Ernesto Giménez Caballero
Toda la ciudad lanza su
maquinismo contra la procesión. Pero a la procesión la defienden los niños
vendiendo aleluyas. Aleluyas finas. Aleluyas.
Los automóviles llegan, aúllan, ladran. Mas
los automóviles terminan por acercarse mansamente a la fila, como perros. Como
son perros —los automóviles, como son animales viles, sumisos, de carne
esclava, nacidos para servir al poderoso y morder los zancajos del humilde, los
automóviles se tienden al borde del arroyo, sujetos ahora por la tenaz cadena
de la muchedumbre, única soberana de la tarde.
Pasa un avión por el cielo.
Pero el avión pasa espiritusantamente, como
alguacilillo de paz, barriendo con su vértigo los papeles del firmamento.
(Nubes, humos, chimeneas, ¡al cesto de recortes!) El avión sahúma la tarde con
el incienso de su bencina.
Se oye la nerviosidad —por un momento— de la
motocicleta. No se la abre camino. Al fin, la motocicleta (militarista y organillera)
saca su instinto plebeyo y se persigna. Trema por Dios. Y ofrece el saicar para ataúd de Cristo.
Los
tranvías bogan por el horizonte. Fragatas de un solo palo. Amarillas de ocaso y
lontananza. Rielando, en alta mar, olas de asfalto. Sin poder acercarse.
Toda la ciudad tiende al
ataque de la procesión. Pero a la procesión la defienden los guardias con su
casco de gala.
Vibra la sirena de una fábrica. Las cinco. La
sirena abre la espita del vermut de las cinco. Legal descanso de las 8 horas.
Allá irrumpen los trajes azules hacia el bar y hacia el écran, atravesando la
ciudad. Cercando la procesión. (Ansia de oscuridad, de pianola y de aceitunas
con palillo.) Mas esta tarde se queda la sirena extática en el aire. Como un
surtidor muerto. Y toda su exigencia badajea inocua en la campana azul de
abril.
Si se pone el oído en tierra se oye un rumor
siniestro. El Metro socava, como un anarquista, la arena pascual de la procesión,
para acechar el cruce. Y atentar la calma del desfile con el turbión de sus
viajeros, lanzados —de pronto— a flor de tierra.
Se ve a la ciudad conspirar por todas las
esquinas contra la procesión. Pero a la procesión la defienden los aguadores
con su cántaro de barro. Agua fresca, agüita como la nieve.
¡Aleluyas finas, cascos de guardia nuevo, agua
como la nieve!
La ciudad espumajea los dientes —como un
caballo, tascado con freno de oro.
La ciudad gira el conmutador de su dínamo,
chispeando azules eléctricos de rabia.
Pero ya avanzan los coraceros. Sus petos son de plata bruñida-y-al contacto del
sol se liquidan en cristales y en luz pura.
La calle, colgaduras y reflejos.
Las corazas —de los coraceros asaetean los
vidrios del balconaje. Y acuchillan de ángulos transparentes los globos de las
sombrillas.
Repican —castañuelas— sobre los guijos, las
pezuñas lucientes de los caballos, como castañuelas sobre la arena. La arena
lanza a danzar sus granos como vestales entre las patas —sudorosas y aterciopeladas—
de los caballos. Un vaho de belfo en fiesta segregan los
coraceros con su escuadrón.
(La máquina de la ciudad relincha con todas sus
tuercas.)
Pero a la ciudad la defienden los niños de los
balcones. Que han expulsado ya sus primeros manifiestos sobre la multitud. ¡Primeras
aleluyas de la tarde!
Van pasando (pasando, pasando, pasando) los
cirios de los cofrades.
Ánimas en ascua, trocitos de sol, bengalas de
cera virgen, sin carburador ni cuenta kilómetros. Nietzsche se muerde los bigotes —y— así, toma
el aspecto de un municipal con barboquejo.
Cristo se acerca bamboleante, atado a una
encina. Los rieles del tranvía lavan con su linfa perdurable la sangre de los
azotes.
Cristo, se acerca cenando con los suyos,
banquete de purpurina. ¡Grupo color de plomo iluminado, de soldaditos santos de
plomo!
Cristo se acerca de terciopelo morado,
franjeado de agremanes y tisú. Un alígero le da una copa, so el olivo.
Cristo retuerce sus tirabuzones en el
retorcimiento de la oración, como rosarios.
Un poste de hierros telefónicos amenaza a
Cristo. Va a arrojarle las arandelas de su nerviosidad.
Pero los niños disuaden al poste con nuevos
manifiestos. Le distraen con sus pañuelos, pañizuelos de colores. Su confeti
polipinto. ¡Aleluyas! Nuevas. Aleluyas. ¡Allí van!
Mientras, llega el chin-chin de la banda del
santo entierro.
¡Chin-chin! ¡Pom!...
Vestidas de nazareno pisan los adoquines
mujeres. Mujeres de pies desnudos. Cada adoquín la plantilla de un pie. Los
pies de aquellas mujeres dejan su dactilografía en la arena.
(¿Una saeta, aquel chillido? ¿Dónde se
clavará?)
¡Chin-chin! ¡Pom!...
Un corderito y un San Juan. La madre limpia el
moco cuando hace falta, muestra sin hacer falta, un vientre de seis meses, y
lleva sin falta, la vela, por lo que pueda venir.
La ciudad se duerme cansada de esperar. Toda la
tarde es ya de la procesión.
El cielo el adoquín, el guardia, la colgadura,
la sombrilla y el reloj de las seis.
Nietzsche se muerde un ojo. ¡Pero con el otro
ve roncando al automóvil. Roncando ya a pierna suelta. Como (la que era)
bestia inmunda.
Sobre la bestia inmunda se posan los Pajarillos.
Pajarillos —de la tarde, revolando, sin miedo, las alas rumorosas. ¡Aleluyas!
Aleluyas finas —sin miedo, rumorosas— aleluyas.
Aleluyas: los pajarillos de la tarde antigua,
de la vieja alegría, de la resurrección pueril y cristiana del mundo. ¡Aleluyas!
¡Aleluyas! ¡Aleluyas! ¡De todos los colores aleluyas! ¡Aleluyas!
Sobre la aleta
de charol de un Cadillac, el manifiesto azul de Don Crispín:
Contentísimo
Crispín
montóse en el calesín.
montóse en el calesín.
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