domingo, 10 de mayo de 2015

Dos poemas




Dolores Labarcena


La Pucelle, Doncella de Orleáns, fue conducida a la hoguera sin más atuendo que un gorro. Todo por oír, o decir que oía ciertas vocecillas. “Dios aprieta pero no ahoga”... Con esta frase se llenó la boca antes de ser envenenado, el místico Rasputín, que terminó en el Neva envuelto en una enorme alfombra. “A ustedes me debo”, dijo Colón a los reyes católicos. Y el hurra se oyó unánime entre los facinerosos. Quizás por este imprevisto y a falta de brújula, no llevan taparrabos. Si esperas un poco, lo lógico es que el señor del periódico haga una mueca y el camarero le sirva, como de costumbre, otra taza de té.



El matarife ejecutaba. Helen Brach daba la orden. Todo un tinglado, tras el zozobro de las crías equinas. Tarde o temprano también la ejecutaron a ella. Su cuerpo nunca apareció: ni rastro de los infames despojos, aunque sí hubo indicios: un boleto de avión, una fogata en la granja, la fe de los investigadores que peinaron la zona. Y luego ese enjuto lacayo que cambió la decoración del chalet y que apretara (quizás) el cuello del cisne. Es una hipótesis... En vida había donado parte de su herencia a una sociedad de animales. Imagina, querido, la cara de esos gatitos pegados a las ubres de la vaca, y tan pronto consumiendo sobre el césped un paté gourmet. En el panteón reposan hasta ahora Azúcar y Caramelo; los sabuesos de la que fuera Reina de las Golosinas. No tuvo un final muy dulce que digamos, pero sobrecoge la filantropía y el buen gusto.




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