Dolores Labarcena
Luego de un año sabático
en cuestiones literarias pero prolífico en conocimientos patológicos, tratamientos
holísticos y mecánica postural, en la recta final, y con la idea de abstraerme,
tomé un libro que lejos del efecto deseado me introdujo más en ese laberinto de
tecnicismos galénicos: litiasis biliar, nefritis, disfagia, trombosis,
taquicardia paroxística, en fin. No era, lo confieso, un libro que tuviera
prisa por leer. Papaíto Mayarí,
novela de Miguel de Marcos, es una de esas lecturas, a mi juicio, obligatorias
dentro de la literatura cubana. ¿Se trata de una gema que merezca la pena
desenterrar? Depende del ojo con que se mire. Su primera edición (1947) se convirtió
en best-seller (dato que ni suma ni
resta). Lo curioso es que si rastreamos en internet las menciones son escasas,
por no decir que de Miguel de Marcos no se encuentra ni una escueta biografía. Es tan inusual su presencia como el hirsutismo en
tiempos de rayos láser.
Lo cierto es que, más allá
de su momento, no lo siguió ni el gato; ni los de Lunes, ni los realistas, ni los post, y ni siquiera es pasto de académicos,
al contrario, por ejemplo, de Carlos Loveira con Generales y
Doctores. Tampoco García Vega lo incluyó en su antología de la novela. En fin... ¿Es que no puede sacarse tajada de un bromista nato, del mofletudo
mejor vestido de su época?
Papaíto
Mayarí viene a ser la ridiculización del
concepto cubanidad, que, según Grau San Martín, es amor. De aquellos lodos,
estos barros. En efecto, si algo es indiscutible en esta obra es el choteo
galopante, lo pantagruélico, la desacralización del prócer, el falso panegírico,
el calco amorfo de la generación del 95. Por ello el patriotismo aquí tiene
tintes hilarantes.
“Serapiote querido: Te
escribo a las dos de la madrugada. Tú, que sabes inclinarte sobre el
sufrimiento humano; tú, que me acompañas en la vida y me sirves desde hace
treinta años, tú, que crees que la cubanidad es amor, apiádate de este pobre
ocambo. No me despiertes a las siete… Otrosí –Hoy, Serapio querido, es 20
de mayo. Como tú conoces mi patriotismo, como yo conozco el tuyo, te sugiero
que, en la dosis de acordeón de mi cotidiano despertar melódico, sustituyas Juan Pescao por los compases del Himno de Bayamo. Tuyo, Papaíto”.
Con esa nota en el buzón
del mayordomo-confidente comienza la novela: celebración del 20 de mayo
(nacimiento de la República de Cuba, 1902). Y concluye de igual modo, como algo
inamovible, monótono, otro 20 de mayo con la muerte del criollo Mayarí. Eso sí,
en su cartuja, sin meconio, sin acrimonia, en su lecho placentero y lenitivo.
En la prosa de Miguel de
Marcos, además de tecnicismos galénicos, tratados de jurisprudencia, anglicismos
y neologismos, todo es hipérbole intencionada, fuego fatuo, lo cual comulga de
manera burlesca con la jerga del vulgo. No hay que confundir, no es barroco
como afirma alguna que otra crítica. Miguel de Marcos usa los términos que
aparecen en las revistas científicas (o seudo), en los periódicos, en las
enciclopedias, en los círculos de políticos y literatos, tanto como lo hiciera
Flaubert en esa obra maestra que es Bouvard
y Pecuchet. No cree ni de lejos en ese lenguaje ampuloso, lo usa y abusa de
él. Se regodea en ese festín oral, de tal modo, que no hace distinción entre los
personajes. Todos, incluso el mayordomo-confidente, “de imaginación fértil y
corazón sin escorias”, están fabricados con el mismo molde, el molde de los
bustos de yeso, de las máscaras mortuorias, en serie, hijos de una educación cívico-patriótica,
o patriotera, para ser exactos.
Periodista, cronista
parlamentario, Miguel de Marcos se vale de hechos reales, de cuadros con los que
recrea escenas costumbristas, para desfondar todo costumbrismo. Pero, atención,
nada en Papaíto Mayarí es para tirar
a mondongo, palabra que tomo prestada del propio autor, de color visceral, trópico-insular
como el canario amarillo que tiene el ojo tan negro. El dominio de la frase, la
fuerza del epíteto, esos monólogos intercalados, el juego con el tiempo, la
música popular, son recursos envidiables para cualquier escritor. Y es que escribir
de esa manera exige, pese a carcajadas, la máxima tensión, el máximo aplomo. “Como
traigo la leña, pim, pam…”.
A fin de cuentas, lo único
solemne en Papaíto es el calificativo
de prócer. La cubanidad, en boca de otro de los personajes, Tin Boruga, es el
timo del siglo. Digo más, el timo de las letras cubanas, con su poética grandiosidad.
¿Tendrá algo que ver en la trascendencia literaria de Miguel de Marcos semejante
aseveración? ¿O se trata de una no declarada alergia ante su desopilante humor,
o quizás, el precio a pagar por su condición de periodista? Qué cosa tan seria,
la tradición.
Su muerte, irónicamente
ocurrida un fin de año (31 de diciembre de 1954), fecha con la que juega una y
otra vez sin atisbo de superstición con unos dados imaginarios desafiando al
destino, fue motivo de múltiples muestras de respeto y admiración por parte de
sus contemporáneos, entre ellas la exquisita nota de Gastón Baquero en el Diario la Marina: “Dotado de una
inteligencia muy clara y asistido por una cultura muy sólida, de haber nacido
en otro medio, donde la carrera literaria no se estrangula como aquí dentro de
la limitación y la trivialidad de la hoja impresa, Miguel de Marcos habría
dejado una obra fecunda, no sólo en extensión, sino en logros cuajados.
Trabajador infatigable, dudo mucho que en el periodismo cubano haya ejecutoria
de tanta calidad y extensión como la suya”. Por lo que, si nos limitásemos
única y exclusivamente a hacer conjeturas de lo que no se ha escrito o se
escribirá (lo espero con ansias como la Guajira del Palmar) sobre Miguel de
Marcos, podríamos formarnos una idea errónea y anticipada de la obstinada
omisión de semejante pluma. ¿No es cierto?, pregunto, con premura, luego de un
año sabático.
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