Pedro Marqués de Armas
El revuelo que generó en
medio mundo el viaje sin escala de Lindbergh entre Nueva York y París, no se
hizo sentir menos en Cuba, país que contaba con el mayor número de periódicos
por habitantes de América Latina.
Ese 20 de mayo de
1927 la gente se lanzó hacia las redacciones en espera de noticias, en lo que, más que una masa, parecía un público transnacional.
El alboroto tuvo, entre sus connotaciones, la de poner al descubierto que una nación es siempre porosa a menos que se le aplique un recorte a lo albanés.
Algunas crónicas testimonian que nunca salió tanta gente a la calle y que jamás se vio a tantos cubanos rodeando agencias de prensa y estaciones de radio.
Así que la Fiesta Nacional con motivo del aniversario de la República Cubana se vio opacada.
Los ciudadanos mostraron estar más puestos para la moderna odisea del aire, con todo su suspense, que para lo que ofertaba la tarima patriótica en esa ocasión.
Como las comparsas estaban prohibidas, y los discursos y la recitadera a tres trozos, no hubo mejor festejo que aquel novelón aéreo.
Tras el pionero viaje trasatlántico se sucederían los vuelos de Lindbergh como enviado del progreso y la paz entre las naciones.
Antes de volar a La Habana en febrero de 1928 invitado a la VI Conferencia Panamericana, ya había recorrido México y varios países de Centroamérica, con especial resonancia Nicaragua.
También Colombia, Venezuela, República Dominicana, Puerto Rico e Islas Vírgenes.
A Cuba voló desde Haití.
Cuando el célebre aeroplano aterrizó en el campamento de Columbia tuvo lugar una escena penosa. Como el piloto demoraba en salir de la nave, que llevaba rato en tierra, la prensa y algunos curiosos sospecharon lo peor: que Lindbergh se había estampado contra el periscope.
La gente comenzó a rodear al Espíritu de St. Luis y en breve la molotera se convirtió en avalancha en lo que la policía reprimía a trocha y mocha, llevándose los periodistas los mejores porrazos.
El asunto era que Lindbergh tenía por costumbre acicalarse para bajar arreglado, es decir, al gusto civil. A fin de cuentas, además de piloto, era un alto representante interamericano.
Días más tarde se pondría el traje nuevamente para pasear a Machado sobre La Habana. El paseo duró 24 minutos. El presidente llevaba sus habituales gafas redondas que le daban aspecto de piloto, unos lentes fondo de botella para corregir su pronunciada miopía.
Parecían instructor y alumno, como puede apreciarse en una fotografía donde se ve al presidente señalando la ruta a seguir.
No faltaron buenas
crónicas sobre la estancia habanera de Lindbergh, entre ellas una de Ramón Vasconcelos
y otra del desopilante Miguel de Marcos.
El retrato del humorista
resultó tan logrado, que no se equivocó José Manuel Carbonell al incluirlo en el
tomo La Prosa en Cuba de su
monumental Historial de la Cultura Cubana.
El Lindbergh de Marcos
era un muñeco que no sabía hilar dos frases seguidas, un timorato acosado por
la prensa y por los voraces besos que le enviaban sus ardientes fans desde
medio planeta. Este Lindbergh edípico, de mejillas rosáceas, no conocía y no
pretendía conocer más amor que el amor de madre.
Los poetas, claro
está, hicieron del vuelo el símbolo de los nuevos tiempos.
Algunos, como el
venezolano Andrés Eloy Blanco, captaron el lado cómico de asunto:
Y el Águila voló.
Cuando volaba,
desde su altura oyó que
el Bagre hablaba
y detuvo su vuelo
triunfador.
Y sólo oyó que el Bagre murmuraba:
—¡Eso es valor!
Bagre: eso eres tú,
allí,
aquí,
allá:
Ujú.
Ijí.
Ajá.
Otros, como Pellicer –quien estuvo entre las
siete personas que empujaron el aeroplano hacia su hangar en París- se hicieron
mejores aviadores tanto en vida como en poesía.
Huidobro, por su
parte, voló más alto a partir de ese acontecimiento, dedicándole a Lindbergh un
extenso poema que no es sino el embrión de Altazor.
Pero hubo, en general,
más arrebato que eficacia.
Mariblanca Sabás Alomá, que se hacía llamar la bolchevique cubana, echó mano de aviador para confeccionar una receta destinada a los poetas latinoamericanos. A su juicio estos debían dejarse de tanta “estridencia cascabelera para asustar a los burgueses”, y hacerse de un “ojo avizor que descubra mayor poesía en el vuelo de Lindbergh que tras las celosías orientales donde se oculta una amada hipotética.”
Sostenía que Huidobro era artífice de lo nuevo pero le echaba en falta una actitud combativa. Lo llamo esteta, no apto para el “vuelo revolucionario”. Sin embargo, no traspasó ella el verso aburguesado. Marxista al fin, no le acudieron alas.
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