Javier L. Mora
Ver alzarse la máquina dos veces.
Una frente al libro (Óbitos, Bokeh, 2015), y otra más (esta, a priori)
ante el peso de cierta historia de junta y manifiesto embotellada en él.
Detenerse a pensar en intervenciones quirúrgicas, o más exactamente (para el
caso), en trepanaciones de cráneo: cabezas-paisajes construidos a partir de
lobotomías.
Pedro Marqués de Armas, su autor,
sabe muy bien lo que se trae entre manos. Una suma de volúmenes —cuadernos
escritos de Grosseto a Coimbra, y Barcelona—; una selección envidiable de
textos sin tesitura disonante: todo un conjunto que puede escucharse, paso a
paso, como un gran solo de fagot del XVIII.
Pero el ardid de este libro, su
habilidad textual, es precisamente la distinción que logra en estructura e
ideotema, como secciones articuladas de un mismo cráneo: ese aparente no ser
una "antología" en términos precisos para revelar su propósito: un
repaso al terreno síquico —humano, frágil— de la historia.
Indagación y sondeo. Recuentos de
los enterramientos (magníficos) de una época, donde el tiempo parece detenido
en el poema, hinchado hasta lo increíble para no dejar escapar eso que podría
llamarse su "salud mental": el reflejo que lo hace sempiterno, su
permanencia. Con algo de guion fílmico y ojo de cámara lista para la
instantánea en frío, déjanse ver, en este libro, los costurones de un cadáver
recompuesto: aquel de la historia, que a fuerza de mostrarlo, revela lo que
subyace abajo: los afeites de la construcción de un sistema político, las
apariencias propias de la modernidad.
Derrumbes interiores de una
época, derrumbes cotidianos, como los edificios que se caen, continuamente, a
pedazos, en Centro Habana. Enterramientos.
también tú
en el óbito (fíjate qué
palabra) de la Historia
por un velo a-
somado
Estos Óbitos son
un homenaje sin bombo a personajes célebres y personajillos, los héroes de una
clase muerta, notables y anónimos espectros del pasado, que no vieron ventaja
en adherirse al contexto, sino en la supervivencia. Inquilinos minúsculos, para
los que "subir con la circunstancia" diciendo a todo que sí "sin
sombra de entusiasmo", era el imperativo: héroes que problematizan hoy la
pertinencia de ciertos métodos —y el propio modus operandi— de la
historia.
Luego el recuento se vuelve
síquico, para mostrar a un tiempo el deterioro y la degeneración de una
realidad que no cambia, que no puede, por desagracia, cambiar sus propias
circunstancias.
Se asiste a las aceptaciones
tácitas de una época, a sujetos marcados por el desastre. Así, en el texto que
mejor lo explica —y que podría resumir todos los tópicos del libro, desde el
título mismo del volumen— se ve en escena un cuadro que se repite una y otra
vez en el ojo de un espectador impávido, que no pudo hacer nada ante la
intromisión de la nueva era: "Nada, salvo asentir como corresponde a un
empleado apenas voluntarioso y adscrito sin remedio a la legión de los muertos"
("Para que aprendas el valor de cada época").
"Pero eso es el derrumbe
—nos dice Marqués de Armas— y podría devenir Metáfora de Todo", un
corolario que también él ha aprendido con el paso infalible del tiempo, y
mirando fríamente a la realidad.
Entonces el libro deviene estudio
poético (fotográfico) de una época, en la disposición (o mejor, colocación,
como quien hace la curaduría de una muestra personal) de escenas de galería,
donde observamos el desfile de los célebres y mediocres de la modernidad, el hombre
común y el más ilustre, los que vivieron a su pesar el resultado abrupto,
inútil, de las cosas: seres que entran y salen de estas páginas como de un
simulacro de evacuación ante la inminencia de un hundimiento o de un desastre.
Y el desastre son esas cabezas
sin destino, o de destino trunco o atrofiado por las mezquindades de la
realidad. Y el hundimiento es lo que se describe aquí, como quien prepara
intervenciones quirúrgicas: limpiamente, aséptico el lenguaje y sin ambages,
hurgando en los incidentes de cada cabeza o paisaje de cabezas. En lo
anecdótico. En el apunte sin precisiones cronotópicas, pero con referentes que
hablan de un tiempo y una época modernos, de un hoy transparentado donde todo
es fútil, y solo queda registrar, calcular, medir el peso de esos sucesos
menores.
Óbitos captura el
espesor del segundo en que ocurre la instantánea en una lobotomía del ser, y
enseña los huecos velados del acontecimiento. Al final, quedan solo rostros
secos, escenas de una aridez ingente en las que todavía funciona la pregunta
por el ser, por la inmanencia de los hechos, por la propia existencia.
Hay algo de elegíaco en estas
páginas, un intento de recordar evocando pero sin gimoteos, una concesión a la
memoria; y al mismo tiempo, una búsqueda del principio de la causalidad. La
dimensión del concepto de ananké (como se titula también uno
de los poemas del libro) expresa aquí sus significados en la intención de
galería fatal del autor: el hado que instituye los destinos de existencia de
los sujetos del texto, que obliga a preguntar su validez, o cuando menos, a ver
el escenario de otro modo (a percibirlo con ojos de sondeo).
Así se leen por ejemplo, las
piezas descritas en "Educación de rigor", donde el detalle va
dirigido a lo que oculta la imagen en cuadros de Isaak Brodsky o Deineka. Así
se leen los "Fragmentos de Walker" (Walker Evans): como si la rara
banalidad cotidiana de sus imágenes pudiera decir algo todavía hoy; como si en
esas fotos estuvieran condensadas todas las impresiones que hay que ver sobre los
afanes del hombre.
Lo que concierne en cuanto a
lenguaje y tekné de la fotografía, ofrece una lectura cabal
del texto: si de lo que se trata es mostrar no las causas de las cosas sino su
interrogación; si lo esencial es observar desde adentro el espectáculo de la
ruina, el proceso, entonces se encarece y adquiere mayor tasa el esfuerzo por
la imagen no como estrato mental, sino visual; no como imago sino
como acto, lámina, impresión. Una perspectiva que acusa (revela) la misma
realidad.
"Pero el paisaje de la
devastación sigue siendo un paisaje. En las ruinas hay belleza", dirá
Sontag, para lo cual respondería Marqués de Armas que la sutileza de la ruina o
la devastación ocurre "sin la menor evidencia y tan delicadamente/ que
costaría bajar la cabeza/ y no ver".
Semejante política textual que
propende a lo fotográfico, amerita en su práctica las técnicas de la
fotografía: el lenguaje se vierte en moldes de concreción, de tajo, tal y como
funciona la inmediatez propuesta por la cámara que mira a la escena. Desentendido
del artificio, de lo abstracto, de la catedral barroca cubana, articula una
lengua pictórica que reniega de lo figurativo para entrar en los planos del
verdadero entorno del sujeto, al tiempo en que expone, sin cortapisas, su
derrotero mental:
No trabajo con símbolos
el cielo está despejado
Qué tienen en común "señales
sin objetos" y lóbulos
en el blanco
de tejidos
Conozco un pensamiento así
con la debida etiqueta
El aura que merodeaba por estos
lares
a pedrada limpia
la eché
De la línea rota —cortada, como
golpe en seco o latigazo— al sentido expedito de la prosa, se sistematiza un
estilo que compele a la acción y no al solaz verbal. Versos raspados con cal,
libres de bacterias-mugre —esos barrocos, esos neos, esos rococós—, donde la
modulación del paisaje deviene piedra monda y musgo seco, y exhibe su objetivo:
un edificio (la misma historia) en ruinas.
Y con ese propósito, echa mano de
casi cualquier cosa que lo afirme en su erosión del texto: castellaniza un
verbo ("no imparan"), verbaliza a su vez, un sustantivo
("no discordian"). Pasa por encima de las normas de lo
simbólico, y prepara el suspense, sin avisarlo: condensaciones que dicen el
sopor y el peso de las circunstancias descritas en el poema.
Su respuesta ya no es la jarra
del artesano (cf. Vitier), sino el sonido del recipiente, el vestigio, el ripio
de realidad, puesto que también en ripios se nos presenta el hoy impersonal de
la historia. Solo que ese hoy debe ser retratado tal cual, para lo que no sirve
un tejido de símbolos sordos o vacíos, y el lenguaje será una suerte de
retrato, de fotografía, como un ensayo general de recomposición de lo
circundante: "Para nosotros, la poesía fue ejercicio./ Para ustedes, tal
vez un don./ Nosotros, la hicimos con las piernas/ cuando podíamos haber ido en
coche".
Y en su ejercicio de
recomposición al poeta queda solo el recuento, la acumulación expositiva como
en los cuartos de maravillas del xviii. "Catálogo", "Relación de
objetos" o "(crónica)", son inventarios que se leen como
protectorados de la memoria, que el autor utiliza en fideicomiso.
Pero ello habla de una soledad en
lo real, de una extrañeza: el que acumula —como en el síndrome de Diógenes—
tira una amarra al pasado, y guarda para sí un segmento de tiempo envasado en relatos
u objetos. Y esa colección de retrocesos implica un malestar, un proyecto de
fuga. Se oxida un tiempo de uso para detener uno nuevo, para no ver más que
aquel otro al que constantemente se regresa.
Pero estas son mis nociones de la
escritura ante la vida común del exiliado. Marqués de Armas lo dirá así:
"Estas no son palabras de la tribu. La vida que aquí llevamos es otra cosa
[...] La vida que aquí llevamos es un conato. Como cuando hablamos hasta tarde
con los muertos".
Leo estos Óbitos en
un suburbio profundo de Santiago, enterrado como otro cualquiera y cuyo nombre,
por suerte, no interesa. Un libro que (además) habla de un lugar llamado Cuba,
y de un lugar llamado exilio y de la condición de paria de la escritura de su
autor, que ha sido escrito en el desierto. Y pienso en que no podrán leerlo
—que no lo leerán nunca— los lectores cubanos. Tampoco, creo yo, lo necesita:
su lenguaje es neutro (diría Deleuze), lo que quiere decir eficiente,
traducido, universal. Leo este libro, digo, y lo imagino así como una máquina
de piedra, un menhir alzado en el desierto de la diáspora. Un menhir, un dolmen
solo en el desierto, para ser visto (lo que es decir leído) en
cualquier punto muerto del mundo.
*Acaba de llegarme Matar al gato ruso y otros ensayos, del querido poeta, crítico y traductor Javier L. Mora, que contiene un excelente ensayuelo sobre mi libro Óbitos, que reproduzco aquí. El libro de Mora incluye ensayos sobre E.E. Cummings, Montale, Omar Pérez, Carlos Aguilera, Pablo de Cuba y Generación Cero, entre otros.
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