miércoles, 6 de septiembre de 2023

Rezar con los pies



 Dolores Labarcena


Sin capa, esclavina, bordón ni zurrón, ni siquiera sandalias, como alude el Códice Calixtino en lo relativo a la vestimenta y complementos indispensables para realizar el Camino de Santiago. ¿Nosotros? Fieles a nuestro tiempo. Como todo peregrino del siglo XXI, adquirimos nuestra indumentaria gracias a blogs y webs especializados en turismo espiritual. Todos -a excepción de algunos excéntricos- recomiendan apertrecharse en Amazon y Decathlon. Y así lo hicimos. Compramos mochilas, jerséis, chubasqueros, camisetas, calcetines, gorras, botellas de agua de acero inoxidable, etc.

Luego de las gestiones terrenales: pasajes y reservas de hoteles, emprendimos nuestro camino por Vigo. Es decir, el Camino Portugués de la Costa. Mar. Bateas de acuicultores. Azul intenso. Según Nietzsche, “solo tienen valor los pensamientos que nos vienen mientras andamos”. Esta frase se hizo presente cuando sufrí un pequeño percance que casi me deja fuera del camino. Irónicamente, cuando fuimos a buscar las credenciales que nos servirían para obtener la Compostela -o Compostelana como se le conoce- rodé escaleras abajo desde el pórtico de la iglesia de Santiago el Mayor hasta la acera (a una altura poco menor de un metro). Y el pensamiento que me vino después de esa caída fue andar para pensar. O pensar para andar, pues tenía el firme propósito de seguir como Bretenaldo o santa Brígida de Suecia. Milagrosamente bastaron thrombocid y unos masajes.

Al partir P. colocó en el bolsillo exterior de su mochila Tipos de Agua de la Carson; mientras yo me decanté por Silencio, del ya desaparecido monje budista zen Thich Nhat Hanh. Confieso que dicha travesía se mostraba para ambos como un reto un tanto difícil de batir. Debíamos caminar 101 kilómetros en cuatro días para llegar a Santiago de Compostela. Detrás el Puente de Rande. Los primeros 25 kilómetros anduvimos como tocos blanquinegros en la Patagonia. Peregrinos avezados nos superaban como si se tratase de una maratón. Incluso hubo ciclistas que nos sermonearon por tomar rutas equivocadas, pues cómo íbamos a perdernos “lo auténtico”, como dijo uno de ellos mostrándonos sus poderosos gemelos. Todo está señalizado para que no te salgas del camino, porque ojo, ¡también existe la variante espiritual!, con guías y senderos para la contemplación. Un camino esencialmente para turigrinos. Peregrinos-turistas que cruzan en barca la bahía de Vigo y, a la par se deleitan con zamburiñas y vinos gallegos mientras disfrutan del atardecer y sus maletas ya están a buen recaudo en la casa rural que alquilaron por Booking.

En Redondela bares y souvenirs. Al principio de una pendiente inclinada, el gaitero. Le pregunto si tiene sello. Y me responde con una disyuntiva: ¿sello o gaita? Por avanzar lo más rápido en la cuesta escojo el sello. Él me dice que podía escoger ambos. Encuentro lógico lo del no decidirse por ninguno. No escogiendo, pensando en la Teoría del caos, te abres al infinito de posibilidades. Sin embargo, al pedirle que tocara la gaita y me timbrara la credencial, me dijo que no era un payaso. Que, si pagaba, tocaba la gaita, pues nadie es payaso de gratis. Y pagué. Conchas de vieira a dos euros; a uno los imanes con la cruz. Una peregrina avanza lenta y penosamente apoyada sobre bastones. Encomendaba con fervor al hijo de Zebedeo la cura de sus meniscos subiendo aquellas vías empedradas. Sol. Viento suave. Con paso animado una troupe de escolares canta Bizcochito de Rosalía. Llegamos a Arcade. Comimos un tentempié a orillas del río Verdugo.   

Un espécimen que no falta en el camino es el peregrino que hace del camino un modo de vida, como en los versos del Mío Cid: “Por necesidad cabalgo…”. Este peregrino -en honor a la verdad, es como la mosca en la leche, ya que por el camino pasan, y no todos repiten, millones de personas al año: católicos, budistas, ecologistas, hinduistas, gnósticos, ateos, gente variopinta en busca de sentido, en busca de silencio interior- encarna al pícaro que vive de la caridad. Y la caridad se muestra en cada albergue. Albergues muy bien gestionados tanto por instituciones religiosas como asociaciones altruistas -también los hay privados-, donde los peregrinos, si no están llenos -siempre hay overbooking en los albergues-, pernoctan por donativos voluntarios. En estos sitios ofrecen camas limpias, ducha caliente, wifi y, en ocasiones, desayuno gratis. En fuentes consultadas, los parroquianos de las diferentes rutas de España que conducen a la tumba de Santiago el Mayor, pensaban -esto siglos ha- que el peregrino era un sacrificado espiritual, y, por ende, debía dársele hospitalidad y ser tratado como el mismísimo Jesucristo. Por desgracia para el peregrino que hace del camino un modo de vida, pronto se le acabará el chollo. Esa idílica visión ha sufrido un cambio sustancial con el devenir de la globalización y la Era digital. El Camino de Santiago se ha convertido en un negocio que va viento en popa, un fenómeno transversal, donde confluyen la religión, la economía, la cultura, y la gastronomía de la región. Después de cenar zorza gallega y arroz con merluza, subimos a un mirador para observar en su gracia y extensión la bahía de Vigo.

De pasada vimos Pontevedra. Ciudad de luz donde sirven generosas tapas al pedir cervezas. Sellos en el Santuario de la Virgen Peregrina. Por un mal cálculo, ese día recorrimos 30 kilómetros. En cada casa un hórreo. En cada pueblo un cementerio. El ruido del agua y la sombra de los senderos nos estimularon de manera grata. Más tarde, y en una subida sin fin, casi a 5 kilómetros apartados del camino, llegamos, parafraseando al Quijote, a un lugar de Galicia de cuyo nombre no quiero acordarme.  Aquello parecía El discreto encanto de la burguesía, cuando los personajes entran en un restaurante y están velando al dueño. Nos quedamos absortos con el recibimiento. Nada menos que con una jarra de agua y par de toallas de playa para bañarnos en una piscina. ¡Esto a las seis de la tarde, con las mochilas que encorvaban nuestras espaldas y múltiples ampollas en los pies! Llevábamos caminando lo mínimo ocho horas. Y pregunté, con la ecuanimidad que adquiero, no sé por qué, en situaciones engorrosas: ¿ofrecen cena? Ella, la señora que nos alquiló la habitación en la supuesta casa rural -digo supuesta porque más bien era una casa en las afueras de una urbanización, allí no había monte, ni animales, menos servicio de bar, ¡agua y toallas de playa!  no precisamente a un precio módico- respondió inflexible, con un no taxativo, con un no tan sobredimensionado como su piscina, que ella, ¡Señor, aparta de mí este cáliz!, solo ofrecía desayuno.

P., extenuado, hizo visible su parte estoica y recorrió dos kilómetros o más, para comprar suministros y no morir por inanición. Este hecho, sin ansias de comparar nuestra nimia experiencia, me dio pie para sacar a colación un fragmento del diario de desventura de Jean Bonnecaze, quien partiera de Francia hacia Finisterre en 1748, ¡sin documentación ni dinero!, pero con fe inquebrantable y resistencia: “Al llegar a Viana, estaba muy débil por la sangre que había perdido y por la miseria que sufrí; como solo podía caminar despacio, mis camaradas estaban disgustados por esperarme; en esta pequeña ciudad, cada uno nos distribuimos para pedir limosna, quise esperarlos fuera de la ciudad, los esperé hasta la noche, nadie apareció. Dormí en este lugar y al día siguiente me fui solo y supe que habían tomado otra ruta a través de las montañas; me abandonaron”. En los años que llevamos P. y yo, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que ninguno de los dos ha defraudado al otro. Es un pacto tácito. Siempre nos unimos ante la adversidad. En este caso la adversidad era de cariz gastronómico. Al otro día salimos repletos de energía, renovados por el sueño reparador, cada vez con más fuerzas para enfrentar el camino, ubicados en el aquí y el ahora, siguiendo los pasos de Thich Nhat Hanh. Inhalar y exhalar. Inhalar y exhalar. Inhalar y exhalar. Desayunamos en un bar muy chulo 10 kilómetros después, precisamente en Caldas de Reis.  

Dejado atrás el episodio buñueliano, seguimos hacia Padrón, quedándonos en Pontecesures, donde nos hospedamos en un hotel, que fuese la casa natal de Raimundo García Domínguez, más conocido como Borobó, escritor y periodista gallego. Habitación con decoración art déco y una imitación sobre el cabezal de la cama de El Beso de Klimt. Cervezas. Cena frugal. Casi al dormirnos, le hablo a P. del eremita Paio, quien descubriera la tumba de Santiago el Mayor.  P. en cambio me leyó “Muerte sin fin” de Gorostiza. Antes de partir café y tarta de almendras. 

Puente medieval. Río Ulla. Restos celtas. Vistas del amanecer. Un grupo de peregrinos nos pasa por delante. También nosotros les pasamos a otros, y así nos vamos alternando. Según P. el camino no tiene edad. Vimos jóvenes arrastrándose y octogenarios que volaban por la Vía Romana. ¿Quién adelanta a quién? Parafraseando a Meyer, peregrinar es rezar con los pies. Atravesamos viñedos. Comí uvas hasta saciarme. El jugo, como la sangre, se escurría entre mis dedos, imagen sacra y a la vez erótica que observé con atención plena. P. entretanto comía plátanos. Una furgoneta vende pescados a domicilio. Tractores. Caballos. Perros que ladran. Cielo ligeramente encapotado y luego una lluvia finísima. Nada es permanente. Cervezas, sellos y Coldplay de fondo en el quiosco donde nos guarecimos. Media hora más tarde, embutidos en los chubasqueros, volvimos al camino. Al mirarnos, una extraña euforia nos sobrecoge, hace temblar la tierra bajo nuestros pies. Nunca caminamos por caminar, más bien para descubrir quiénes somos. “¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo, ay, una ciega alegría, un hambre de consumir el aire que se respira…”. Sin capa, esclavina, bordón ni zurrón, llegamos a la catedral. A los pies de Santiago el Mayor dejé un cerillo y mis ansiadas peticiones. No vimos el botafumeiro, pero desandamos la ciudad entre gozosos y aturdidos. Terminamos en el Gato Negro. Bebimos Ribeiro de barril en taza.


 

                                                    28 de agosto-1 de septiembre de 2023

       




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