sábado, 3 de junio de 2023

Fértil herida

 


Pedro Marqués de Armas 


Hay en Un pedigree, la novela autobiográfica de Patrick Modiano, un momento inequívoco, de esos que dejan al lector sin elección. Debí leer esa parte una y otra vez. Si esta es una novela en la que el narrador quiere ser todo el tiempo el autor, sin dudas lo consigue. Y es en ese momento que se funden, que alcanzan la fusión.

A lo largo de la narración, lo vivido -esa materia huidiza-, fluirá siempre con frescura y a veces con absoluta intensidad: “Voy a seguir desgranando esos años sin nostalgia, pero con voz presurosa. No tengo la culpa de que las palabras se me apelotonen. Tengo que darme prisa o se me acabará el valor”, apunta Modiano tras contar el episodio más doloroso de su infancia, cuando su tío Ralph lo lleva en su coche y aparca para dejarlo a solas con el padre, quien le comunica la muerte de su hermano mayor. Habían pasado la tarde del domingo ordenando una colección de sellos. Esa última mirada antes de marchar al internado, esa mirada cargada de presagios, no solo anticipa y define el momento en cuestión sino también el resto del relato, que adquiere una velocidad inaudita, a partir de la cual los acontecimientos se suceden como una huida hacia adelante. 

Se detiene apenas para comparar su existencia con la de una perra, a la que él y su hermano llamaban Peggy y que un camión había aplastado. Pérdida de objeto que antecede a la de su único asidero en la vida, su hermano, se pregunta si los años muertos que le ha tocado vivir bajo unos padres que solo esperan de él que baje la cabeza, o que nunca más la asome, valen el trabajo de recordarlos. En todo el libro late esa pregunta: cómo no ser abandonado una vez más, o, en contrapartida, cómo abandonar a unos padres no solo caóticos sino oscuros y frustrados: el padre, un fracasado comerciante judío que coloca entre él y su trabajo, como entre él y sus amantes, únicamente la separación; una vergüenza a relegar en otra instancia: escuelas, internados. La madre, una actriz belga sin éxito y sin un mínimo de estabilidad, imposibilitada de solventar ya no cualquier solicitud, sino la menor ilusión. Ausente total. 

De pocos escritores puede afirmarse que la escritura le salva. Algo cómico tiene que ocurrir para poder liberarse: “encontrarse detenido con el propio padre en el mismo coche de policía y que él intente hacerte pasar por un gamberro cuando sabe que es falso...”. Modiano lo llama situación burlesca. Lo es también que tenga que identificarse con razas de perros propensos a suicidarse. 

Un día, sin embargo, acontece la liberación. Descubre su garra. La que necesita para seguir solo, una cuestión de instinto, ese que lo convierte por fin en un joven sin coordenadas, aherrojado al universo convulso de la calle. Se deja llevar hasta un apartado cine de barrio, el Fontainebleau, y se oculta allí para trazar su primera novela. Conoce por casualidad a Raymond Queneau, que le imparte unas aburridas clases de matemática pero a quien intrigan sus lecturas, empezando por la de Léon Bloy. No se atreve a decirle que quiere ser escritor pero, cuando cumple los 21, le muestra la primera versión de La Place de l'Étoile y Queneau queda sorprendido por la violencia que contiene.

Un pedigrí es la continuidad de esa violencia, el epicentro de su escritura. Un estilo que parece forjado en un diario imposible, como una fusión recóndita de lo vivido y lo escrito en la mente, el drama de la existencia como apuntes, como líneas que conducen a una arqueología del trauma. Si pocas veces lo traumático se convierte en ficción resuelta, sin que su núcleo sea eludido, este sería el caso. Ficción que absuelve y absorbe la herida. Violencia desnuda, a ejercer sobre uno mismo para liberarse. 

Si ciertas zonas de la memoria se abren, es porque han sido saqueadas por un escritor capaz de explorarse a sí mismo y dar forma a la vida rastrera de sus años formativos. La forma de lo que pudo quedar aplastado. Modiano desarrolla un estilo capaz de explorar lo mudo y vergonzoso, y, más importante, capaz de penetrar ese meollo siempre confuso de la indefinición y el rencor. Fértil herida. 

 

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