domingo, 19 de enero de 2025

El filántropo

 

Celso Emilio Ferreiro 


En mi casa había una especie de santuario familiar llamado la “sala vieja” donde, a lo largo del tiempo, se habían ido acumulando cacharros, cachivaches, retratos y bisuterías que deslumbraban mi atención de niño dado a desmedida fantasías e imaginaciones. Allí estaba una caracola que tenía prisionero el lejano rumor del mar. Allí un reloj de arena; allí un alfanje traído por mi abuelo de la guerra con los moros rifeños; allí un libro de arte culinario, encuadernado en piel, escrito por Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del Rey Felipe IV. También había un retrato de mi abuela Adosinda enfundada en un vestido de moaré, con cintura que le decían de avispa, y un abanico afiligranado en las manos gordezuelas y blancas de moza señoritera y bien alimentada. Pero entre todo aquel inventario de cosas inanimadas lo que más llamaba mi atención era el retrato de un hermano de mi abuelo, tío Olegario, un hombre serio de rostro duro, con su sotabarba de marinero, su corbata de plastrón y su jipijapa de anchos aleros.

Mi tío Olegario era inmensamente rico. Según noticias era dueño, en Cuba, de un ingenio que se extendía por toda la provincia de Matanzas; tenía dos fábricas de tabaco y más de diez millones en dinero constante. Siendo un muchachito emigró, como otros muchos de su tierra, y trabajó en toda clase de oficios, ataque, llevado por ambición de enriquecerse, se metió a negrero.

Por aquel entonces la trata estaba ya prohibida y los mares vigilados por bancos encargados de perseguir el infame negocio. Estos riesgos encarecían el valor de la mercancía y aumentaban las ganancias. Pero había que tener suerte y mi tío, al parecer, no la tuvo. Realizó varios viajes como segundo de una goleta llamada “El Defensor de Pedro”. Compraban negros en la Costa de Oro y en penosas y largas navegaciones los trasladaban a Recife, en el Brasil, donde abundaban los “fancendieros” que los pagaban con monedas de oro. Solamente una vez llegó el cargamento sin novedad a su destino. En las restantes se encontraron impedimentos, unas veces debidos a las pestes que se declaraban entre los esclavos, y otras a la rebelión de los propios negros que, enfurecidos por el hambre y la sed, reventaban las puertas del sollado y surgían como un volcán de tintas en la cubierta, donde eran diezmados por los disparos de los tripulantes. El último viaje fue desastroso. Cerca ya de las costas de Brasil, una tarde salió por favor un barco de guerra que invitó al “Defensor de Pedro” a que se detuviera para realizarle un fondeo. Como la huida no era posible y el descubrimiento de la carga suponía la muerte en la horca, mi tío se vio obligado a lanzar por el portalón de estribor a los cien negros que transportaban el sollado, cargándolos previamente de cadenas y pesos para que se fueran rápido directamente al fondo del mar sin dejar rastro. Y aunque el hedor a catinga que el barco expelía era un rastro suficiente para la evidencia de la trata, las autoridades marítimas no lo consideraban prueba definitiva y dejaron que el barco negrero continuase su rumbo. Este fracaso hizo que mi tío se retirase a La Habana, a donde llegó totalmente arruinado pero dispuesto a seguir tentando a la suerte que, de súbito, se le hizo propicia en la figura de un judío recién llegado a Cuba huyendo de los prófugos centroeuropeos, con una buena colección de dólares en la cartera y una hija gorda, optimista y sentimental, que se llamaba Noemí. El judío aguantaba mal la luminosidad cegadora de La Habana. El sol del trópico se le metió en los huesos y comenzó a desmirriarse y enmagrecer como un higo paso, hasta que las diñó en brazos de Noemí, consolada esta por la gentileza de mi tío repentinamente enamorado de la rica heredera, con la que a los pocos meses casó por la ley civil y por el rito hebraico. Pasado un año, Noemí dejó a mi tío viudo y dueño de su fortuna, base de la grandísima riqueza que después habría de amasar especulando en toda clase de negocio, casi nunca limpios.

Por supuesto que esta historia que estoy contando ahora, la supe años después de haber muerto mi tío. En el tiempo en que yo admiraba su fotografía en la “sala vieja”, nada sabíamos de él salvo que había emigrado cuarenta años atrás para perderse en las dilatadas tierras de allende el mar. Hasta que de un día llegó de Cuba un inmigrante que contó en la taberna del pueblo cuanto sabía.

-No todos los que migran vuelven como yo, fracasado. Hay otros inmigrantes que lograron fabulosas riquezas y viven como príncipes. Alguno que yo conozco moró por estos andurriales y ahora podría comprar toda esta tierra si le apeteciese.

-Mira, amigo -dijo el tabernero-, será cierto lo que cuentas, pero a mí me cuesta trabajo darte crédito porque muy mal hijo de este pueblo tendría que ser el “americano” ese, para no acordarse nunca de los suyos.

La noticia corrió por toda la comarca, llegó a oídos de mis padres que, aconsejados por el señor cura párroco, acordaron escribirle al tío Olegario sin dejar traslucir que estaban al tanto de su riqueza, a fin de que el deseo de establecer contacto epistolar no fuese tomado como un hecho interesado y mezquino. Mi padre, con su mejor letra de burócrata municipal, trazó unas líneas conmovedoras para aquel pariente “de nuestra misma sangre, perdido por el mundo, siendo nuestra mayor preocupación pensar que acaso estuviera enfermo y sin dinero, en un hospital, en cuyo caso, nosotros, dentro de nuestra pobreza, estábamos dispuestos a prestarle ayuda”. La carta fue dirigida al Cónsul de España en La Habana, con el ruego de que se la entregase en donde se encontrase destinatario.

Un día, por fin, llegó la respuesta en la que tío Olegario volcaba su alma de viejo luchador y sus rarezas de solterón enviudado. “Solo lo positivo, lo tangible, es verdad verdadera. Todo lo demás es cuento. Deseo que vuestro único hijo sea mañana un hombre práctico, sin sentimentalismos ni veleidades. Si por desgracia os saliera un teórico, mejor será que se muera ahorita, ya que nada más que disgustos os traerá.” Más adelante, y para confirmar sus ideas pragmáticas, decía no sentir ansia alguna de volver a su tierra natal, “nido de caciques desalmados donde toda miseria y mezquindad de asiento”. De esto a decir que la familia tampoco le importaba, no había más que un pequeño trecho, pero mis padres, obsesionado con la idea de la fortuna que pensaban iba a entrar por la puerta de su casa, no se preocuparon de analizar el galimatías de aquella carta.

Todo cambió en nuestro modesto hogar. A mi padre se le desarrugó el ceño endurecido por las diarias dificultades, y a mi madre se le alegraron los ojos que siempre tenía atristados y como ausentes. Hasta yo mismo comencé a sentirme un ser superior y miraba por encima del hombro a los otros niños del pueblo.

A la hora de comer y de cenar era cuando mis padres hablaban de mi porvenir, que se figuraban iba a ser extraordinario. Tendrás que estudiar una buena carrera, que no será de clérigo ni de médico ni de maestro. Será perito agrimensor, que es una cosa práctica y positiva como el tío quiere. Saldrán a medir los predios y hasta las partijas de la herencia, y quien parte y bien reparte, ya sabes, para sí la mejor parte.

Yo acepté resignado los proyectos de mis padres. Aunque me hubiera gustado realizar otros estudios, no me atreví a proponerlo. Mi padre se disgustaría y mi tío Olegario sabe Dios qué determinación adoptaría. Aún me sonaban en los oídos las palabras de su carta: “Si por desgracia os saliera un teórico, es mejor se muera ahorita…”.

Pocas cartas llegaron del tío, pero un día nos dieron noticia de que había muerto. ¡Qué grande pudo ser aquel día! La duda de si se había acordado o no de nosotros en su testamento, nos tenía a todos inquietos, silenciosos y desasosegados. Mis padres vagaban por la casa sin valor para mirarse frente a frente. Pasaron dos semanas y, como nada sabíamos, mis padres decidieron poner término a aquella incertidumbre efectuando una gestión en el consulado de Cuba en la ciudad. El resultado fue catastrófico. Tío Olegario había tenido la genialidad de legar todos sus bienes a una fundación benéfica de la provincia de Matanzas. El Cónsul, al darle la mala nueva a mi padre, le dijo con una sonrisa burocrática: Debe usted estar orgulloso de ser sobrino de un filántropo tan ilustre.

-Un filántropo, un filántropo -repetía mi padre anonadado por la noticia.

Todo se vino abajo como un castillo de naipes. Los niños de pueblo empezaron a mirarme, ellos a mí, por encima del hombro. Los ojos de mi madre volvieron a llenarse de melancolía. Mi padre vagaba de un lado para otro con su seño más duro que nunca. Yo sentía un rencor que me lastimaba en el pecho. Una tarde llegué del colegio con una idea fija. Fui a la “sala vieja”. El retrato del tío Olegario parecía tener ahora una mirada irónica que antes no tenía.

-¡Canalla! ¡Sangre descastada! ¡Mal hombre!

Se me turbaron los ojos y me pareció que Olegario se estaba riendo detrás de su sotabarba de marinero. Sentí que un furor homicida se adueñaba de mí. Quise volver a gritar pero la voz se me apagó en la garganta. Subió una silla, descolgué el retrato y con todas mis fuerzas lo despedacé contra el suelo. Después, con el alfanje que mi abuelo había traído de Marruecos, apuñalé aquel rostro odioso, hasta dejarlo irreconocible.

Cuando terminé, me pareció que mis manos temblorosas estaban manchadas de sangre.


Traducción del gallego: el propio autor. 


El alcalde y otros cuentos, 1981. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario