domingo, 2 de noviembre de 2014

El niño proletario





Osvaldo Lamborghini


Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria.

Me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario.

El padre borracho y siempre al borde de la desocupación, le pega a su niño con una cadena de pegar, y cuando le habla es sólo para inculcarle ideas asesinas. Desde niño el niño proletario trabaja, saltando de tranvía en tranvía para vender sus periódicos. En la escuela, que nunca termina, es diariamente humillado por sus compañeros ricos. En su hogar, ese antro repulsivo, asiste a la prostitución de su madre, que se deja trincar por los comerciantes del barrio para conservar el fiado.
En mi escuela teníamos a uno, a un niño proletario.

Stroppani era su nombre, pero la maestra de inferior se lo había cambiado por el de ¡Estropeado! A rodillazos llevaba a la Dirección a ¡Estropeado! cada vez que, filtrado por el hambre, ¡Estropeado! no acertaba a entender sus explicaciones. Nosotros nos divertíamos en grande.

Evidentemente, la sociedad burguesa, se complace en torturar al niño proletario, esa baba, esa larva criada en medio de la idiotez y del terror.

Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una cosa. Contrae sífilis y, enseguida que la contrae, siente el irresistible impulso de casarse para perpetuar la enfermedad a través de las generaciones. Como la única herencia que puede dejar es la de sus chancros jamás se abstiene de dejarla. Hace cuantas veces puede la bestia de dos espaldas con su esposa ilícita, y así, gracias a una alquimia que aún no puedo llegar a entender (o que tal vez nunca llegaré a entender), su semen se convierte en venéreos niños proletarios. De esa manera se cierra el círculo, exasperadamente se completa.

¡Estropeado!, con su pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo y los periódicos bajo el brazo, venía sin vernos caminando hacia nosotros, tres niños burgueses: Esteban, Gustavo, yo. La execración de los obreros también nosotros la llevamos en la sangre. Gustavo adelantó la rueda de su bicicleta azul y así ocupó toda la vereda. ¡Estropeado! hubo de parar y nos miró con ojos azorados, inquiriendo con la mirada a qué nueva humillación debía someterse. Nosotros tampoco lo sabíamos aún pero empezamos por incendiarle los periódicos y arrancarle las monedas ganadas del fondo destrozado de sus bolsillos. ¡Estropeado! nos miraba inquiriendo con la cara blanca de terror oh por ese color blanco de terror en las caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas, por verlo aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado nuestros palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía de dorado color.

A empujones y patadas zambullimos a ¡Estropeado! en el fondo de una zanja de agua escasa. Chapoteaba de bruces ahí, con la cara manchada de barro, y. Nuestro delirio iba en aumento. La cara de Gustavo aparecía contraída por un espasmo de agónico placer. Esteban alcanzó un pedazo cortante de vidrio triangular. Los tres nos zambullimos en la zanja. Gustavo, con el brazo que le terminaba en un vidrio triangular en alto, se aproximó a ¡Estropeado!, y lo miró. Yo me aferraba a mis testículos por miedo a mi propio placer, temeroso de mi propio ululante, agónico placer. Gustavo le tajeó la cara al niño proletario de arriba hacia abajo y después ahondó lateralmente los labios de la herida. Esteban y yo ululábamos. Gustavo se sostenía el brazo del vidrio con la otra mano para aumentar la fuerza de la incisión.

No desfallecer, Gustavo, no desfallecer.

Nosotros quisiéramos morir así, cuando el goce y la venganza se penetran y llegan a su culminación.
Porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación.

Porque Gustavo parecía, al sol, exhibir una espada espejeante con destellos que también a nosotros venían a herirnos en los ojos y en los órganos del goce.

Porque el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado.

Esteban se lo arrancó y quedaron al aire las nalgas sin calzoncillos, amargamente desnutridas del niño proletario. El goce estaba ahí, ya decretado, y Esteban, Esteban de un solo manotazo, arrancó el sucio tirador. Pero fue Gustavo quien se le echó encima primero, el primero que arremetió contra el cuerpiño de ¡Estropeado!, Gustavo, quien nos lideraría luego en la edad madura, todos estos años de fracasada, estropeada pasión: él primero, clavó primero el vidrio triangular donde empezaba la raya del trasero de ¡Estropeado! y prolongó el tajo natural. Salió la sangre esparcida hacia arriba y hacia abajo, iluminada por el sol, y el agujero del ano quedó húmedo sin esfuerzo como para facilitar el acto que preparábamos. Y fue Gustavo, Gustavo el que lo traspasó primero con su falo, enorme para su edad, demasiado filoso para el amor.

Esteban y yo nos conteníamos ásperamente, con las gargantas bloqueadas por un silencio de ansiedad, desesperación. Esteban y yo. Con los falos enardecidos en las manos esperábamos y esperábamos, mientras Gustavo daba brincos que taladraban a ¡Estropeado! y ¡Estropeado! no podía gritar, ni siquiera gritar, porque su boca era firmemente hundida en el barro por la mano fuerte militari de Gustavo.

A Esteban se le contrajo el estómago a raíz de la ansiedad y luego de la arcada desalojó algo del estómago, algo que cayó a mis pies. Era un espléndido conjunto de objetos brillantes, ricamente ornamentados, espejeantes al sol. Me agaché, lo incorporé a mi estómago, y Esteban entendió mi hermanación. Se arrojó a mis brazos y yo me bajé los pantalones. Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que enceguecía con el sol. Esteban la comió y a sus brazos hermanados me arrojé.

Mientras tanto ¡Estropeado! se ahogaba en el barro, con su ano opaco rasgado por el falo de Gustavo, quien por fin tuvo su goce con un alarido. La inocencia del justiciero placer.

Esteban y yo nos precipitamos sobre el inmundo cuerpo abandonado. Esteban le enterró el falo, recóndito, fecal, y yo le horadé un pie con un punzón a través de la suela de soga de alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le corté uno a uno los dedos mugrientos de los pies, malolientes de los pies, que ya de nada irían a servirle. Nunca más correteos, correteos y saltos de tranvía en tranvía, tranvías amarillos.

Promediaba mi turno pero yo no quería penetrarlo por el ano.

-Yo quiero succión -crují.

Esteban se afanaba en los últimos jadeos. Yo esperaba que Esteban terminara, que la cara de ¡Estropeado! se desuniera del barro para que ¡Estropeado! me lamiera el falo, pero debía entretener la espera, armarme en la tardanza. Entonces todas las cosas que le hice, en la tarde de sol menguante, azul, con el punzón. Le abrí un canal de doble labio en la pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó al desnudo. Era un hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso, crispados los nódulos falanges aferrados, clavados en el barro, mientras Esteban agonizaba a punto de gozar. Con mi corbata roja hice un ensayo en el cuello del niño proletario. Cuatro tirones rápidos, dolorosos, sin todavía el prístino argénteo fin de muerte. Todavía escabullirse literalmente en la tardanza.

Gustavo pedía a gritos por su parte un fino pañuelo de batista. Quería limpiarse la arremolinada materia fecal conque ¡Estropeado! le ensuciara la punta rósea hiriente de su falo. Parece que ¡Estropeado! se cagó. Era enorme y agresivo entre paréntesis el falo de Gustavo. Con entera independencia y solo se movía, así, y así, cabezadas y embestidas. Tensaba para colmo los labios delgados de su boca como si ya mismo y sin tardanza fuera a aullar. Y el sol se ponía, el sol que se ponía, ponía. Nos iluminaban los últimos rayos en la rompiente tarde azul. Cada cosa que se rompe y adentro que se rompe y afuera que se rompe, adentro y afuera, adentro y afuera, entra y sale que se rompe, lívido Gustavo miraba el sol que se moría y reclamaba aquel pañuelo de batista, bordado y maternal. Yo le di para calmarlo mi pañuelo de batista donde el rostro de mi madre augusta estaba bordado, rodeado por una esplendente aureola como de fingidos rayos, en tanto que tantas veces sequé mis lágrimas en ese mismo pañuelo, y sobre él volqué, años después, mi primera y trémula eyaculación.

Porque la venganza llama al goce y el goce a la venganza pero no en cualquier vagina y es preferible que en ninguna. Con mi pañuelo de batista en la mano Gustavo se limpió su punta agresiva y así me lo devolvió rojo sangre y marrón. Mi lengua lo limpió en un segundo, hasta devolverle al paño la cara augusta, el retrato con un collar de perlas en el cuello, eh. Con un collar en el cuello. Justo ahí.

Descansaba Esteban mirando el aire después de gozar y era mi turno. Yo me acerqué a la forma de ¡Estropeado! medio sepultada en el barro y la di vuelta con el pie. En la cara brillaba el tajo obra del vidrio triangular. El ombligo de raquítico lucía lívido azulado. Tenía los brazos y las piernas encogidos, como si ahora y todavía, después de la derrota, intentara protegerse del asalto. Reflejo que no pudo tener en su momento condenado por la clase. Con el punzón le alargué el ombligo de otro tajo. Manó la sangre entre los dedos de sus manos. En el estilo más feroz el punzón le vació los ojos con dos y sólo dos golpes exactos. Me felicitó Gustavo y Esteban abandonó el gesto de contemplar el vidrio esférico del sol para felicitar. Me agaché. Conecté el falo a la boca respirante de ¡Estropeado! Con los cinco dedos de la mano imité la forma de la fusta. A fustazos le arranqué tiras de la piel de la cara a ¡Estropeado! y le impartí la parca orden:

-Habrás de lamerlo. Succión-

¡Estropeado! se puso a lamerlo. Con escasas fuerzas, como si temiera hacerme daño, aumentándome el placer.

A otra cosa. La verdad nunca una muerte logró afectarme. Los que dije querer y que murieron, y si es que alguna vez lo dije, incluso camaradas, al irse me regalaron un claro sentimiento de liberación. Era un espacio en blanco aquel que se extendía para mi crujir.

Era un espacio en blanco.

Era un espacio en blanco.

Era un espacio en blanco.

Pero también vendrá por mí. Mi muerte será otro parto solitario del que ni sé siquiera si conservo memoria.

Desde la torre fría y de vidrio. Desde donde he contemplado después el trabajo de los jornaleros tendiendo las vías del nuevo ferrocarril. Desde la torre erigida como si yo alguna vez pudiera estar erecto. Los cuerpos se aplanaban con paciencia sobre las labores de encargo. La muerte plana, aplanada, que me dejaba vacío y crispado. Yo soy aquel que ayer nomás decía y eso es lo que digo. La exasperación no me abandonó nunca y mi estilo lo confirma letra por letra.

Desde este ángulo de agonía la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y natural. Es un hecho perfecto.

Los despojos de ¡Estropeado! ya no daban para más. Mi mano los palpaba mientras él me lamía el falo. Con los ojos entrecerrados y a punto de gozar yo comprobaba, con una sola recorrida de mi mano, que todo estaba herido ya con exhaustiva precisión. Se ocultaba el sol, le negaba sus rayos a todo un hemisferio y la tarde moría. Descargué mi puño martillo sobre la cabeza achatada de animal de ¡Estropeado!: él me lamía el falo. Impacientes Gustavo y Esteban querían que aquello culminara para de una buena vez por todas: Ejecutar el acto. Empuñé mechones del pelo de ¡Estropeado! y le sacudí la cabeza para acelerar el goce. No podía salir de ahí para entrar al otro acto. Le metí en la boca el punzón para sentir el frío del metal junto a la punta del falo. Hasta que de puro estremecimiento pude gozar. Entonces dejé que se posara sobre el barro la cabeza achatada de animal.

-Ahora hay que ahorcarlo rápido -dijo Gustavo.

-Con un alambre -dijo Esteban en la calle de tierra donde empieza el barrio precario de los desocupados.

-Y adiós Stroppani ¡vamos! -dije yo.

Remontamos el cuerpo flojo del niño proletario hasta el lugar indicado. Nos proveímos de un alambre. Gustavo lo ahorcó bajo la luna, joyesca, tirando de los extremos del alambre. La lengua quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación.



De Sebregondi retrocede, 1973.



Mea culpa por Tomás





Juan Carlos Flores



Tomás, niño venido de la Unión Soviética, a quien nosotros llamábamos "cabeza de bolo".

Porque se alimentaba mejor que nosotros, a golpear a "cabeza de bolo", porque se vestía mejor que nosotros, a golpear a "cabeza de bolo", porque tenía mejores juguetes que nosotros, a golpear a "cabeza de bolo", porque sacaba mejores notas que  nosotros, a golpear a "cabeza de bolo", para que ninguna niña lo mirase, a golpear a "cabeza de bolo".

Creo que frente a Tomás, todos nos sentíamos un poco checos.






Pie para el niño de Vallecas de Velázquez




León Felipe


                                                                Bacía, Yelmo…. Halo…
                                                                Este es el orden. Sancho



De aquí no se va nadie.
Mientras esta cabeza rota
del niño de Vallecas exista,
de aquí no se va nadie. Nadie.
Ni el místico, ni el suicida.

Antes hay que deshacer este entuerto,
antes hay que resolver este enigma.
Y hay que resolverlo entre todos,
y hay que resolverlo sin cobardía,
sin huir
con unas alas de percalina
o haciendo un agujero 
en la tarima.
De aquí no se va nadie. Nadie.
Ni el místico, ni el suicida.

Y es inútil,
inútil toda huida
(ni por abajo
ni por arriba).
Se vuelve siempre. Siempre.
Hasta que un día (¡un buen día!)
el yelmo de Mambrino
-halo ya, no yelmo ni bacía—
se acomode a las sienes de Sancho
y a las tuyas y a las mías
como pintiparado,
como hecho a la medida.
Entonces nos iremos todos
por las bambalinas:
Tú y yo y Sancho y el niño de Vallecas,
y el místico y el suicida.





sábado, 1 de noviembre de 2014

La cuerda



Charles Baudelaire

                                                                       A Édouard Manet



“Las ilusiones – me decía mi amigo – son tal vez tan innumerables como las relaciones de los hombres entre sí, o de los hombres con las cosas. Y cuando la ilusión desaparece, es decir, cuando vemos al ser o el hecho tal como existe fuera de nosotros, experimentamos un sentimiento extraño, complicado, mitad añoranza por el fantasma desaparecido, mitad grata sorpresa ante la novedad, ante el hecho real. Si existe un fenómeno evidente, trivial, siempre similar, y de una naturaleza imposible de confundir, es el amor materno. Es tan difícil imaginar a una madre sin amor materno como a una luz sin calor; ¿no es entonces perfectamente legítimo atribuir al amor materno todas las acciones y palabras de una madre para con su hijo? Y sin embargo, escuche esta breve historia, en la que fui notoriamente engañado por la más natural de las ilusiones.

“Mi profesión de pintor me lleva a contemplar atentamente los rostros, las fisionomías que se cruzan en mi camino, y usted sabe el goce que extraemos de esta facultad que hace a nuestros ojos la vida más viva y significativa que para el resto de los hombres. 

"En el barrio alejado en el que vivo, donde amplios espacios verdes separan todavía a los edificios, solía contemplar a un niño cuya fisionomía ardiente y traviesa, más que todas las restantes, me sedujo de inmediato. Posó más de una vez para mí, y unas veces lo convertí en pequeño bohemio, otras en ángel y otras en Cupido mitológico. Le hice llevar el violín del vagabundo, la Corona de espinas, los Clavos de la Pasión, y la antorcha de Eros. Disfrutaba tanto de la gracia de este chiquillo que un día rogué a sus padres, gente pobre, que aceptaran entregármelo, con la promesa de vestirle como es debido, darle algo de dinero y no obligarlo a más trabajo que el de limpiar mis pinceles y hacer de recadero. El niño, una vez aseado, resultó encantador, y la vida que llevaba en mi casa le parecía un paraíso, en comparación a la que habría padecido en el tugurio paterno. Apenas debo decir que algunas veces me sorprendió con ciertas crisis de tristeza precoz, y que en breve adquirió un gusto desmedido por el azúcar y los licores, de tal modo que un día al descubrir, pese a mis innumerables advertencias, que había vuelto a cometer otro robo de este tipo, amenacé con devolverlo a sus padres. Luego me ausenté de casa, y mis asuntos me retuvieron bastante tiempo fuera. 

“Cuál no sería mi asombro y horror cuando, al entrar a casa, el primer objeto con el que chocó mi mirada resultó ser mi pequeño muñeco, mi travieso compañero de aventuras, ¡colgado del dintel del armario! Sus pies casi tocaban el suelo; una silla derribada sin dudas por una patada, yacía a su lado; su cabeza colgaba convulsa sobre la espalda; su cara, hinchada, y sus ojos, abiertos de par en par con una fijeza escalofriante, de súbito me hicieron sentir la ilusión de la vida. Descolgarlo no era tan fácil como se pudiera creer. Estaba tan rígido, que la sola idea de hacerlo caer bruscamente al piso me produjo una indecible repugnancia. Tenía que sostener su cuerpo con un brazo, y, con la otra mano, cortar la cuerda. Pero esto no era todo; el pequeño monstruo había usado un material muy fino que penetró profundamente en la carne, por lo que era necesario separar, con unas tijeras bien pequeñas, la cuerda entre los bordes tumefactos para librarle el cuello. 

“Olvidé contarle que pedí auxilio; pero ninguno de mis vecinos acudió en mi ayuda, leales en esto a las costumbres del hombre civilizado que nunca quiere, no sé bien por qué, meterse en asuntos de ahorcados. Finalmente, vino un médico que declaró que el niño estaba muerto desde hacía varias horas. Cuando nos dispusimos más tarde a amortajarlo para el entierro, la rigidez cadavérica era tal, que, desesperados por no quebrar sus miembros, tuvimos que desgarrar y cortar sus ropas para poder quitárselas. 

“El comisario ante quien, naturalmente, tuve que declarar el accidente, puso mala cara y me dijo: “¡Esto huele mal!”, movido sin dudas por hábito profesional y un inveterado deseo de asustar a cualquier precio, tanto a los inocentes como a los culpables.” 

“Solo quedaba por resolver una tarea suprema que de solo pensar en ella me provocaba una terrible angustia: había que avisarle a los padres. Mis pies se negaban a hacerlo. Por fin logré reunir el coraje suficiente. Pero, para mi sorpresa, la madre se mostró impasible y ni una lágrima salió de sus ojos. Atribuí semejante rareza al horror que debía experimentar, y recordé la célebre frase: “Los dolores más terribles son mudos”. En cuanto al padre, se limitó a decir, con aire entre embrutecido y ensimismado: “¡Después de todo, tal vez sea mejor así; de todas formas habría acabado mal!”.

“Mientras, el cuerpo yacía tendido en mi sofá. Y en tanto me ocupaba de los últimos preparativos con la ayuda de una sirvienta, la madre entró en mi taller. Quería ver el cadáver de su hijo. No podía, verdaderamente, impedir que se embriagase con su desgracia negándole aquel supremo y oscuro consuelo. Entonces me rogó que le mostrara el lugar donde su pequeño se había ahorcado. “¡Oh! ¡No! Señora – le respondí – eso la afectará”. Y cuando involuntarios mis ojos se volvieron hacia el fúnebre armario, advertí, con ira y horror, que el clavo continuaba clavado en la pared con un trozo de cuerda aún colgando. Con celeridad me lancé para arrancar aquellos vestigios de desgracia, y estaba a punto de lanzarlos por la ventana, cuando la pobre mujer me agarró del brazo y me dijo con voz irresistible: “¡Oh! ¡Señor! ¡Déjemelos! ¡Se lo ruego! ¡Se lo suplico!”. Su desesperación la había enloquecido de tal modo, que ahora se encariñaba con aquello que sirvió de instrumento para la muerte de su hijo, y deseaba guardarlo como horrible y preciada reliquia. Y partió con el clavo y la cuerda.

“¡Por fin! ¡Por fin! Todo había terminado. Solo me quedaba regresar al trabajo con más ganas que de costumbre, para ahuyentar poco a poco ese pequeño cadáver que penetraba los rincones de mi cerebro y cuyo fantasma me fatigaba con sus grandes ojos fijos. Pero al día siguiente recibí un paquete de cartas: unas, de los inquilinos de mi casa, otras de las casas vecinas; una, del primer piso; otra, del segundo; otra, del tercero, y así sucesivamente; algunas escritas en un estilo confianzudo, como intentando disfrazar tras supuestas bromas la sinceridad del pedido; otras, sin decoro alguno y con faltas de ortografía, pero todas con el mismo propósito: obtener de mí un trozo de la funesta y beatífica cuerda. Entre los firmantes había más mujeres que hombres; pero no todos, créanme, pertenecían a la clase inferior y vulgar. Guardé las cartas. 

“Y entonces se encendió de repente una luz en mi cerebro, y comprendí por qué la madre insistía tanto en arrancarme la cuerda y mediante qué negocio buscaba consolarse”.



Versión de M. Varón de Mena



Mercader




Guido Ceronetti


Aparentemente muerto de cáncer en La Habana, el asesino de Trotski es en realidad un demonio de grado medio a quien sin lugar a dudas se le encargarán, un día, nuevas misiones sobre la tierra. Sin darse cuenta, Marie Craipeau, que lo conoció en París junto a Sylvia Ageloff, hace de Jacques Mornard el retrato de un perfecto demonio. El buen Jacques, naturalmente no se llamaba ni Jacques ni Monard, y tal vez ni siquiera Mercader, último puerto de su identificación anagráfica. Es verdaderamente el diablo de los cuentos: hermoso, simpático, vacío, que nunca anda escaso de dinero aunque no haga nada; seduce a los espíritus débiles (como Sylvia), pero entumece a los fuertes en un indefinible gesto de sospecha. Hay algo en él que no cuadra, y sin embargo… Se traslada con facilidad de un continente a otro: en Nueva York nada en abundancia de dólares, igual que de francos en París; la víctima designada lo conoce por el nombre de Jackson. En el momento oportuno, el fatuo enigmático consigue insinuarse entre muros erizados de fusiles, y vigilados por desconfiadísimos ojos, como solamente un demonio puede hacerlo, y ejecuta su misión: vibra el golpe mortal de la piqueta. Inmediatamente lo acoge una cárcel materna, donde pasa años tranquilos y serenos. En 1960 un avión viene a propósito de Praga para llevárselo: sus amos soviéticos, no sabiendo que el hermoso Jacques era intocable desde que nació, creían que debían proteger de posibles venganzas trotskistas a su sicario ejemplar. Vivirá aún dieciocho años, sin ocupación ni problemas, en espera del encargo que los arcontes invisibles le confíen cuando se apaguen, por fin, las luces del Mausoleo de Lenin.



Traducción: J.A. González Sainz



Tomado de El silencio del cuerpo, Acantilado, 2006.