jueves, 18 de mayo de 2017

En memoria de Sigmund Freud



W. H. Auden


Cuando son tantos a quienes tenemos que llorar,
Cuando el dolor se ha hecho público, y está expuesto
                   A la crítica de toda una época
                   A la flaqueza de nuestra conciencia y nuestra angustia

¿De quiénes hablaremos? Pues cada día mueren
Entre nosotros los que nos hacían un bien,
                   Y sabían que no era eso suficiente
                   Mas confiaban en superarse en la vida.

Así era este doctor: todavía a los ochenta quería
Preocuparse de nuestras vidas, a cuyo desenfreno
                  Tantos posibles futuros jóvenes
                  Con amenazas y zalamería pedían obediencia.

Mas su deseo no se cumplió; sus ojos se cerraron
A ese último espectáculo de todos conocido,
                  De problemas que como parientes perplejos
                  Y celosos rodean la hora de nuestra muerte.

Porque hasta el fin estaban a su alrededor
Aquellos que había estudiado, los nerviosos y las noches,
                  Y otras sombras que esperaban entrar
                  En el círculo luminoso de su reconocimiento.

Fuéronse a otra parte con sus desengaños
Cuando lo arrancaron de su vieja preocupación
                   Para devolverlo a la tierra en Londres
                   Un judío distinguido que murió en el exilio.

Sólo el odio era dichoso, confiado en multiplicar
Ahora su práctica y su clientela desgarbada
                   Que cree se puede curar matando
                   Y cubriendo con cenizas los jardines.

Viven todavía pero en un mundo que él transformó
Con mirar el pasado simplemente, sin un falso pesar;
                   Todo lo que hizo fue recordar
                   Como los viejos y ser sincero como los niños.

No era ingenioso: simplemente relató
El Presente desdichado para recitar el Pasado
                   Como una lección poética
                   Que al fin vacila en la línea

Donde hace mucho tiempo las acusaciones comenzaron,
Y de pronto supo quién lo había juzgado,
                   Cuán rica había sido la vida y qué tonta
                   Y la perdonaba y era más humilde.

Podía acercarse al Porvenir como a un amigo
Sin un ropero de disculpas,
                   Sin una máscara de rectitud
                   O un gesto familiar, de vergüenza.

No es extraño que las antiguas culturas orgullosas
En su técnica de inestabilidad previeran
                   La caída de príncipes, el derrumbe
                   De sus esquemas lucrativos de frustración.

De haber tenido el éxito, la Vida Generalizada
Hubiera sido imposible, el monolito
                   Del Estado se quebraría imposibilitando
                   La cooperación de los vengadores.

Apelaron a Dios pero él siguió su ruta,
Entre la Gente Perdida como Dante,
                   Entre los fosos hediondos donde los injuriados
                   Llevan la vida oprobiosa de los rechazados.

Y nos enseñó lo que es el mal: no como creíamos
Actos que deben ser castigados, sino nuestra falta de fe.
                   Nuestro deshonroso espíritu de negación
                   La concupiscencia del opresor.

Y si algo del gesto autocrático,
De la severidad paternal de que desconfiaba,
                   Todavía quedaba en su expresión y facciones, 
                   Era una imitación protectora

Para aquel que vivió tanto tiempo entre enemigos;
Si a veces se equivocaba y parecía absurdo,
                   Para nosotros ya no es una persona
                   Sino todo un estado de opinión.

A cuyo resguardo llevamos vidas diferentes:
Como el clima sólo puede estorbar o ayudar,
                  El orgulloso puede seguir orgulloso
                  Pero le es más difícil y el tirano intenta

Obligarlo pero no le es simpático.
Silenciosamente abarca todas nuestras costumbres;
                Nos ampara, hasta que los cansados
                En el más remoto y miserable ducado

Sienten el cambio en sus huesos y se consuelan,
Y el niño desgraciado en su pequeño Estado,
                En algún hogar de donde está excluida la libertad,
                Colmena cuya miel es el miedo y la preocupación,

Se siente más tranquilo y seguro de escapar;
Mientras que descansan en la hierba de nuestra negligencia,
                Muchos objetos hace tiempo olvidados
                Son revelados por su brillantez incansable

Nos son devueltos y recobran su valor;
Juegos que creíamos olvidados al crecer,
                Ruidos insignificantes que vedaban nuestra risa,
                Guiños que hacíamos cuando nadie nos miraba.

Pero él quería algo más para nosotros: que fuéramos libres
Aunque a menudo solitarios: uniría
                Las partículas desiguales rotas
                Por nuestro propio sentido de justicia,

Restauraría a los mayores el ingenio y la voluntad
Que los pequeños poseen pero que sólo usan
                En áridas disputas, devolvería
                Al hijo el cariño profundo de la madre,

Pero nos recordaría sobre todas las cosas
Que fuéramos entusiastas de la noche
                No sólo por el sentido de deslumbramiento
                Que ella puede ofrecernos, sino también

Porque solicita nuestro amor: pues con ojos tristes
Sus deleitables criaturas nos miran y nos imploran
                Humildemente a que las invitemos;
                Son exiladas que ansían el futuro

Que descansa en nuestra fuerza. También ellas se alegrarían
Si las dejaran servir a la ilustración como él;
                Hasta compartir el grito de "Judas"
                Como él lo hizo y todos haremos.

Nuestra voz racional está muda: sobre una tumba
La Casa de los impulsos llora un ser querido.
                   Triste está Eros, constructor de ciudades
                    Y llora la anárquica Afrodita.


Versión de José Rodríguez Feo


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