sábado, 1 de noviembre de 2014

Ruinas, comisario, y un tigre




Lorenzo García Vega



Esta inaudita aparición en La Habana, la ciudad en ruinas, nos ilumina a todos.

Sentado en el banco de un parque, donde también está sentada la estatua de John Lennon, el comisario bueno, el comisario amigo y sin rencor, Roberto Fernández Retamar, tiene puesta la gorra de Trotsky, y en la mano ostenta el bastón del pastor de ovejas. 

¡Qué lindo es todo!

La paz, y sobre todo el tierno Comisario.

Pero lo que más maravilla, a los pies del Comisario con gorra y con bastón (y esto en una luz de ruinas, iluminando el mediodía en ruinas, de la ciudad en ruinas), es la presencia del tigre. 

Un inaudito, inenarrable, tigre posmodernista que, para nada, tiene que ver con ningún tigre soñado por William Blake, pero que, eso sí, tiene la misma sonrisa que pudo tener aquel dentista que, dicen, inventó la guillotina.



viernes, 31 de octubre de 2014

Los pájaros




Bruno Schulz


Llegaron los días de invierno, amarillos y sombríos. Un manto de nieve, raído, agujereado, tenue, cubría la tierra descolorida. La nieve no alcanzaba a ocultar del todo muchos tejados, y se podían ver, acá y allá, trozos negros o mohosos, chozas cubiertas de tablas, y las arcadas que ocultaban los espacios ahumados de los desvanes: negras y quemadas catedrales erizadas de cabrios, vigas y crucetas, pulmones oscuros de las borrascas invernales. Cada aurora descubría nuevas chimeneas, nuevos tubos brotados durante la noche, henchidos por el huracán nocturno, oscuros cañones de órganos diabólicos. Los deshollinadores no podían desembarazarse de las cornejas, que, cual hojas negras animadas de vida, poblaban por las noches las ramas de los árboles frente a la iglesia. Levantaban el vuelo, batían las alas, y acababan posándose cada una en su sitio, sobre su rama. Y al alba volaban en grandes bandadas —nubes de hollín, copos de azabache ondulantes y fantásticos—, turbando con su trémulo graznido la luz amarillenta del amanecer. Con el frío y el tedio, los días se volvieron duros como trozos de pan del año anterior. Se entraba en ellos con los cuchillos romos, sin apetito, con una somnolencia perezosa.
Mi padre no salía ya de casa. Encendía la chimenea, estudiaba la substancia jamás develada del fuego, disfrutaba del sabor salado, metálico y el olor a humo de las llamas de invierno, caricia fría de la salamandra que lame el hollín brillante de la garganta de la chimenea. En aquellos días ejecutaba con placer todas las reparaciones en las regiones superiores de la habitación. A cualquier hora del día se le podía ver acurrucado en lo alto de una escalera de tijera, arreglando algo en el cielo raso, las barras de las cortinas de las grandes ventanas, o los globos y cadenas de los candiles. Lo mismo que los pintores, se servía de la escalera como de unos enormes zancos, sintiéndose bien en esa posición de pájaro entre los parajes del techo, decorados con arabescos y aves. Se desentendía cada vez más de los asuntos prácticos de la vida. Cuando mi madre, preocupada y afligida por su estado, trataba de llevarlo a una conversación de negocios y le hablaba de los pagos del próximo mes, él la escuchaba distraído, inquieto, con una expresión ausente, en el rostro sacudido por contracciones nerviosas. A veces la interrumpía de pronto con un gesto implorante de la mano, para correr a un rincón del aposento, aplicar el oído a una juntura del suelo y escuchar, con los índices de ambas manos levantados, signo de la importancia de la auscultación. Entonces no comprendíamos aún el triste fondo de estas extravagancias, el doloroso complejo que maduraba en su interior.
Mi madre no ejercía la menor influencia sobre él; en cambio por Adela sentía gran respeto y consideración. La limpieza de la sala era para él una importante ceremonia, a la que jamás dejaba de asistir, siguiendo todos los movimientos de Adela, con una mezcla de angustia y de voluptuosidad. Atribuía a cada uno de los actos de la joven un significado más profundo, de tipo simbólico. Cuando ella, con ademanes enérgicos, pasaba el cepillo por el suelo, se sentía desfallecer. Las lágrimas brotaban de sus ojos, se le crispaba el rostro con una risa silenciosa, y sacudían su cuerpo espasmos de goce. Su sensibilidad a las cosquillas llegaba a los límites de la locura. Bastaba que Adela le apuntara con el dedo, con el gesto de hacerle cosquillas, y él presa de un pánico salvaje, atravesaba las habitaciones, cerrando tras sí las puertas, para echarse al final en una cama y retorcerse con una risa convulsiva, bajo el influjo de la sola imagen interior a la que no podía resistirse. Gracias a eso, Adela tenía sobre mi padre un poder casi ilimitado.
En aquel tiempo observamos por primera vez en él un interés apasionado por los animales. Al principio fue una afición de cazador y artista a la par, y posiblemente también la simpatía zoológica más profunda de una criatura hacia unos semejantes que tenían formas de vida diferentes: la investigación de registros del ser aún no conocidos. Sólo en su fase posterior, este aspecto adquirió un matiz extraño, complejo, profundamente vicioso y contra natura, que es mejor no exponer a la luz del día.
Aquello empezó con la incubación de huevos de aves.
Con gran derroche de esfuerzos y de dinero, mi padre había hecho llegar de Hamburgo, de Holanda y de algunas estaciones zoológicas africanas, huevos fecundados que hacía empollar a unas enormes gallinas belgas. Era también para mí una ocupación absorbente contemplar el nacimiento de los polluelos, verdaderos fenómenos por sus formas y colores.
Era imposible, viendo aquellos monstruos de picos enormes, fantásticos, que desde el nacimiento se ponían a piar a voz en cuello, silbando ávidamente desde las profundidades de su garganta; contemplando aquella especie de reptiles de cuerpo débil, desnudo, corcovado, adivinar en ellos a los futuros pavos reales, faisanes, cóndores. Colocados en cestas llenas de algodón, aquellos engendros de monstruos erguían sobre sus frágiles cuellos unas cabezas ciegas, cubiertas de albumen, graznando destempladamente con sus gargantas afónicas. Mi padre se paseaba a lo largo de las estanterías, con un delantal verde, como jardinero que inspecciona sus siembras de cactus, y extraía de la nada aquellas vesículas ciegas, en las que ya alentaba la vida, aquellos vientres torpes, incapaces de recibir del mundo exterior cualquier cosa que no fuera el alimento, conatos de vida que se erguían a tientas hacia la claridad. Unas semanas más tarde, cuando aquellos ciegos retoños se abrieron a la luz, las habitaciones se llenaron de un tumulto multicolor, del centellante gorjeo de los nuevos habitantes. Se posaban en las barras de las cortinas y en las cornisas de los armarios, anidaban en los huecos de las ramas de estaño y en los arabescos de los candiles.
Cuando mi padre estudiaba los grandes compendios ornitológicos y tenía entre las manos las láminas de colores, parecía que era de allí de donde se desprendían aquellos fantasmas emplumados, que llenaban el cuarto con su aleteo multicolor de copos de púrpura y girones de zafiro, de cobre, de plata. Cuando les daba de comer, formaban en el suelo una masa abigarrada, compacta y ondulante, una alfombra viva, que a la llegada intempestiva de alguno se desintegraba, se dispersaba en flores móviles, que batían las alas, para acabar posándose en la parte superior del aposento. Tengo especialmente grabado en la memoria un cóndor, pájaro enorme de cuello desnudo, cara arrugada y buche voluminoso. Era un asceta magro, un lama budista de imperturbable dignidad, en todo su comportamiento, que se regía por el férreo ceremonial de su alta alcurnia. Cuando inmóvil en su postura hierática de dios egipcio, con el ojo velado por una blancuzca carnosidad que cubría sus pupilas —como para encerrarse por completo en la contemplación de su soledad augusta—, estaba, con el pétreo perfil, frente a mi padre, parecía su hermano mayor. La misma materia, los mismos tendones, la piel dura y rugosa, el mismo rostro seco y huesudo, las mismas órbitas profundas y endurecidas. Hasta las manos de fuertes nudillos y largos dedos de mi padre, con sus uñas abombadas, tenían cierta analogía con las garras del cóndor. Al verlo así, dormitando, no podía sustraerme a la impresión de que tenía ante mí a una momia disecada, la momia reducida de mi padre. Creo que tal asombrosa semejanza tampoco escapó a la atención de mi madre, aunque nunca hablamos de ello. Es singular que el cóndor utilizase el mismo orinal que mi padre.
No satisfecho con incubar incesantemente nuevos especímenes, mi padre organizaba en el desván bodas de aves, enviaba casamenteros, ataba a las novias seductoras y lánguidas junto a las grietas y agujeros de la techumbre; lo que trajo por consecuencia que el enorme tejado de dos vertientes de nuestra casa se convirtiera en un verdadero albergue de aves, un arca de Noé, a la que llegaba toda clase de seres alados desde parajes lejanos.
Incluso mucho tiempo después de liquidada aquella manía avícola, subsistió en el mundo de las aves la costumbre de llegar a nuestra casa. En el período de las migraciones de primavera se abatían verdaderas nubes de grullas, pelícanos, pavos reales y otros pájaros sobre nuestros techos.
No obstante, después de un breve florecimiento, esta afición tomó un giro más bien desolador. En efecto, pronto se hizo necesario trasladar a mi padre a las dos habitaciones del desván que servían como depósito de trastos inútiles. Desde el alba salía de allí el clamor confuso de las aves. En las piezas de madera del desván, a modo de cajas de resonancia, reforzada ésta por lo bajo del techo, repercutía todo aquel alboroto, cantos y gorjeos. Así perdimos de vista a nuestro padre durante varias semanas. Bajaba muy raras veces, y entonces podíamos observar la transformación operada en él. Se le veía disminuido, encogido, flaco. A veces se levantaba de la mesa, batía distraídamente los brazos como si fueran alas y soltaba un largo gorjeo, mientras entrecerraba los ojos. Después, confuso y avergonzado, se reía con nosotros y trataba de disfrazar el incidente, haciéndolo pasar por una broma.
Una vez, durante el período de la limpieza general, Adela se presentó de súbito en el reino de las aves de mi padre. Plantada en la puerta, se llevó la mano a la nariz ante el hedor que impregnaba la atmósfera. Los montones de inmundicia cubrían el suelo y se apilaban sobre mesas y muebles. Rápidamente, con gesto decidido, abrió la ventana y con su larga escoba comenzó a agitar aquel pajarerío. Levantóse una nube infernal de plumas, alas y graznidos, a través de la cual, Adela, como frenética bacante, bailaba la danza de la destrucción. En medio de aquel estrépito, mi padre, batiendo los brazos, lleno de temor, trataba desesperadamente de emprender el vuelo. La nube de plumas se dispersó lentamente, y por último, sólo quedaron en el campo de batalla Adela, agotada y jadeante, y mi padre, con expresión de tristeza y de derrota, dispuesto a cualquier capitulación. Momentos después, mi padre descendía la escalera de su imperio. Era un hombre roto, un rey desterrado que había perdido trono y poder.




Antología del cuento polaco contemporáneo, traducción de Sergio Pitol, México, Ediciones Era, 1967, págs. 24-27.


Tomado de Narrativabreve.com


jueves, 30 de octubre de 2014

Frenesí




Néstor Perlongher



El enterizo de banlon, si te disimulaba las almorranas, te las ceñía al roce mercuarial del paso de las lianas en el limo azulado, en el ganglio del ánade (no es metáfora). Terciopelo, correhuelas de terciopelo, sogas de nylon, alambrecitos de hambres y sobrosos, sabrosos hombres broncos hombreando hombrudos en el refocilar, de la pipeta el peristilo, el reroer, el intraurar, el tauril de merurio. Y el volcán, en alunadas ágatas, terciopelo, correíta de nácar, el mercurio de la moneda ensalivada en la pirueta de la pluma, bIanca, flanca y fumóla en el brumulo noctural. El saurio, al que te dije, deslelicorreaba, descoloría, coloreaba, las errancias gnomosas, como flatos de goma o silicone afluentes en el nódulo del ganglio lenitar, róseo maravedí en carbunclo alzado, lo prometido por las mascaritas, mascaba, macaneaba la mazota. campanuela de telgopor y el frunce de la ''imitación seda".

Tildaban lentejuelas los breteles, esmirna, pirca de lapislázuli, carmelo. cortióla rompiamor el encaracolado calacrí. el alacrán de la ponzoña abisagrada como esputo, o carpiólo, rompiometió en el carrancudo lince de los senos plastificados el estilete, en la cartera la tronera de una ventana vigilante, el signo del acuario en el mangle movedizo, oleante, arde de las ardillas casi encintas la delicia de la mentirilla linguajar, lúpulo del burdel, pupila de éter. Corceía el lanzaperfumes su pesadilla de puttos ondulantes, como olas u onduelas bandidejas, bandidas. carricoche en la reja, el espumar, en runa la inscripción (borradiza) del himen de la verja, el alcahuete paga el servicio de la consumición, ahoga en cerveza lo furtivo del lupanar, tupido, apantallado por maltrechas ecuyères en caballitos de espinafre, la pímienta haciendo arder el sebo carnoso del ánade.



martes, 28 de octubre de 2014

Espantapájaros




Oliverio Girondo


No se me importa un pito que las mujeres
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible
- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.
Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase,
tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?
¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo
y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,
volaba del comedor a la despensa.
Volando me preparaba el baño, la camisa.
Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando,
de algún paseo por los alrededores!
Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.
"¡María Luisa! ¡María Luisa!"... y a los pocos segundos,
ya me abrazaba con sus piernas de pluma,
para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia
que nos aproximaba al paraíso;
durante horas enteras nos anidábamos en una nube,
como dos ángeles, y de repente,
en tirabuzón, en hoja muerta,
el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera...,
aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!
¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes...
la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea,
¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?
¿Verdad que no hay diferencia sustancial
entre vivir con una vaca o con una mujer
que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender
la seducción de una mujer pedestre,
y por más empeño que ponga en concebirlo,
no me es posible ni tan siquiera imaginar
que pueda hacerse el amor más que volando.



lunes, 27 de octubre de 2014

Caza de conejos



Mario Levrero



XV

Dicen que van a cazar conejos, pero se van de pic-nic. Bailan alrededor de una vieja victrola, se besan ocultos tras los árboles, pescan o fingen pescar mientras dormitan; comen y beben,  cantan cuando vuelven al castillo en un ómnibus alquilado que siempre resulta demasiado pequeño para todos. Los conejos aprovechan los restos de comida. También es frecuente que los falsos cazadores, borrachos, olviden su victrola. Entonces los conejos bailan hasta el amanecer, a la luz de la luna, al son de esa música alocada y antigua.

XXVII

Llegamos al bosque en numerosa y bien pertrechada expedición. Lo primero que advertimos fue el enorme cartel que decía «PROHIBIDO CAZAR CONEJOS». Nos miramos azorados, nos sonrojamos como adolescentes, suspiramos con resignación, nos dimos media vuelta y regresamos, muy tristes, al castillo.

XXXI

Con la piel de conejo, convenientemente curtida, nos fabricamos guantes sedosos para acariciarnos el cuerpo desnudo en nuestra soledad. Nuestros niños juegan a las bolitas con los ojos. Los dientes de conejo son maravillosas cuentas para los collares y pulseras de nuestras mujeres. La carne la comemos. Con las tripas, fabricamos cuerdas para nuestros instrumentos musicales; nuestra música es profunda y triste. El esqueleto del conejo lo forramos con la felpa blanca, y en el interior colocamos un mecanismo movido a cuerda: son juguetes que imitan a la perfección los movimientos del conejo. Los domingos vendemos estos juguetes en la feria, y con el dinero podemos comprar balas para nuestras escopetas de cazar conejos.

XXXVII

Para cazar conejos hay que sacar un permiso especial, que cuesta mucho dinero. En un pequeño mostrador con caja registradora que hay a la entrada del bosque, un conejo gordo, de lentes y con aire de cansada resignación nos va entregando uno a uno los permisos de caza, a cambio del dinero.

Pero también, y para defenderse de los cazadores, los conejos han creado un impresionante aparato burocrático. Al cazador que desea obtener el permiso (y sin permiso es imposible cazar conejos, porque se cae en manos de los guardabosques), le obligan a presentar multitud de papeles; cédula de identidad, certificado de buena conducta, vacuna antivariólica, carnet de salud, recibos de alquiler, agua y luz; certificado de residencia, certificado negativo de la dirección impositiva, carnet de pobre, libreta de enrolamiento, pasaporte, constancia de domicilio, certificado de nacimiento, constancia de bachillerato, autorización para el porte de armas, declaración de fe democrática, certificado de primera comunión, constancia de jura de la bandera, libreta de matrimonio, licencia para conducir, constancia de estar al día en el impuesto de Enseñanza Primaria, certificado de defunción, etcétera.

L

La mayor dificultad que se presenta, aun para el cazador más avezado, es poder distinguir a primera vista la diferencia entre un conejo y una gallina. Como las gallinas abundan más que los conejos, y en una proporción realmente alarmante, con demasiada frecuencia terminamos comiendo los detestables caldos de gallina seguidos de gallina a la portuguesa y arroz con menudos de gallina, en lugar de los sabrosos conejos a la brasa que son nuestro deleite y nuestra razón de vivir.

El cazador se engaña casi siempre por la semejanza de los pelitos de las patas de unos y otras, de las orejitas sedosas y romas, y sobre todo por el colorido de las alas y ese tono apagado de los enormes colmillos de marfil. En cambio es muy fácil distinguirlos en el laboratorio: la reacción al papel tornasol muestra que la saliva de la gallina tiene un pH mucho más elevado que la saliva del conejo. Pero aunque muchos opinen lo contrario, un bosque no es lo mismo que un laboratorio, y seguimos comiendo gallina y acumulando rencor contra la vida.

XCI

Cuando en el cine de mi barrio exhiben alguna hermosa y delicada película sobre conejos, la sala se llena de estos repugnantes animales de olor nauseabundo y que estropean las alfombras con sus patas engradadas. Mastican ruidosamente sus zanahorias mientras se exhibe el film, lo comentan en voz alta con total despreocupación por los otros espectadores, hacen chistes groseros y ríen estrepitosamente durante las partes más sublimes. Lo peor de todo es escuchar sus comentarios, mientras salen poniéndose el sobretodo o del brazo de sus conejas. «Me pregunto dónde está el mensaje» —suelen decir.

Epílogo

En total éramos muchos, y nadie pensaba cumplir las órdenes. Había cazadores solitarios y había grupos de dos, de tres o de quince. Todos los detalles habían sido previstos. Teníamos un plan completo. Llegados al bosque inmenso, el idiota levantó una mano y dio la orden de dispersarnos. Laura iba desnuda. Otros llevaban las manos vacías. Y escopetas, puñales, ametralladoras, cañones y tanques. Teníamos sombreros rojos. Era una expedición bien organizada que capitaneaba el idiota. Fuimos a cazar conejos.



(fragmentos)


Marzo 1973