sábado, 22 de noviembre de 2014

Hueso




Oscar Hahn


Curiosa es la persistencia del hueso
su obstinación en luchar contra el polvo
su resistencia a convertirse en ceniza

La carne es pusilánime
Recurre al bisturí a ungüentos y a otras máscaras
que tan sólo maquillan el rostro de la muerte

Tarde o temprano será polvo la carne
castillo de cenizas barridas por el viento

Un día la picota que excava la tierra
choca con algo duro: no es roca ni diamante

es una tibia un fémur unas cuantas costillas
una mandíbula que alguna vez habló
y ahora vuelve a hablar

Todos los huesos hablan penan acusan
alzan torres contra el olvido
trincheras de blancura que brillan en la noche

El hueso es un héroe de la resistencia




Los huesos de mi padre







Rodolfo Hinostroza


Serán éstos los 206 aristocráticos huesos de mi padre?
Todos completos, con su maxilar inferior, su frontal,
sus falangetas, su astrágalo,
su vómer, sus clavículas?
No se habrán confundido
en la Fosa Común
con los de un vagabundo
de esos que abundan en las calles de Lima,
y mueren sin un grito? Cómo voy a confiar
en que sean éstos los huesos de mi querido padre,
don Octavio, Tachito,
si en la Fosa Común donde lo echaron
puede ocurrirle cualquier cosa
a los huesos de uno?
Su hermano, tío Reynaldo había jurado
encontrar a mi padre, y recorrió toda esta Lima a pie
durante un año, para hallar a mi padre, el poeta,
que se había perdido en la ciudad,
como suele ocurrirles a los ancianos y a los locos.
Todos los días salía, después del desayuno,
a buscar al hermano mayor,
a aquel poeta provinciano,
talentoso, desgraciado y perdido
por los barrios de Lima. Llevaba
una vieja foto de mi padre, amarillenta,
donde aparecía con su pelo ya blanco,
sus ojillos brillantes de inteligencia, sus mejillas flácidas
labradas por años de inútiles batallas
contra lo que él llamaba su destino adverso
cuando se hallaba de un ánimo blasfemo,
dispuesto a enrostrarle a un Dios
en el que no creía,
sus continuos fracasos.
La boca grande, elocuente.
La frente alta y despejada. Con un terno marrón, creo,
a rayitas. Esa imagen debió corresponder
a una época feliz, tal vez la de Huaraz,
cuando estábamos todos juntos, mi hermana
mi madre y yo, mucho antes
del divorcio.
Reynaldo la mostraba
a la gente, los interrogaba venciendo
su enorme timidez: “¿Ha visto a este hombre?”
indesmayablemente a pie,
tío de a pie como un remoto soldado de una guerra perdida,
raso, humilde, cumplido,
indagando en los parques, en los hospitales,
en las estaciones de autobús,
en los mercados,
pues quería encontrarlo,
ésa era la misión que se había impuesto
antes que la muerte se lo lleve.
Pero la muerte se llevó primero a tío Reynaldo
de un cáncer al estómago,
sin saber que mi padre lo había precedido en el último
rumbo,
y no fue sino mucho más tarde que mi hermana
al fin encontró a mi padre
en una Fosa Común del cementerio de Miraflores
donde sus huesos misteriosamente habían venido a dar
porque nadie había reclamado su cadáver.
La muerte
que con callado pie todo lo iguala
lo había sorprendido en un asilo municipal
donde llevan a los locos que vagan por las calles de Lima
y había muerto, enloquecido y solo,
él, Octavio, Tachito, el poeta, el hermano mayor
que había nacido en cuna de oro.
Siempre pensé que moriría rodeado
como Maese Manrique
de sus hijos, hermanos y criados
reconciliado con su terco destino
y cesaría la angustia
la loca angustia que desorbitaba sus ojos
porque no quería morir como un fracasado
y su muerte le cerraría para siempre
las puertas de La Gloria.
No reposó un instante en vida
acechando a la suerte en todos los caminos,
en todos los concursos,
esperando un cambio del destino
un premio, algo definitivo
que sacase su nombre del anonimato
y le diese la paz. Ya no soñaba con el Premio Nobel,
sino con la publicación de sus poemas
que eran profundamente hermosos
y cada día más bellos
cuanto más desgraciada era su vida.
Se sentía en deuda
con nosotros sus hijos,
y los recuerdos de nuestra infancia feliz lo atormentaban
hasta hacerlo sangrar
como un patriarca loco que ha perdido
el paraíso inadvertidamente
por una mala mano en el tresillo
un mal consejo, o una debilidad de temple
inconfesable.
Entonces quería estar solo, huía
de la familia, se confundía
en Lima entre los vagabundos, le aterraba
y le atraía como un destino escrito
la mendicidad al final del camino. No aceptaba
el rol que todos querían para él:
el del abuelo sabio y respetado
que mora y aconseja en el hogar de su hija: prefirió
seguir en la batalla hasta el final,
irse a la calle
esperando un milagro.
Sus despojos
fueron a dar a la Fosa Común
hasta que el proceso
de putrefacción termine, en cosa de tres años
y sus huesos, mondos, nos fueron entregados
en una caja de zapatos, con una etiqueta
identificatoria.
Ahora reposan en el Cementerio el Ángel
en una de esas fúnebres bibliotecas de huesos
a pocos bloques de donde mi madre duerme su sueño
eterno.
La muerte, piadosamente,
ha acercado los huesos de dos seres que la vida separó,
y sus nombres han vuelto a aproximarse
en el silencio de este Camposanto
como cuando se vieron por primera vez
y se amaron.
En ocasiones
mi hermana y yo llevamos flores,
a un sepulcro y el otro,
y todavía sufrimos por su amor desgraciado,
que sin embargo dio maravillosos frutos. 




jueves, 20 de noviembre de 2014

El ornitorrinco




Daniel García Helder



Negado por la naturaleza como sin duda
lo hubiera querido hacer su padre, vuelve a estornudar,
mezcla de varias especies que tras disputarse el predominio
se dieron todas por vencidas, abandonando el terreno.
Con varas de nardo su genio personal
debe estar haciéndole cosquillas en la nuca
para que sonría así, estirando dos labios de camello,
por debajo de un objeto nasal de neto corte papú.
El cuello deprimido, nada de pelo sino pelusas de fruta,
dedos aporcados sobre un vientre de botella y zambo
para que a ojo el diseño no carezca de una base
acorde el ángulo cerrado de los hombros,
grogui de pie en el sol sigue con ojos pisciformes
los aleteos de una docena de passeriformes
tomando baños de polvo y pío pío.
Te digo que si un cagatinta quisiera, con un bollo de papel
desde cualquiera de esas ventanas del Ministerio,
probar puntería en su mollera rosada
ya no podría: un viejo cuyo cutis se parece
al hollejo de la uva cuando la pulpa es expulsada
con semillas y todo por la boca, violentamente,
ahora está parado adelante de él
y con un pañuelo que saca del bolsillo
le aprieta la nariz diciéndole sonate.



miércoles, 19 de noviembre de 2014

Dos poemas de Miroslav Holub





El cabo que apuñaló a Arquímedes


De intrépido impacto
mató la tangente, el círculo
y la intersección de líneas paralelas
en el infinito.

Bajo pena
de descuartizamiento
prohibió los números
del tres para arriba.

En Siracusa ahora
acaudilla una escuela de filósofos,
lleva dos milenios
sentado en la alabarda
y escribe:

un dos

un dos

un dos

un dos.






Mosca


Posada en el tronco de un sauce
observaba
un trozo de la batalla de Crécy,
rugidos,
resuellos,
gemidos,
taconazos y caídas.

Durante la decimocuarta carga
de la caballería francesa
se apareó con un mosco ojopardo
de Vadincourt.

Se frotaba las patas
a los lomos de un caballo destripado,
reflexionando
sobre la inmortabilidad de las moscas.

Se posó, aliviada,
en la lengua azul
del duque de Clairvaux.

Cuando hubo caído el silencio
y sólo el susurro putrefacto
rodeaba los cuerpos
y un par de brazos y piernas,
respingando,
se fajaban aún bajo un haya,
comenzó a poner huevos
en el único ojo
de Johann Uhr,
armero del rey.

Y en esas
la devoró un vencejo
que huía
de Estrées en llamas.





Traducción de Carlos Cid Abasolo y Šárka Grauová




La vida en un sistema totalitario




Philip Roth



Entre 1972 y 1977 fui a Praga todas las primaveras; pasaba allí una semana o 10 días en los que me reunía con un grupo de escritores, periodistas, historiadores y profesores que por aquel entonces vivían perseguidos por el régimen checo, totalitario y respaldado por la Unión Soviética.
Durante mi estancia, solía seguirme a todas partes un policía vestido de paisano, había micrófonos en la habitación de mi hotel y tenía pinchado el teléfono. Pero no pasó nada más hasta 1977: ese sexto año, cuando salía de un museo al que había ido a ver una ridícula exposición de realismo socialista soviético, la policía me detuvo. La intervención me dejó inquieto y al día siguiente decidí hacer caso de su sugerencia y abandoné el país.
Aunque me mantuve en contacto por correo —a veces, cartas escritas en clave— con varios de los escritores disidentes a los que había conocido y de quienes me había hecho amigo en Praga, no obtuve un visado para regresar a Checoslovaquia hasta 12 años después, en 1989. El año en el que los comunistas cayeron derrocados y el gobierno democrático de Vaclav Havel llegó al poder con toda legitimidad, como el general Washington y su gobierno en 1788, mediante el voto unánime de la Asamblea Federal y con un respaldo abrumador del pueblo checo.
En Praga pasé muchas horas con el novelista Ivan Klima y su esposa, Helena, que es psicoterapeuta. Tanto Ivan como Helena hablaban inglés y, junto con otros amigos —entre ellos, los novelistas Ludvik Vaculik y Milan Kundera, el poeta Miroslav Holub, el profesor de literatura Zdenek Strybyrny, la traductora Rita Budinova-Mylnarova, a la que Havel designó después como primera embajadora en Estados Unidos, y el escritor Karel Sidon, que después de la Revolución de Terciopelo se convirtió en gran rabino de Praga y más tarde de la República Checa—, me educaron de forma exhaustiva sobre la tremenda represión del gobierno en Checoslovaquia.
Parte de esa educación consistió en ir con Ivan a los lugares en los que sus colegas, a quienes, como a él, las autoridades habían desposeído de sus derechos, desempeñaban los trabajos no cualificados que con toda malicia les había asignado el omnipresente régimen. Después de expulsarles de la Unión de Escritores, tenían prohibido publicar, dar clase, viajar, conducir un coche, ganarse dignamente la vida con su verdadera profesión. Además, sus hijos, los hijos del sector pensante de la población, no estaban autorizados a estudiar en centros oficiales.
Algunos de esos escritores con los que hablé vendían cigarrillos en quioscos callejeros, otros manejaban una llave inglesa en la planta depuradora de aguas, otros hacían repartos yendo en bicicleta de una panadería a otra, otros limpiaban ventanas o agarraban escobas en sus puestos de ayudantes de conserjes en algún museo desconocido de Praga. Estas personas, como he dicho, eran la flor y la nata de la intelectualidad nacional.
Así era aquella vida, así es la vida en un sistema totalitario. Cada día trae una nueva angustia, un nuevo estremecimiento, un nuevo sentimiento de impotencia y una nueva reducción de las libertades y la libertad de pensamiento en una sociedad censurada, atada y amordazada.
Con los ritos de degradación habituales: el ataque contra la identidad personal que la arrastra a la deriva, la supresión de la autoridad personal, la eliminación de la seguridad personal, el deseo de solidez y de ecuanimidad ante una incertidumbre constante. La imprevisibilidad como norma y la inquietud permanente como perniciosa consecuencia.
Y la ira. Los desvaríos obsesivos de un ser maniatado. Los arrebatos de furia inútil que no hacían daño más que a uno mismo. Y a su cónyuge, y a sus hijos, que absorbían la tiranía junto con el café matutino. El precio de la ira.
La maquinaria despiadada y traumática del totalitarismo que sacaba lo peor de todas las cosas, y todas las cosas que, con el tiempo, acababan siendo más de lo que uno podía soportar.
Una anécdota divertida de una época nada divertida, siniestra, y con ella acabo.
La tarde del día siguiente de mi encuentro con la policía, cuando, en una muestra de prudencia, me apresuré a salir de Praga y volver a mi país, los agentes fueron a casa de Ivan a detenerle y, como ya habían hecho otras veces, le interrogaron durante horas. Salvo que, en esa ocasión, no le acosaron durante toda la noche para que confesara las actividades sediciosas y clandestinas que llevaban a cabo Helena, él y su cohorte de molestos disidentes y alborotadores de la paz totalitaria. Esa vez, como novedad que a Ivan le resultó curiosa, le preguntaron sobre mis visitas anuales a Praga.
Según me contó Ivan más tarde en una carta, durante el largo interrogatorio nocturno no les dio más que una respuesta —una sola— a todas sus preguntas de por qué iba yo a la ciudad cada primavera.
“¿Es que no leen sus libros?”, replicó Ivan a los policías.
Como es de imaginar, la cuestión les desconcertó, pero Ivan se apresuró a aclarársela.
“Viene por las chicas”.


2013



Tomado de El País

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia