmarañadas escaleras de
caracol y los valientes soldaditos de plomo de la ex guardia imperial de Berlín
intacto entre su arquitectura de ruinas.
Todos en la casa, por otra parte,
estaban entregados al exacto e inclemente oficio de contar moléculas. Todos
menos yo, la pequeña, aguda y vivaracha Ottla. A mí siempre me interesó otra
cosa. (Yo era, y sigo siendo, la Extraña.) Pero no es de mí de quien quiero
hablar, sino de Alois. O de Alois y del circo. Porque, aunque no sé nada de
nada, creo que la culpa de todo la tuvo el circo. O la vieja (la loca) sentada
en su mecedora infinita. Pero creo que lo decisivo fue el circo. Y no me
pregunten por qué. (A veces, sin razón aparente, oigo que alguien susurra de
pronto: «Eh, Ottla».)
La casa estaba situada enfrente de otra
al parecer mucho más antigua y con aspecto de derrumbe (aunque no tan acentuado
como lo sería 34 años después, cuando Ottla regresó para vivir por poco tiempo
en lo que ya entonces se conocía única y nostálgicamente como la casona de
Pullach). Pero lo más notorio no era eso, sino su única ocupante, a quien
los pequeños Krieger (Ottla tenía 4 y Aloysius 7) descubrieron enseguida. El
agudo ojo de Aloysius (ojo que anunciaba ya al gran bioquímico que sería) no
dejó de constatar el positivo aire de hechicería y de folletón medieval (de
páramo y niebla, a menos que fuera el bosque animado de Macbeth, mi shakesperiana
Ottla) de la vieja dama, y las cabezas de ambos hicieron una breve danza en
muda salutación a la covacha encantada (que tal vez no estaba situada allí sino
en el extremo superior de la T formada por un simpático trío de caminos en una
ciudad pequeña, adinerada y conservadora con estrellas de oro auténtico en los
picos de las iglesias) que prometía sabrosas aventuras en las comisuras de los
ojos de los grandes Krieger (entregados en cuerpo y alma al sacerdocio insomne
del microscopio y la placa).
Hicimos de la enorme casucha nuestro
patio de juegos, y de la anciana anacoreta un ogro misterioso. Sólo Geneviève
Krieger se comunicaba con ella (oscuras transacciones en las que entraba con un
cesto cubierto y salía con las manos vacías), al cabo de lo cual abandonaba la
casa con una decepcionante apariencia de normalidad. Pero no conseguía
engañarnos. Sabíamos que en la desvencijada casucha vivía una bruja
peligrosísima, y que el gran gato negro que arqueaba el lomo sobre el muro
descascarado era uno de sus lugartenientes demoníacos. (¿No lo habíamos
aprendido en el mismísimo Faustus?) Sólo dios sabía cómo la elegante
Geneviève Krieger había conseguido su salvoconducto. Era una pregunta más en la
larga serie que se acumulaba (como un montículo de arena al lado del camino)
entre las tapas del grueso libro que estábamos escribiendo entre Alois y yo y
que titulábamos, con más intención que arte, Los misterios de la vieja
casona.
Nos sentamos a descansar un momento,
pues estábamos agotados por nuestra propia imaginación y apenas éramos capaces
ya de dar un solo paso.
Entonces Alois me preguntó si había
visto al niño.
—¿Qué niño?
Nunca he visto ojos tan perplejos como
los de Alois en ese momento. Si le hubieran dicho que no habría sol al día
siguiente, ni el día siguiente a ése, ni ningún otro, su rostro no habría
mostrado tanta sorpresa. Pero yo también estaba sorprendida, y en grado sumo,
porque conocía la mente incrédula de Alois y sabía que en ella sólo había
espacio para un juego cuyas reglas exactas se conociesen de antemano (ya
entonces Alois era un notable jugador de ajedrez). Yo me entregaba a fuerzas a
las que Alois nunca se entregó. Él me seguía en esos juegos, pero la única que creía
era yo. Yo jugaba alrededor de la casa encantada y me escondía en el descuidado
jardín, donde crecían frutos fantásticos y donde dos enormes mastines
provenientes de un jardín vecino estuvieron a punto de despedazarme un día a
dentelladas. No lo consiguieron. Me subí a un árbol, pero no pude escapar a la
dulce mirada de octópodo de Geneviève Krieger. Me dijo, con su voz de niña:
«Baja». Me subí al árbol, sí, y probé de los frutos prohibidos. Pero juro que
nunca vi a ningún niño. ¿De qué niño estaba hablando Alois? Todavía hoy, más de
70 años después, me lo pregunto. ¿De qué niño hablabas, mi querido Alois?
Tres años pasaron, como la caída de
tres pequeños copos de nieve, al cabo de los cuales ya todos nos habíamos, por
así decirlo, integrado casi en aquel sistema pastoral, mortalmente silencioso y
soporífero (por no decir bovino), formado por repetidas casas de adobe y tejas
con jardincitos más o menos cuidados (en pulcras variaciones, autónomas y
fortificadas como versiones en miniatura de antiguas ciudades-estados). Pero
nunca lo hicimos. Porque Alois y yo inventamos allí otro atopos hecho de
viajes, de miradas rápidas y de gestos desconocidos. Un atopos lleno de bosques
súbitos y de amurallamientos flexibles, como en la geometría actualizada de un
cuento de los Gebrüder Grimm (o mejor dicho: como en un cuento nunca escrito y
ni siquiera soñado por los ingenuos Gebrüder Grimm). Los caminos (los
pavimentados senderos con curvas) eran mi sum sum corda. Ellos y mi bicicleta
amada. (Con ellos huía —huíamos— en loca carrera vertical hacia un mágico
presente dentro del centelleo negro del presente. Lo cual no explicaré, porque
sé que explicarlo lo haría todo aún más confuso.) Entre todas las cosas que he
perdido, ésa es una de las que más lamento.
La anciana invisible se hizo, si cabe,
más anciana, y tal vez la verruga clásica de su nariz colgante creció en
proporción geométrica. Lo que tus sueños sean, eso serás tú. Y cuáles sean
nuestros sueños, nadie lo sabe. No podemos desentrañar lo que somos. Menos aún
lo que soñamos. ¡A callar!, diría Vater Krieger, y sonreiría con su gran cabeza
de león insomne (insomnio que heredó el gran Aloysius). ¿Quizá los Krieger se
amaban a través del microscopio? Lo cierto, sin duda alguna, es que se
conocieron a través de él, y que la unión (qué duda cabe, molecular) había
durado y duraría aún mucho tiempo. Por otra parte, la sabiduría educacional de
los Krieger para con sus hijos se reducía a una sola frase: Laissez faire.
Lo cual (yo lo sé bien) imponía una enorme peso silencioso sobre los hombros de
los pequeños Krieger, pues parecía que ellos solos eran los amos absolutos de
su destino. (¿Lo éramos, pequeño Alois? ¿Alguna vez lo fuimos?) Lo que hagas,
eso serás, parecían decirles sus padres sin mover los labios cuando se sentaban
cada mañana a la mesa del desayuno. Y si alguna juguetona partícula de müsli
saltaba por ventura de uno de los hermosos tazones bávaros de porcelana con
líquidas inscripciones chinas, se escuchaba inmediatamente la voz sonriente de
Krieger padre, sobresaliendo de entre su enfática y bicónica sub pelambrera
roja (infaltable complemento de la hiperbórea hirsuta que le coronaba el
cráneo):
—¡Ajá! —exclamaba, haciendo un guiño—.
Ahí va uno que quiere escaparse. Agarrémoslo.
Los niños Krieger nunca pudieron
olvidar esas palabras y esos gestos (en consecuencia, nunca dejaron escapar
nada que se asomase al borde de un tazón de porcelana), lo cual habría de
crearles después muchos problemas con sus respectivos cónyuges (y quién sabe si
no fue ésa la causa nunca consignada de muchas rupturas acerbas). Pero para
ellos fue siempre como si, a través de esos gestos y esas palabras (que
duplicaban con exactitud, con kriegeriano esmero), sus insustituibles padres
hubieran seguido vivos. Era algo así como la tradición de los Krieger. Lo que
daba un secreto derrotero firme a los insurrectos (aunque ellos lo negaran con
energía al pie de la horca).
Comuniqué alegremente mi descubrimiento
y mi cara radiante viajó de uno a otro comensal, esperando la glamorosa
imposición de una medalla invisible.
—Desde luego —dijo sonriendo el gran
Theodobaldus Krieger (a quien todos, dentro y fuera de la familia, llamábamos Theo)—: el circo.
Y eso fue todo.
Cómo íbamos a perdernos el circo. Era
el acontecimiento más esperado del año. (En esa misma época, no recuerdo a
propósito de qué, se habló de un gran accidente ocurrido en el campo, y unos
jóvenes desapacibles detuvieron el auto de una mujer en plena noche y la
insultaron sin motivo alguno. Signos del cielo o coincidencias, elija cada cual
lo que le parezca más adecuado. Yo no sé nada. (Es más: tengo la persistente
impresión de que cada vez sé menos, lo cual me produce una sensación de alivio
y de paz imposible de describir.) Mi madre preparó una de sus fantásticas
tartas de frutas para celebrar el acontecimiento, y a todos se nos hizo la boca
agua de antemano. (Quien no ha probado una de las tartas de cerezas de
Geneviève Krieger, famosas en todo Múnich, no puede siquiera empezar a hacerse
una idea de lo que digo).
Nos fuimos al circo temprano, porque
nos gustaba mirar y charlar a lo largo del camino (el crepúsculo era hermoso,
el camino era hermoso, la vida era hermosa: todos éramos hermosos). Una hora
después, la fiesta se había transformado en ácida incertidumbre.
Nunca más he vuelto a sentarme en el
banco de un circo. Pero su nostálgica imagen ha quedado grabada para siempre en
mí como con letras de fuego (palabras literales). No: ningún circo. Nunca más
el circo. Pero todo el circo, de una vez por todas. La hierba luminosa y el
ajetreo silencioso. La épica cien veces cantada y nunca comprendida. La carpa
que se derrumba como una torre vana. (Cómo odio el circo. Cómo lo odio. Lo odio
y lo amo con locura.) Yo fui la primera que lo vio. Yo, yo sola. Dije, con mi
voz aguda, inimitable: «Miren». Alois alzó la cabeza y preguntó: «¿Qué?». «El
circo», respondí yo, avanzando ya con paso irresistible (imaginad a una niña de
7 años que avanza arrastrando un montón de cuerdas con enanos colgando de
ellas, como Gulliver) hacia los fascinantes movimientos de aquellos hombres
encantados, expertos en nudos, criaturas llevadas por el viento del circo,
adúlteros arrancados del abrazo de su amante, adolescentes despechados, ex
presidiarios silbadores, hotentotes de las Indias Occidentales... Yo, yo misma
he sido todo eso y más. Yo... La mano de Krieger padre, como siempre, la
detuvo. «Qué pasa que no puedes estarte quieta, Ottla, kleine. Du hast Hummeln
im Hintern». (La frase, en boca del gran Theodobaldus Krieger, no tenía nada de
obsceno. Era una simple constatación científica.) Ottla se retorcía y gritaba a
más no poder. No le gustaba que la tocaran los extraños. Quizá porque no había
nadie tan extraño, escribió Aloysius (un hombre ya de casi sesenta años,
profesor eminente y miembro honorario de no se sabe cuántas academias: ojalá
los hombres fueran tan honestos como las partículas elementales. Pero el futuro
—lo digo y lo repetiré siempre— no está en el átomo). Y mucho menos que la
fotografiaran. Mi querida Ottla. Sé que no podíamos perdernos el circo. Pero
también sé (no sé si al final lo habrás comprendido) que hay cosas que están
mucho más allá de eso. Más allá de lo amado y lo perdido. (Y sobre todo, más
allá de tu extrañeza, de tu entrañable extrañeza, mi inolvidable Ottla.)
¿Qué amaba, pues, la hermosa Geneviève
Krieger en su Berlín imperecedero (inaccesible ya dentro del mudo agujero de
horror de la historia)? La libertad, mi querido amigo. La libertad y nada más
que la libertad. Palabra en desuso.
A mí, en cambio, cuánto me ha hecho
sufrir esa libertad sin rostro y sin límite. Ese desafuero. No lo contaré.
De pronto, Aloysius Krieger ya no
estaba a mi lado en el banco del circo. Si digo que me desesperé, miento.
Simplemente, no podía creerlo. El acontecimiento más esperado del año, ¿dónde
estás Alois?
En circunstancias semejantes, los
gestos suelen parecerse. (Somos más predecibles de lo que creemos.) Eso, más la
ecuanimidad de los Krieger (¿por qué hemos sido siempre tan ecuánimes?). Todos
buscaron a Alois y ninguno lo encontró. Era necesario regresar a casa. Dentro y
fuera del circo todos gritábamos en silencio: «Alois ¿dónde estás? ¿D ó n d e s t á s a l o i s?».
El
circo se había llevado a Alois. Pero si
el circo estaba aquí, ¿a dónde diablos se había ido Alois?
Volví desolada y con la cabeza baja y pensando
un solo pensamiento (no veía a mis padres, ya no veía nada). ¿Dónde está mi
hermano? Nunca había hecho algo así y sé que nunca volvería a hacerlo. Pero
los Krieger somos animales de sangre fría, y mientras mis padres subían con
toda tranquilidad los cuatro escalones de la entrada (ya se había hecho todo lo
que había que hacer, polizei incluida), yo me fui al portón de madera que daba
al camino y apoyé los codos en él y la cara en las palmas de las manos, como
hago siempre que algo pone a mi intuición a funcionar al máximo. De pronto, sin
ninguna razón especial, alcé la vista hacia la casucha imponente, que parecía
estar derrumbándose poco a poco (a eso de un milímetro por mes: lenta pero inexorablemente),
y casi sonreí.
El demonio verde (¿quién, si no yo
misma, Svetlana Krieger?) apareció por un momento en el hueco de la ventana
como una figura recortada en papel. Fue una visión inolvidable, y no había
nadie para compartirla. Éramos sólo ella y yo: el espejo y su imagen. Por eso
digo que la culpa de todo la tuvieron la vieja loca y el circo. Me miró y
entonces ella también sonrió. Ambas sonreímos, como viejas compañeras de
ruta. Como viejas compinches encerradas para siempre en la misma mazmorra. La
puerta se cerró, y desapareció el fantasma. No vi a ningún niño, pero sí a la
anciana loca con su gran nariz y su prodigiosa sonrisa, reflejo exacto de la
mía.
Alois volvió pasadas las once de la
noche. No hubo dramatismos de ninguna clase. (Las explicaciones vendrían
después, y las oficiales le correspondía darlas al gran Theo.) Tocaron a la
puerta. Era Alois.
—Tengo frío —dijo.
En realidad, tenía casi 42 grados de
fiebre. Cuando lo pusieron en la cama, temblaba como un epiléptico. Theo
Krieger se veía frío, pero cuando se apoyó en la cama para mirar a Alois, vi
que sus sanguíneos nudillos habían adquirido una súbita tonalidad blanca (creí
comprender de pronto la frase: rojo blanco). Geneviève Krieger se hizo
cargo de él. Pronto, sin embargo, se vio que era necesario llamar a un médico.
(Los Krieger nunca hemos llamado al médico, salvo en casos extremos. Éste al
parecer era uno de ellos.) El médico declaró que Alois sufría de una severa
alergia (fue la primera vez que oí pronunciar la frase “fiebre del heno”), y
que era necesario hacer tal y tal cosa. Lo cual fue hecho en todos sus puntos
con exactitud y celo kriegeriano. Durante la semana siguiente, se produjeron
algunas transformaciones curiosas en Alois (transformaciones, debo aclararlo,
irreversibles). La más impresionante fue la del pelo. Éste, que había sido
siempre lacio hasta parecer muerto, se encaracoló de forma irresistible,
ofreciendo a partir de ese momento la apariencia desasosegante de una tormenta
de paja en pleno apogeo. Y su piel también cambió. Antes había sido de un
hermoso blanco de leche, aunque un poco mate. De pronto, adquirió un brillo
oscuro y casi cetrino, como de trigo quemado. Y aparecieron en ella lunares
dispersos, y dos manchas (una de ellas, en su costado derecho, tenía una forma
asombrosamente parecida a la del mapa de Inglaterra.) De algún modo que se
niega a ser descrito adecuadamente (¿era más tosco? ¿más esforzado? ¿más
ágil?), Alois parecía haberse adelantado súbitamente a su tiempo. Al mismo
tiempo, se convirtió en el prisionero de la medicina. (Por todo ello, hay gente
que dice que Alois y yo no parecemos hermanos. Pero lo somos. Vaya si lo
somos.) Sé que nuestra vida nunca volvió a ser la misma, aunque no podría decir
dónde exactamente estuvo el cambio. Pero todo cambió, eso es seguro. Sutil pero
irrevocablemente. En cuanto a la vieja de la casona desvencijada, no volvió a asomar su
jeta aguardentosa en el hueco destartalado de la ventana. Sé cómo murió, pero
no voy a contarlo. Lo sé casi todo (guerras, terremotos, derrumbes), porque
Ottla Krieger, mis queridos amigos, llegó a la casi inimaginable edad de 89
años, en una soledad-espacio (dos casas, dos mudos pares de ojos, dos espejos)
cada vez más grande (cada vez más cabrilleante y sonora), como el océano que
hizo estallar la cabeza de la rana. Era como la versión inversa de un cuento
para niños (escrito al revés, en un espejo). Aunque no es seguro que sea de eso
de lo que va a hablarles ahora.
Oigamos a la intensa Ottla:
Sé que mi madre nunca logró desasirse
de su Berlín amado. Supongo que murió con esa imagen en los ojos. Y sospecho
algo más extraño aún: que el Berlín supremo era para ella precisamente ese
Berlín en ruinas que aparece en la comedia clásica de Billy Wilder. Sólo para
alguien aquejado de ese tipo de nostalgia (de ese regressus ad infinitum) puede
la radio significar tanto. Que significó tanto. Al fin y al cabo ese océano de
vida no es sino una sopa literario-matemática (una concentración alfanumérica
de vulgar líquido). ¿Dónde está la verdad en todo eso?
Acaso la indómita Geneviève Krieger se
lo preguntó con el ojo hundido en el abrillantado visor del microscopio. Ni
siquiera la radio puede ocultar ese impresionante agujero, mi querida Geni.
Quiénes somos a dónde vamos, bla bla bla. La baba que cuelga de la boca de un
niño es más instructiva que todo eso. La errabundia de Theodobaldus Krieger
frente a la errabundia del mesmerizado Hesse. Lo que vemos a nuestro alrededor
son puros espejos. Sombras y luces. En cada uno de nosotros hay un pintor
fantástico y mediocre que nos arrastra hacia las luces del circo. Los hombres
Krieger (uno muerto y el otro vivo) perduran en la gloria sin recompensa de los
titanes, mientras que yo me consumo en el infierno de los sirgadores, mirando
el horizonte de fuego donde arden todos mis amores contradictorios.
¿Murió finalmente Ottla en su vieja
mecedora de mimbre, aferrada a un desastrado manuscrito y temblando de frío
bajo el peso de una última duda, como el malogrado Grunwald en su sucia celda
de caballero el día antes de la denegación suprema? ¿Quién podría decirlo?
***
Alois Krieger se detuvo jadeando en
el borde que separaba la gravilla del campo y contempló el asombroso
espectáculo que se ofrecía a su vista. A unos cien pasos de él, había un
círculo de unos veinte metros de diámetro sembrado de grandes flores amarillas
y húmedas que se balanceaban bajo algo muy semejante a un pálido cono de
sombra. Y en medio de ese círculo jugaba un niño que parecía tener su misma
edad, pero que al acercarse para observar mejor (el círculo lo atraía
poderosamente, y sin saber cómo se encontraba ya cerca del borde mismo), vio
que aunque de pequeño tamaño el niño aquel poseía unos músculos completamente
formados, como los de un adulto, y una cabeza inusualmente grande coronada por
una enmarañada cabellera de color amarillo rojizo. El niño daba vueltas
incesantemente siguiendo el borde interior del círculo, y en cada nueva vuelta
parecía decirle: «Ven a jugar conmigo, Alois. No sabes lo que te pierdes». Y
Alois supo entonces que era el mismo que había visto pasar fugazmente corriendo
por el jardín de la vieja casona y que Ottla, inexplicablemente, no vio. ¿Cómo
podía resistirse? Finalmente, él también penetró en el círculo y comenzó a
correr con ritmo acompasado a todo lo largo de su borde interno, sintiendo una
indescriptible sensación de felicidad y alivio, como si todo fuera ya hermoso y
justo para siempre bajo el cielo, en medio de las enormes flores amarillas, de
indescriptible belleza. Corrió y corrió sin cansarse, disfrutando de aquella
sensación de bienestar y gozo que parecía infinita y que de algún modo
inexplicable estaba ligada a la presencia del niño que corría con él a lo largo
del borde interior del círculo. De pronto (no tenía idea de cuánto tiempo había
transcurrido) constató con leve asombro que el niño ya no estaba a su lado, y
el súbito estremecimiento de haber olvidado algo muy importante lo hizo
detenerse en seco.
Lo vio alejarse rápidamente (llevaba
un paso enérgico, como de corredor de fondo), y de pronto quiso llamarlo,
volver, pero algo se lo impedía, lo empujaba irresistiblemente hacia el
círculo, le quitaba el vigor. Así que el niño aquel de rara complexión fue
alejándose cada vez más, hasta que sólo fue un punto diminuto en el camino
lleno de curvas que llevaba a la ciudad. (A lo lejos, se veía el fondo rojo del
crepúsculo.)
Alois hizo una mueca de resignación
(como diciendo: «tú te lo pierdes») y siguió dando vueltas a lo largo del borde
interior del círculo.
Fotografías de Martin Parr
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