Michael Ignatieff
Aquel otoño Berlin hizo una visita al más famoso refugiado de
la Europa nazi, Sigmund Freud. La mujer de Freud estaba emparentada con un
amigo de la familia, Oscar Phillip. A través de este intermediario, Isaiah
quedó en ir a la casa de Mansfield Gardens un viernes por la tarde en octubre
de 1938. Le abrió la puerta el propio Freud, que le invitó a pasar a su célebre
despacho con las estatuillas y figuritas egipcias y griegas dispuestas ya sobre
cualquier espacio libre de su escritorio y en las vitrinas y estanterías. Cuando
Freud le preguntó a Berlin a qué se dedicaba, e Isaiah le respondió en alemán
que intentaba enseñar filosofía, Freud le respondió con sarcasmo: “Entonces
pensará que soy un charlatán”. No estaba nada lejos de la verdad, pero Berlin
protestó: “Doctor Freud, ¿cómo puede pensar una cosa así?” Freud entonces
señaló hacia una figurilla que había sobre la chimenea. “¿Adivina de dónde es?”
Cuando Berlin le dijo que no tenía ni idea, Freud contestó: “Es de Megara. Veo
que no es usted pretencioso”. A continuación le explicó que había llegado hasta
Londres gracias a la intercesión de la princesa Marie Bonaparte e inquirió si
Isaiah tenía algún conocimiento sobre los miembros de la familia real griega.
Cuando éste dijo que no, Freud respondió: “Veo que no es usted un esnob”.
Concluida esta parte
del interrogatorio, Freud empezó a reflexionar en voz alta sobre la posibilidad
de establecerse profesionalmente en Oxford. Berlin dijo que con seguridad los
servicios del doctor Freud estarían muy solicitados en un lugar como Oxford, y
mentalmente imaginó una placa de latón discreta y bruñida en alguna puerta de
Oxford que rezara “Dr. Freud, consulta de 2 a 4 de la tarde” y una fila de
neuróticos de dos kilómetros de longitud.
En ese momento la
esposa de Freud, una mujer dulce de setenta y tantos años, entró con un gesto
divertido e irónico en la cara y preguntó: “Usted conoce a mi primo Oscar. ¿Es
un judío practicante?” Berlín dijo que lo era. Ella continuó: “Toda mujer judía
desea encender las velas del Sabat los viernes por la noche, pero este
monstruo”, y señaló a su marido, “lo prohíbe. Dice que es superstición”. Freud
asistió gravedad burlona y dijo: “La religión es superstición”. Claramente,
aquello era una broma entrelazada en el tejido mismo de su matrimonio.
Después de esto, los
Freud, su nieto Lucian y Berlin tomaron el té en el jardín, en una atmósfera
que, según recordaba Berlin, era pura Viena circa
1912. El anciano Freud estaba en la etapa penúltima de su cáncer de mandíbula,
pero no dio una sola muestra de dolor, malestar o lamentación. Cuando hubieron
tomado el té, Berlin se marchó, con el sentimiento de haber pasado una hora en
compañía no de un genio, pero sí de un viejo doctor judío, inteligente,
malicioso y sabio.
Traducción: Eva Rodríguez Halffter
Isaiah
Berlin. Su vida, Taurus, 1999, pp. 129-30.
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