martes, 14 de julio de 2015

El llanto de la excavadora III y IV






III
    
Y regresar ahora a casa, rico de aquellos años,
tan nuevos, que nunca hubiera pensado
considerarlos viejos en un alma
    
ya lejana de ellos, como todo pasado.
Subo por las avenidas de Gianicolo, me paro
en un cruce liberty, en un extenso arbolado,
    
en un trozo de muralla –al final
de la ciudad y de la llanura ondulada
que se abre al mar. Y me renace
    
en el alma –inerte y oscura
como la noche abandonada al perfume-
una simiente ya demasiado madura
    
como para dar fruto en el culmen
de una vida áspera y cansada…
He aquí Villa Pamphili
    
y en la luz que reverbera tranquila
sobre nuevos muros, la calle donde vivo.
Cerca de mi casa, sobre un hierbazal  

reducido a oscura viscosidad,
un rastro sobre las zanjas recién excavadas
en la roca –caída toda rabia

de destrucción–, trepa los escasos edificios
y pedazos de cielo, inanimada,
una excavadora…
    
¿Qué pena me invade frente a estas
herramientas serviles, esparcidas en el fango,
delante de este rojo cañamazo
    
que pende de un caballete, en la esquina
donde la noche parece más triste?
¿Por qué mi conciencia resiste tan ciegamente
    
esta apagada tinta de sangre, y se oculta,
dominada por un obsesivo remordimiento
que la entristece toda?

¿Por qué hay dentro de mí esa sensación
de jornadas para siempre incumplidas,
semejantes al muerto firmamento
donde palidece esta excavadora?
     
Me desnudo en uno de los miles de cuartos
donde se duerme en la calle Fonteiana.
En todos puedes excavar, tiempo: esperanzas
    
pasiones... Pero no sobre estas formas
puras de la vida… Se reduce a ellas
el hombre cuando se colman
    
la experiencia y la confianza
en el mundo… ¡Ah, días de Rebibbia,
que creí perdidos en una luz

imperiosa, y que ahora sé tan libres!
    
Con el corazón, entonces, por los difíciles
asuntos que le habían extraviado
el curso hacia un destino humano,
    
ganando en ardor la claridad
negada, y en ingenuidad
el negado equilibrio –a la claridad,
    
al equilibrio también llegaba,
en aquellos días, la mente. Y el ciego
lamento, signo de toda mi lucha

con el mundo, lo rechazaban adultas
si bien inexpertas ideologías…
Se volvía el mundo tema

ya no de misterio sino de historia.
Se multiplicaba por mil el goce
de conocerlo, como lo conoce
    
humildemente cada hombre.
Marx o Gobetti, Gramsci o Croce,
estaban vivos en las vivas experiencias.
   
Cambió la materia de un decenio de oscura
vocación, mientras me gastaba en aclarar
aquello que parecía ser la figura ideal
 
de una generación ideal;
en cada página, en cada línea
que escribía, en el exilio de Rebibbia,

había aquel fervor, aquella presunción,
aquella gratitud. Nuevo
en mi nueva condición
    
de viejo trabajo y de vieja miseria
los pocos amigos que venían a verme,
en las mañanas o en las noches
    
olvidadas de la Penitenciaría,
me vieron dentro de una luz viva:
sereno y violento revolucionario

en el corazón y en la lengua. Un hombre florecía.

 

IV
    
Me estruja contra su áspera pelambre,
que huele a bosque, y me mete
el hocico con colmillos de verraco
  
¡oh errante oso de aliento de rosa!
en la boca; y en torno a mí el cuarto
es un descampado y la colcha gastada
    
por los últimos sudores juveniles
danza como un velamen de polen…
De hecho, camino por una calle que avanza
 
entre los primeros prados primaverales,
difuminados en una luz de paraíso…
Trasportado por el ritmo de los pasos,
    
eso que dejo a la espalda, leve y mísero,
no es la periferia de Roma: “¡Viva México!”,
está escrito con cal o grabado 
      
en las ruinas de templos, en muritos y recodos
decrépitos, livianos como hueso, en los confines
de un cielo ardiente y sin escalofríos.

Y he allí, por encima de una colina,
entre las ondulaciones de una vieja cadena
apenínica, mezclada con las nubes,

la ciudad medio vacía, incluso a esa hora
de la mañana cuando las mujeres
van de compra –o del atardecer que dora

a los niños que corren con las madres
fuera de los patios de escuela.
Un gran silencio invade las calles:
 
se sueltan los adoquines, apenas adheridos,
viejos como el tiempo, grises como el
tiempo, y dos largos listones de piedra
   
corren a través de las calles, lúcidas y apagadas.
Alguien se mueve en aquel silencio:
alguna vieja, algún muchacho
       
perdido en sus juegos, allí donde
los portales de un dulce Cinquecento
se abren serenos, o una poceta

con bestezuelas taraceadas en los bordes
se posa sobre la pobre hierba,
en cualquier esquina o cuarto olvidado.
    
Se abre sobre la cresta de la colina
la yerma plaza del ayuntamiento, y entre casa
y casa, y más allá de un muro y del verde
    
de un enorme castaño, se descubre
el espacio del valle; pero no el valle.
Un espacio tembloroso y celeste,
  
apenas cerúleo… Pero el Corso continúa
más allá de la plazoleta familiar
suspendida en el cielo apenínico
    
y se interna entre casas más endebles,
bajando casi a media cuesta. Y más abajo,
cuando las casuchas barrocas escasean,
  
aparece allí el valle -y el desierto. 
Unos pocos pasos hacia el recodo
y ya la calle rueda inexorable

entre desnudos campos, tortuosos
y erizados. A la izquierda, contra la pendiente,
igual que si se hubiera derrumbado la iglesia,
    
se alza repleto de frescos rojos,
azules, un ábside, restos de volutas
entre las cicatrices canceladas
   
del derrumbe –del que solamente ella,
la inmensa concha, quedó en pie
abriéndose toda contra el cielo.
    
Es allí, más allá del valle, del desierto,
que empieza a soplar un aire leve, desesperado,
que incendia la piel de dulzura…
    
Es como aquellos olores que desde los campos
recién mojados, o desde las orillas de un río,
soplan sobre la ciudad en los primeros
    
días del buen tiempo: y tú
no los reconoces, y casi enloquecido
de pena, intentas comprender si son

los de un fuego encendido al relente,
o bien de uvas y nísperos perdidos
en algún granero templado
    
al sol de la estupenda mañana.
Yo grito de placer, tan herido
en el fondo de los pulmones por aquel aire
        
que como una tibieza o una luz
respiro mirando el inmenso valle




Traducción: Pedro Marqués de Armas



sábado, 4 de julio de 2015

Aviso a los náufragos




Paulo Leminski


Esta página, por ejemplo
no nació para ser leída.
Nació para ser pálida,
un mero plagio de la Ilíada,
alguna cosa que cala,
hoja que vuelve a la rama,
mucho después de caída.

Nació para ser playa,
quién sabe Andrómeda, Antártida,
Himalaya, sílaba sentida,
nació para ser última
la que no nació todavía.

Palabras traídas de lejos
por las aguas del Nilo,
un día, esta página, papiro,
va tener que ser traducida,
para el símbolo, para el sánscrito,
para todos los dialectos de la India,
va tener que decir buen día
a lo que sólo se dice al pie del olvido,
va tener que ser la piedra brusca
donde alguien dejó caer el vidrio.

¿No es así que es la vida?




Traducción: Carlos Riccardo






martes, 30 de junio de 2015

martes, 23 de junio de 2015

Informe



Czeslaw Milosz



Oh, señor, quisiste hacer de mí un poeta, y ahora es el momento de hacer el informe.

Mi corazón está lleno de agradecimiento, aunque haya conocido el infortunio de este oficio.

Al practicarlo, llegamos a conocer demasiado sobre la extravagante naturaleza del hombre.

A quien cada día, cada hora y cada año le domina la fantasía.

La fantasía, cuando construye fortalezas de arena y colecciona sellos, y se admira a sí mismo en el espejo.

Y se concede la primacía en el deporte, en el poder y en el amor, y al atesorar dinero.

En la frontera, en la frágil frontera tras la que se extiende un país de quejas y de balbuceos.

Porque en cada uno de nosotros se agita un conejo loco y aúlla una manada de lobos hasta que tememos que otros lo vayan a oír.

De la fantasía surge la poesía, que reconoce su tara.

Aunque sólo al recordar los poemas que escribió su autor siente toda la vergüenza de la fantasía.

Y, con todo, no puede soportar otro poeta a su lado si sospecha que es mejor que él, y le envidia todos los elogios.

Dispuesto no sólo a matarlo, sino también a destrozarlo y a borrarlo de la faz de la tierra.

Hasta que quede él solo, magnánimo y benévolo con sus subordinados, que persiguen pequeñas fantasías.

Así, ¿cómo puede ser que de unos inicios tan viles nazca la excelsitud de la palabra?

He acumulado libros de poetas de varios países, los tengo ahora conmigo y estoy asombrado.

Y es dulce pensar que fui su compañero en esta expedición que nunca se detiene, aunque transcurran los siglos.

Una expedición no del vellocino de oro de la forma perfecta, aunque necesaria como el amor.

Bajo presión del anhelo amoroso para llegar a la esencia del roble y de la cima montañosa, y de la avispa y de la flor de la capuchina.

Porque, en su duración, confirmen nuestra himnicidad frente a la muerte.

Confirmen nuestro pensamiento cordial sobre todos los que, como nosotros, existieron, llegaron a alcanzarlo y no pudieron nombrarlo.

Porque existir en la tierra ya es demasiado para cualquier denominación.

Nos apoyamos fraternalmente, olvidando el daño, traduciéndonos unos a otros en otras lenguas, realmente miembros de una tripulación errante.

¿Cómo pues, no podría estar agradecido, si pronto recibí la llamada y la incomprensible contradicción no me ha arrebatado
mi asombro?

A cada salida del sol renuncio a las dubitaciones de la noche y saludo el nuevo día de una valiosa fantasía. 



Traducción: Xavier Farré 



Tomado de “A la orilla del río”, TIERRA INALCANZABLE, Galaxia Gutenberg, pp.331