Pedro Marqués de Armas
La soledad es su desposorio. El verbo un humillo volante.
Orienta su nariz hacia el Este, como si de allá vinieran todas las cosas. Es un
animal. Muerde su oleosa carne, su propia cola; pero más, quiere que todos los
espejos se le encimen, que todos corten esa vena.
Se oculta. Va a caer la mascarilla del té. El hedor de las
palabras colma la casa, en la que ojillos de gamuza no le dejarán leer cierta
Biblia o Paraíso de Milton.
Los reunidos tienen bocas de pez congelado. Hay esferas de un
tiempo congelado, pocos libros, verdad, pocos sueños y el vino agriándose, y la
leche que quieren desvirtuar estos falsificadores del infierno.
Todo se morderá: la luna, una espina, un fruto que se desplaza
hasta estallar en el ojo.
Almelio, espejo. Oreja que vomita una tierra salvaje.
DEL BAÚL
Escribí este poema alrededor de 1987. Recuerdo haberlo leído en la Quinta de los Molinos. Parece que siempre vi a Almelio como una cruza de poesía y pobreza, suerte de otro enternecedor ávido de alimentos terrenales.
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