Celso Emilio Ferreiro
En mi casa había una especie de
santuario familiar llamado la “sala vieja” donde, a lo largo del tiempo, se
habían ido acumulando cacharros, cachivaches, retratos y bisuterías que
deslumbraban mi atención de niño dado a desmedida fantasías e imaginaciones. Allí
estaba una caracola que tenía prisionero el lejano rumor del mar. Allí un reloj
de arena; allí un alfanje traído por mi abuelo de la guerra con los moros
rifeños; allí un libro de arte culinario, encuadernado en piel, escrito por
Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del Rey Felipe IV. También había un
retrato de mi abuela Adosinda enfundada en un vestido de moaré, con cintura que
le decían de avispa, y un abanico afiligranado en las manos gordezuelas y
blancas de moza señoritera y bien alimentada. Pero entre todo aquel inventario
de cosas inanimadas lo que más llamaba mi atención era el retrato de un hermano
de mi abuelo, tío Olegario, un hombre serio de rostro duro, con su sotabarba de
marinero, su corbata de plastrón y su jipijapa de anchos aleros.
Mi tío Olegario era inmensamente
rico. Según noticias era dueño, en Cuba, de un ingenio que se extendía por toda
la provincia de Matanzas; tenía dos fábricas de tabaco y más de diez millones
en dinero constante. Siendo un muchachito emigró, como otros muchos de su
tierra, y trabajó en toda clase de oficios, ataque, llevado por ambición de
enriquecerse, se metió a negrero.
Por aquel entonces la trata
estaba ya prohibida y los mares vigilados por bancos encargados de perseguir el
infame negocio. Estos riesgos encarecían el valor de la mercancía y aumentaban
las ganancias. Pero había que tener suerte y mi tío, al parecer, no la tuvo. Realizó
varios viajes como segundo de una goleta llamada “El Defensor de Pedro”. Compraban
negros en la Costa de Oro y en penosas y largas navegaciones los trasladaban a Recife,
en el Brasil, donde abundaban los “fancendieros” que los pagaban con monedas de
oro. Solamente una vez llegó el cargamento sin novedad a su destino. En las
restantes se encontraron impedimentos, unas veces debidos a las pestes que se
declaraban entre los esclavos, y otras a la rebelión de los propios negros que,
enfurecidos por el hambre y la sed, reventaban las puertas del sollado y
surgían como un volcán de tintas en la cubierta, donde eran diezmados por los
disparos de los tripulantes. El último viaje fue desastroso. Cerca ya de las
costas de Brasil, una tarde salió por favor un barco de guerra que invitó al “Defensor
de Pedro” a que se detuviera para realizarle un fondeo. Como la huida no era
posible y el descubrimiento de la carga suponía la muerte en la horca, mi tío
se vio obligado a lanzar por el portalón de estribor a los cien negros que
transportaban el sollado, cargándolos previamente de cadenas y pesos para que
se fueran rápido directamente al fondo del mar sin dejar rastro. Y aunque el hedor
a catinga que el barco expelía era un rastro suficiente para la evidencia de la
trata, las autoridades marítimas no lo consideraban prueba definitiva y dejaron
que el barco negrero continuase su rumbo. Este fracaso hizo que mi tío se
retirase a La Habana, a donde llegó totalmente arruinado pero dispuesto a
seguir tentando a la suerte que, de súbito, se le hizo propicia en la figura de
un judío recién llegado a Cuba huyendo de los prófugos centroeuropeos, con una
buena colección de dólares en la cartera y una hija gorda, optimista y
sentimental, que se llamaba Noemí. El judío aguantaba mal la luminosidad
cegadora de La Habana. El sol del trópico se le metió en los huesos y comenzó a
desmirriarse y enmagrecer como un higo paso, hasta que las diñó en brazos de
Noemí, consolada esta por la gentileza de mi tío repentinamente enamorado de la
rica heredera, con la que a los pocos meses casó por la ley civil y por el rito
hebraico. Pasado un año, Noemí dejó a mi tío viudo y dueño de su fortuna, base
de la grandísima riqueza que después habría de amasar especulando en toda clase
de negocio, casi nunca limpios.
Por supuesto que esta historia
que estoy contando ahora, la supe años después de haber muerto mi tío. En el
tiempo en que yo admiraba su fotografía en la “sala vieja”, nada sabíamos de él
salvo que había emigrado cuarenta años atrás para perderse en las dilatadas
tierras de allende el mar. Hasta que de un día llegó de Cuba un inmigrante que
contó en la taberna del pueblo cuanto sabía.
-No todos los que migran vuelven
como yo, fracasado. Hay otros inmigrantes que lograron fabulosas riquezas y
viven como príncipes. Alguno que yo conozco moró por estos andurriales y ahora
podría comprar toda esta tierra si le apeteciese.
-Mira, amigo -dijo el tabernero-,
será cierto lo que cuentas, pero a mí me cuesta trabajo darte crédito porque
muy mal hijo de este pueblo tendría que ser el “americano” ese, para no
acordarse nunca de los suyos.
La noticia corrió por toda la
comarca, llegó a oídos de mis padres que, aconsejados por el señor cura párroco,
acordaron escribirle al tío Olegario sin dejar traslucir que estaban al tanto
de su riqueza, a fin de que el deseo de establecer contacto epistolar no fuese
tomado como un hecho interesado y mezquino. Mi padre, con su mejor letra de burócrata
municipal, trazó unas líneas conmovedoras para aquel pariente “de nuestra misma
sangre, perdido por el mundo, siendo nuestra mayor preocupación pensar que
acaso estuviera enfermo y sin dinero, en un hospital, en cuyo caso, nosotros, dentro
de nuestra pobreza, estábamos dispuestos a prestarle ayuda”. La carta fue
dirigida al Cónsul de España en La Habana, con el ruego de que se la entregase
en donde se encontrase destinatario.
Un día, por fin, llegó la
respuesta en la que tío Olegario volcaba su alma de viejo luchador y sus
rarezas de solterón enviudado. “Solo lo positivo, lo tangible, es verdad
verdadera. Todo lo demás es cuento. Deseo que vuestro único hijo sea mañana un
hombre práctico, sin sentimentalismos ni veleidades. Si por desgracia os
saliera un teórico, mejor será que se muera ahorita, ya que nada más que disgustos
os traerá.” Más adelante, y para confirmar sus ideas pragmáticas, decía no
sentir ansia alguna de volver a su tierra natal, “nido de caciques desalmados
donde toda miseria y mezquindad de asiento”. De esto a decir que la familia
tampoco le importaba, no había más que un pequeño trecho, pero mis padres, obsesionado
con la idea de la fortuna que pensaban iba a entrar por la puerta de su casa, no
se preocuparon de analizar el galimatías de aquella carta.
Todo cambió en nuestro modesto
hogar. A mi padre se le desarrugó el ceño endurecido por las diarias
dificultades, y a mi madre se le alegraron los ojos que siempre tenía atristados
y como ausentes. Hasta yo mismo comencé a sentirme un ser superior y miraba por
encima del hombro a los otros niños del pueblo.
A la hora de comer y de cenar era
cuando mis padres hablaban de mi porvenir, que se figuraban iba a ser
extraordinario. Tendrás que estudiar una buena carrera, que no será de clérigo
ni de médico ni de maestro. Será perito agrimensor, que es una cosa práctica y
positiva como el tío quiere. Saldrán a medir los predios y hasta las partijas
de la herencia, y quien parte y bien reparte, ya sabes, para sí la mejor parte.
Yo acepté resignado los proyectos
de mis padres. Aunque me hubiera gustado realizar otros estudios, no me atreví
a proponerlo. Mi padre se disgustaría y mi tío Olegario sabe Dios qué
determinación adoptaría. Aún me sonaban en los oídos las palabras de su carta:
“Si por desgracia os saliera un teórico, es mejor se muera ahorita…”.
Pocas cartas llegaron del tío, pero
un día nos dieron noticia de que había muerto. ¡Qué grande pudo ser aquel día! La
duda de si se había acordado o no de nosotros en su testamento, nos tenía a
todos inquietos, silenciosos y desasosegados. Mis padres vagaban por la casa
sin valor para mirarse frente a frente. Pasaron dos semanas y, como nada
sabíamos, mis padres decidieron poner término a aquella incertidumbre
efectuando una gestión en el consulado de Cuba en la ciudad. El resultado fue
catastrófico. Tío Olegario había tenido la genialidad de legar todos sus bienes
a una fundación benéfica de la provincia de Matanzas. El Cónsul, al darle la
mala nueva a mi padre, le dijo con una sonrisa burocrática: Debe usted estar
orgulloso de ser sobrino de un filántropo tan ilustre.
-Un filántropo, un filántropo -repetía
mi padre anonadado por la noticia.
Todo se vino abajo como un
castillo de naipes. Los niños de pueblo empezaron a mirarme, ellos a mí, por
encima del hombro. Los ojos de mi madre volvieron a llenarse de melancolía. Mi
padre vagaba de un lado para otro con su seño más duro que nunca. Yo sentía un
rencor que me lastimaba en el pecho. Una tarde llegué del colegio con una idea
fija. Fui a la “sala vieja”. El retrato del tío Olegario parecía tener ahora
una mirada irónica que antes no tenía.
-¡Canalla! ¡Sangre descastada! ¡Mal
hombre!
Se me turbaron los ojos y me
pareció que Olegario se estaba riendo detrás de su sotabarba de marinero. Sentí
que un furor homicida se adueñaba de mí. Quise volver a gritar pero la voz se
me apagó en la garganta. Subió una silla, descolgué el retrato y con todas mis
fuerzas lo despedacé contra el suelo. Después, con el alfanje que mi abuelo
había traído de Marruecos, apuñalé aquel rostro odioso, hasta dejarlo
irreconocible.
Cuando terminé, me pareció que
mis manos temblorosas estaban manchadas de sangre.
Traducción del gallego: el propio autor.
El alcalde y otros cuentos, 1981.
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