domingo, 5 de enero de 2020

La bella que olía mal



          Rogelio Saunders 

Le dije a Demetrio que lo peor que podía sucedernos en aquella Oscuridad Insondable era que nos perdiéramos. Y eso fue exactamente lo que sucedió. (Después —en ese después que está más allá de todo después, vivo o sobrevivo— el horrendo Demetrio repetiría que no.) En parte porque la señalización era escasa o nula, y en parte porque ése era nuestro destino y en el fondo el destino de todo lo traído de un modo imprudente a la luz y luego abandonado (no recogido hasta el fin, sin solución de continuidad). Yo me entiendo.
De todos modos, nos encaminábamos a una fiesta. Era así desde un principio. Desde siempre, se podría decir. La fiesta campestre. Una fiesta raigal. El guateque mitológico cuyas figuras centelleaban en el fondo de nuestras retinas mucho antes de que nos hubiéramos conocido en aquel fin de todo que nos reunió como a un montón de bolos dispersos a la orilla de una playa meridional, llenos de cualquier cosa menos de ánimo. Era al comienzo de un año y para nosotros el fin. Ése fue el verdadero origen de todo (como ersatz del comienzo nunca nombrado, imposible de nombrar), aunque nadie lo recordaría después, como quien no recuerda que tuvo un hermano que nació muerto.
¿Por qué estaba hablando de estas cosas? Ninguna fiesta raigal. Ningún arraigo. Una oscuridad y dispersión profundas. Un miedo seminal. El gran terror y el terror de Demetrio, que fue quien (con su pseudoingenuidad fantástico-campesina) nos arrastró a ese Eldorado violeta, allá en el fondo, donde se dibujan las siluetas de árboles. Y sin embargo, risas. La risa era el signo de una alegría nueva. La risa de los perdidos, tal como suena originariamente. Risa doble. Risa en lo oscuro. Risa de lo oscuro. Ja ja —reíamos. Ja ja.
Ahora ya no veo a nadie. Pero, ¿por qué tendría que ver a alguien? Oh, Demetrio. No hay que precipitarse. No será tan sencillo. No será, sin duda, cosa de coser y cantar. La discusión tuvo lugar en el espesor del tiempo (habrían transcurrido no menos de cincuenta siglos), y versaba, ¿quién podría ponerlo en duda?, sobre el carácter tradicional, sobre la forma que tienen ellos de comer y de vestir, etc. etc. etc. (Los quiénes. O: ¿dónde? Pero sobre todo: ¿cómo saberlo? Desde lo falso, desde lo oscuro, desde lo casi entrañable.) No lo desmentía nuestra propia excursión (o mejor dicho: invitación) y el modo más bien desaconsejable (y desde luego, desapacible) en que habíamos enfilado por fin el camino amarillo. (La inquietante —pero sórdida-alegre— carencia de señalización. De significación. El brutal paso del calor al frío. De la demasiada luz a la muerte desmedida. Ínfimo y desmedidamente frío revoleteo de trocitos de hielo en la franjada neblina violeta. Un cansancio sencillamente atroz.) En torno se moverían los hombres tradicionales con sus coloridos trajes como pintados al óleo. O bien sonreirían impávidos, detenidos en un horizonte lineal alargado ad infinitum. De modo que las cosas estarían (estaban) dispuestas de la siguiente manera:

   la mesa en herradura
   los perdidos tres (o cuatro) o cinco, destinados al                       
               polvo
   el mantel blanco
   los corifeos campesinos figuras principales,                     
               mujeres y
   hombres
   añádanse (o suprímanse) detalles
   grandes sonrisas, o cejas fruncidas, el vello súbito                     
               de un brazo: aleluya del eructo
   manos hinchadas
   ella, la novia vestida
   la hermosa vestida-desnuda
   entró, nunca

En el crepúsculo rojodorado perenne conversaban (conversan y conversarían) tales las figuras. (Yo lo sabía todo y ya incapaz de tocar su apariencia de acontecimiento. Sólo la fuga.) Visibles invisibles los bien trazados huertos. El pequeño castello imaginario. Imprescindible. Decisivo. Pero nada era decisivo o no eso. No eso. Todavía estábamos en la playa. Todavía era imposible (y lo sería por mucho tiempo) que hubiera ninguna playa, ningún fin. Ah: qué soberbio. Carcajada del estopado-emparedado. Gran risa detenida pálida en la pared no sólida sino absorta en su furioso misterio. Los siglos congelados en el lento espaciamiento silencioso de la parafina. La hiedra carnívora enredada a los pies del ángel. La pequeña ventana inconsciente de su espesor allende el cuadrado azul presto a volar a la señal invisible y catastrófica. (De la catástrofe que lo había precedido todo un lapso infinito. Oíamos pero no oíamos. Yo no oía.)
Era esto de lo que Demetrio nos había hablado. Era el paso antiguo de cortejo y la gran entrada. El vestido blanco con adornos, la doble línea paralela ondulando en el dobladillo (qué palabra) y la corona de flores. O sin corona de flores. El óvalo, perfecto, indescriptible. Era un venir siempre y un colorido e imperecedero sentarse. Imagen de la imagen, de lo fantástico a lo sórdido y luego a. Etcétera. Andar perenne inmóvil. La sal de la tierra. El trazo exquisito cuasi veneciano pero profundamente flamenco. El vientre hinchado y la cabeza en oblicuidad de espejo temporal. El quiasmo. La inserción. El discurso también inmóvil y oscuro andante del horrendo Demetrio. Había hablado. Él. Y todos. Vueltos en sí mismos (en nos mismos) figuras de papel en danza de papel frente a otras figuras (campechanas risueñas) también de papel. (De papel crujiente, de taburete sonriente-crujiente.) Al habla sin eco y sin palabra-voz. Las lomas de mazapán. El barro trasunto del azúcar. Los bien trazados huertos con su verdor profundo como un gran fiordo de sueño. Nos reíamos todos. Cómo nos reíamos. Éramos jóvenes y reíamos. Aún lo somos y ahora no querríamos serlo. Nunca haberlo sido. Pero nunca (cómo callarlo y como no proclamarlo) —ese algo— ha sido. Ese infinitesimal no-sido —al sólo y no de algo, borde— nos empujó.  Hacia ella, qué duda cabe. Hacia su belleza tranquila e inextensa y en consecuencia irreal. Hacia lo irreal infinitamente real y hacia lo real infinitamente irreal. E (sin solución) infinitamente carnal.  Carnavalesco, sí.  Un último carnaval. Nunca vimos. Simplemente, apareció. Fue ese aparecer lo que nos fascinó. No lo sabíamos, pero eso fue. Ese en realidad des-aparecer. Desaparecer de todos los rostros, de todas las imá-genes. Nada subsistió, en medio de las probables (pero improbables) previsibles risas. La alegría sólo posible, presta a adherirse casi carnívoramente (pero sobre todo carnavalescamente) a un ser. Quisiera (hubiera querido) decir: es (fue) eso. Ella en medio de todos como el todo dispuesto sin más a desaparecer. Lo perpetuo sino en la fuga. Observaciones. Inevitables derivaciones-digresiones hijas de la mentira que es toda verdad. El viento-aire detenido y frío cohabitando con el calor-alegría de los ojillos chispeantes. Alcohol frotado sobre la pierna verde de frío. Ojos como restos de corteza, ahorquillados en la rama frágil del seto. Frío terror del que intuye el mal sueño ya desde siempre (sin cuándo) enhebrado (ya siempre inscrito: res verbum) en lo real. El vuelo (el revuelo) de las hojas.



Lo que nos hacía (nos hizo) contener el aliento (fascinados-retrocedidos) un instante eterno (era) (fue) el olor. Su belleza perfecta junto a la presencia insoslayable de su olor. Un olor nuevo de tan antiguo, de tan enterrado en el corazón, perpetuo como el circuito arcaico y polvoriento de las venas. Infinito, sin solución de continuidad. En una palabra: el cogollito casi risueño del horror. Lo que manaba sin más en ella y por ella. Indudable. Indestructible. Insoportable. Una podredumbre desmedida junto a (o contiguo de) el sueño especioso de una blancura sin límites. Todo lo podrido, lo descompuesto más allá de toda descomposición estaba, ciego, allí. En ella. Viniendo de ella. Yendo como un golpe de aire pleno hacia ella. La belleza indescriptible junto a la afrenta del olor. No juntos, ni simultáneos. Sino únicos disimultáneos. Eso era lo que convertía los ojos en relojes enloquecidos. Un olor irrespirable y que ya siempre estaba allí, fluyendo sin pausa de su belleza como aquello mismo que la hacía existir. Lo imposible-posible de su belleza multitudinaria sin espacio. Sin parangón. La abrumadora presencia, bella hasta las lágrimas, de la imposibilidad. La blancura desmedida y la podredumbre sin fin, engendrándose una a la otra como en la recirculación sencilla (mitológica) entre la enfermedad y el horror. Verla y morir. Amar lo incesante y odiar en ese mismo movimiento toda inmortalidad. (Toda posibilidad de inmortalidad. Toda muerte y toda vida: oh fragor.) Condenado a morir en el vasto cuerpo de la virgen, no blanco sino azul (de un azul profundo, oceánico). Era ella inconcebible sin ese olor, y al mismo tiempo era impensable en él. Nadie (menos que nadie Demetrio) podía pensarla allí (así). La frase salvadora que nadie pronunció: _____________________________________. Porque nadie, oh campesinos, era (fue) capaz de decidir. El resplandor de lo buscado en el espesor del tiempo hecho canon, ansia indecible, fuga de las copas dormidas en su verdor profundo, en su inapelable rechazo de todo amor. La imposibilidad de reírse, preso en el invisible borde y quiasmo de lo sagrado/profano. Detenidos incesantemente por el pequeño triángulo. Arrinconados como colegiales traviesos en un banco descolorido, adosadas las espaldas sudorosas la pared de cal. Sentía mi rostro a punto de estallar, inflamado sin límites por el agolpamiento asfixiante de una repugnancia sin fin. Los otros (que nunca existieron) ya no podían aspirar al paso en falso benévolo de una como si y siempre equívoca existencia. No fueron capaces (pero ¿qué cosa hubieran debido ser?) de subsistir en ese olor (en el vuelco sin más, el surplus insobrepasable). No podían hablar de él, abrumados por su horror-risa. Horripilados-disueltos en el vaho purpúreo de la ola que los había traído hasta aquí y luego se los llevó (absurdos bailarines de quebrada cintura allende el trazo siempre indiferente del pincel). Pero tampoco podían callar, víctimas de sus manos desligadas. Ninguno. Nadie y nada. Sólo esa belleza-olor sin límites. Sólo esa repugnancia-atracción sin límites. Esa marea atroz que me arrojaba al abismo de mi propia desaparición, incapaz de nombrar lo que a toda costa (con dolorosa, atroz urgencia) necesitaba nombrar. Ni nombres ni el alivio del reconocimiento de lo real. Sólo, implacable, la belleza. Sólo el olor. Lo indescriptible de lo inadmisible y no nombrable. Indecible (indecidible) mente bello. El rostro. El óvalo. La perfección sin error (hecha de herrør puro). El resplandor mortal cegando las bocas asomadas al sórdido emparejamiento del vidrio. Y el lago lejano, la imprescindible agua estancada con su antiguo rumor de voces sin significado, sin signo. Todos reían-callaban queriendo hacer señales invisibles. Pero era el reverso mismo lo que devoraba los signos. Lo que diluía el trazo de las bocas y daba a los ojos la desmedida apariencia de una visión de la que nunca hubieran sido capaces, cegados por la urgencia (necessitas) de ver.
No podía soportarlo y no podía abandonarlo. No sé ni quiero saber cuál es tu nombre, le dije. Pero, si lo supiera, tampoco hubiera podido hacer profesión de fe. No creo, pero creo. Y ella me dijo: Cuando ni siquiera el polvo consiga recordar el eco más leve de tu nombre, tú todavía recordarás, Demetrio. La horrenda figura se alejó. Ella vino hacia mí. Ven. Ojalá hubiéramos dormido allí. (En el castello, quién sabe dónde.) Hubiéramos podido acogernos a la hospitalaria falsedad y no a lo insoslayable falso con lo que es imposible pactar por su indecible, destartajada, voluptuosa alegría. Oh: cómo reíamos. Sombras campesinas y una ondulación señera. Allí. En la tarde detenida. Fui hacia ella, sobrecogido por el horror. No podía detenerme, pero tampoco conseguía hacerme con ella en alas de una mediocre y siempre latente ansia de normalidad (no había normalidad ni ansia). Avanzábamos en la misma dirección, soñadores confundidos por la nostalgia de un solo instante inextenso, como si algo hubiera sido posible y menos aún verificable. (En el fondo, era imposible todo encuentro. Sólo el encontrarse mismo indiferente e infinito, sin posibilidad de encuentro, sin instantaneidad ni espacio, como un espejo que se contemplase en otro espejo.) No hubo verificación y si una intensa, desgarradora verosimilitud. Una identidad que hacía imposible toda sonrisa, toda fraternidad, toda vela de armas. Repelidos por idéntico asco. Atraídos por la misma desmesura. Por el espesor sin consistencia de un deseo que desdibujaba todo deseo, desgarrado por un infinito paralelismo (sexo sin medida, colmo sin forma). Por la fuga infinita patente y sólo obscena en el azul indescriptible del ventanuco. Por la falsedad clamorosa de la torre. Nunca entre nosotros. En nosotros sin nosotros pero siempre, infinitamente, viniendo de nosotros (este no-nosotros, negación infinita e infinita aglomeración), como un sostenido y nunca idéntico, soberbio desborde. Despojados de la imposibilidad de amar por la misma ansia sin límites que nos despojaba de toda ansia y de todo sueño. Nunca tan ajenos y sin embargo al mismo tiempo nunca tan dueños (tan atrozmente dueños) de nosotros mismos. Riéndonos como niños de la temeraria travesura en la sinusoide donde saltaban con eléctrico chisporreteo los trocitos de hielo en medio de la franjada neblina violeta. Se lo dije (a Demetrio y a los otros, ya no sé cuántos), pero ninguno escuchó. El lago-mar infinitesimal. El inexistente-imprescindible castello. El cuadrado y su móvil-intenso-perenne-incandescente punto de fuga. Ven. El horrendo arco iris monocorde. «Oh tú». Fui. Yo el horrendo Demetrio fui.
El banco apacible había sido subdividido al sesgo por la luz llena de fino polvo del sol. Levanté la barbilla al leve viento de poniente cuando oí sus pasos. Ella traía entre sus manos el viejo álbum de familia tal como yo se lo había pedido. Se sentó con engalanada lentitud y lo abrió sobre su regazo. En ella el gesto ceremonioso era tan natural que todo gesto natural era visto luego como un complicado, innoble artificio. Así yo también, atraído a la comunión de nuestro amor reciente pero imperecedero. Abrió el libro y, a mi señal, comenzó a pasar las bien cuidadas páginas. Era para eso que habíamos venido. A lo lejos se oía el lento oleaje del mar. A veces, también, la risa brusca de una gaviota en vuelo perdido. Fue eso o que me distraje por un segundo en su atención exquisita, de la que todo libro querría ser digno. Bajé la mirada y mis ojos desprevenidos cayeron sobre una fotografía. No era una fotografía borrosa, pero sí antigua. Un segundo de ausencia pura en el que el viento azul movió una guedeja blanquecina con gracioso movimiento de helicoide. Su mano inició un gesto sencillo, que nunca concluyó. Debió ver en mi cara una mueca de horror, porque se levantó de un salto, espantada. Oí caer con estrépito el libro de tapas de hule, y vi la rajadura instantánea en la pared antigua del campanario. Y eso fue todo.
A todos los que murieron, después y ahora, al horrendo Demetrio, vivo, sobrevivo (cuyo nombre no puedo pronunciar sin reverencia), les digo: hay un horror más profundo que el del ojo que mira entre las líneas divergentes y el de la carcajada que se oye con mudo estruendo en el fondo de un pozo. (La carcajada desligada de la boca presa entre las paredes sucesivas del pozo. La boca furiosa que se alarga sin pausa en su loca ansia de encontrarse para siempre con la carcajada, maldecida por un inexplicable y nunca surgido reverso.)
El paisaje sigue siendo el mismo. Inmóvil. Bello hasta lo insoportable. Los campesinos ondulan aún en el horizonte lineal, con sus perennes sonrisas impávidas sentados a la mesa perpetua de su banquete colorinesco y seglar. Podría decir que soy uno más de los lugareños, si la expresión no tuviera una resonancia excesiva, el peso infinito de la repetición, del horror risueño que canta en cada milímetro de la escena como la ola que baña una playa meridional, con anodino empuje, rodeando los pies felices de los niños y, sobre todo, autorizando la mano que retoca con maestría un tono, que confirma la silueta mínima, casi insignificante, de un sombrero, de una mano desvaída que ondula en el aire azul coincidiendo con el escorzo iluminado de un ala perpetua, incesante, diagonal.


          Del libro de cuentos inédito Una muerte saludable. 


         Fotografías de Jeanloup Sieff 

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