Ramón López Velarde
Yo, que me senté a la mesa de sus buenos tiempos cocineros, acabo de mirarlo comer un aséptico platillo de chícharos. Luego, con su venia, recogí de los originales que desplegaba en su cuarto de hotel, como un contrabandista sus tesoros, estos apuntes: “¡Sin amargura os cantará el poeta, llevándose la mano a los riñones, ¡oh frutas de mi dieta!”
Uno de estos días, el general Lucio Blanco
llamaba a Rafael López “el gato en la leña”. Recojo la definición en un
estricto sentido para decir que aquí donde hay ese gato, donde Díaz Mirón es el
puma y donde González Martínez es el búho, Tablada es el ave del paraíso. Como
tal, induce a error a los que lo juzgan personaje de frivolidad y de moda.
Porque la química de sus colores y el secreto de su dibujo se esconderán sin
remedio a los hojalateros que, con sus pitos de agua, se asoman a la línea de
fuego de la poesía.
La
misma cosa se ha negado al autor de “Ónix” en la vida y en el arte:
cordialidad. Examínenlo con ojos sociales o políticos los que así quieran.
Quienes posean conciencia literaria, carecen de derecho para ignorar la emoción
que palpita desde la alborada del Florilegio hasta Li-Po.
Verdad que Al sol y bajo la luna contiene más de una página de
decaimiento; pero también otras culminantes, como aquella, ya divulgada: “Mujeres
que pasáis por la Quinta Avenida”... Un día... es,
simplemente, un libro perfecto, no sólo por su médula vital, sino por la victoria
que las modalidades expresivas consiguen sobre la crasa dicción de la ralea. Si
los grandes poetas son aquellos que ejecutan el círculo vicioso de la vida,
como Campoamor, cuando decía: "Las hijas de las madres que
amé tanto, me besan hoy como se besa a un santo", habrá que concluir que
Tablada escaló esa categoría, pues ejerce la facultad serpentina de alcanzarse
a sí mismo. Entresaco de mis recuerdos un volantín de los que echa a andar cada
vez que le viene en gana: “Taumaturgo grano de almizcle,
en el teatro de tu aroma el pasado de amor revives”. (Un día).
Ciertamente, la Poesía es un ropaje; pero,
ante todo, es una sustancia. Ora celestes éteres becquerianos, ora tabacos de
pecado. La quiebra del Parnaso consistió en pretender suplantar las esencias
desiguales de la vida del hombre con una vestidura fementida. Para los actos
trascendentales -sueño, baño o amor-, nos desnudamos. Conviene que el verso se
muestre contingente, en parangón exacto de todas las curvas, de todas las
fechas: olímpico y piafante a las diez, desgarbado a las once; siempre humano.
Tal parece ser la pauta de la última estética libre de los absolutismos de la
perfección exterior.
Dentro de semejante inspiración, Tablada
experimenta nuevas rutas. Extravagancia, declaran algunos. Es posible. Por lo
que a mí toca, me sostengo curioso, oliendo la pólvora sin humo del portalira y
haciendo votos porque el tema de la excentricidad no ciegue a los visitantes
del laboratorio ni los encolerice. Nada más amargo que tratar a empellones los
asuntos del espíritu.
En prosa y en verso ha tenido el estilo
espadachín, sin el cual el literato moderno se expone a ser arrollado por las
turbas. En verso y en prosa, su numen significa el agua de contra-cólera para
los atacados de vulgaridad atmosférica.
Las sustancias de su química pueden perder o
salvar a los lectores, según la disposición de alma con que se acerquen. El
practicante estulto o bajo perecerá en la belleza explosiva de un hipnotismo de
lo cromático, al convencerse de Carolina Otero o de la Pestet, en Florencia.
En nuestra lírica, sus frascos son, acaso, los
verdaderos endiablados, y el cerebro que ha suprimido las calaveras en las
etiquetas está, de seguro, amasado en rojo, merced a una plétora de claveles.
Mañana,
al caer, conforme a sus propias palabras, "como pesado
tibor y al deshojarle al viento el pensamiento como una flor" (Li-Po),
alzarán el grito de que hemos perdido un poeta de arte eximio, un fruto que nos
envidiará la madurez de los cenáculos europeos. Mientras eso ocurre -y ojalá yo
no lo contemple-, José Juan Tablada, en plenitud de lira, resiste a lo obtuso y
se renueva, por innominado sortilegio, en el estanque de la diplomacia.
Acumula, sin cesar, el mineral que se defiende de los óxidos de los siglos;
sobre la fábula retentiva en que se basa la inmortalidad, repetirá la sentencia
de Paul Fort: "Los Reyes Magos están sepultados en mi
jardín".
Obras. Ramón López Velarde. Biblioteca Americana, FCE, Ciudad de México [1971], Ed. Electrónica, 2017.
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