jueves, 7 de marzo de 2024

Una hora con Freud

 

Michael Ignatieff

 

Aquel otoño Berlin hizo una visita al más famoso refugiado de la Europa nazi, Sigmund Freud. La mujer de Freud estaba emparentada con un amigo de la familia, Oscar Phillip. A través de este intermediario, Isaiah quedó en ir a la casa de Mansfield Gardens un viernes por la tarde en octubre de 1938. Le abrió la puerta el propio Freud, que le invitó a pasar a su célebre despacho con las estatuillas y figuritas egipcias y griegas dispuestas ya sobre cualquier espacio libre de su escritorio y en las vitrinas y estanterías. Cuando Freud le preguntó a Berlin a qué se dedicaba, e Isaiah le respondió en alemán que intentaba enseñar filosofía, Freud le respondió con sarcasmo: “Entonces pensará que soy un charlatán”. No estaba nada lejos de la verdad, pero Berlin protestó: “Doctor Freud, ¿cómo puede pensar una cosa así?” Freud entonces señaló hacia una figurilla que había sobre la chimenea. “¿Adivina de dónde es?” Cuando Berlin le dijo que no tenía ni idea, Freud contestó: “Es de Megara. Veo que no es usted pretencioso”. A continuación le explicó que había llegado hasta Londres gracias a la intercesión de la princesa Marie Bonaparte e inquirió si Isaiah tenía algún conocimiento sobre los miembros de la familia real griega. Cuando éste dijo que no, Freud respondió: “Veo que no es usted un esnob”.

Concluida esta parte del interrogatorio, Freud empezó a reflexionar en voz alta sobre la posibilidad de establecerse profesionalmente en Oxford. Berlin dijo que con seguridad los servicios del doctor Freud estarían muy solicitados en un lugar como Oxford, y mentalmente imaginó una placa de latón discreta y bruñida en alguna puerta de Oxford que rezara “Dr. Freud, consulta de 2 a 4 de la tarde” y una fila de neuróticos de dos kilómetros de longitud.

En ese momento la esposa de Freud, una mujer dulce de setenta y tantos años, entró con un gesto divertido e irónico en la cara y preguntó: “Usted conoce a mi primo Oscar. ¿Es un judío practicante?” Berlín dijo que lo era. Ella continuó: “Toda mujer judía desea encender las velas del Sabat los viernes por la noche, pero este monstruo”, y señaló a su marido, “lo prohíbe. Dice que es superstición”. Freud asistió gravedad burlona y dijo: “La religión es superstición”. Claramente, aquello era una broma entrelazada en el tejido mismo de su matrimonio.

Después de esto, los Freud, su nieto Lucian y Berlin tomaron el té en el jardín, en una atmósfera que, según recordaba Berlin, era pura Viena circa 1912. El anciano Freud estaba en la etapa penúltima de su cáncer de mandíbula, pero no dio una sola muestra de dolor, malestar o lamentación. Cuando hubieron tomado el té, Berlin se marchó, con el sentimiento de haber pasado una hora en compañía no de un genio, pero sí de un viejo doctor judío, inteligente, malicioso y sabio.


Traducción: Eva Rodríguez Halffter


Isaiah Berlin. Su vida, Taurus, 1999, pp. 129-30.

 

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