Vittorio Sereni
Nadie
más que un poeta es capaz de decir cosas concretas sobre la poesía. Al
contrario, nadie menos que él es capaz de exponer verdades que escapen de un
orden en absoluto personal y dentro de ciertos límites útiles solo a él y a él
solo necesarios.
“No me he concedido nunca”, dijo Valéry que de cosas
universales entendía, no más por la tensión constante contra aquéllas, “no me
he concedido nunca el atrevimiento de prescribir, ni de prohibir, algo a
alguien, en materia de literatura, de arte o de filosofía. Aquello que me he
permitido y prohibido a mí mismo, fue siempre a título de conveniencia o de
experiencia”.
Es natural, por tanto, que un poeta inmerso en lo íntimo de su
trabajo sea ajeno a considerar la poesía “sub specie aeternitatis”; aunque es
igualmente natural que siga íntimamente su propia estrella polar, su propia
idea de la poesía. Pero esto es otro discurso: como confrontar la crítica
propiamente dicha y concretamente formulada, y la crítica, por naturaleza
completamente íntima e inapresable que se desarrolla silenciosamente en el
poeta frente al hecho creativo. Desconfía —dice el poeta— de todos aquellos
que saben muy bien qué cosa es la poesía, que tienen siempre una definición a
mano; déjese pasar unos meses, quizás apenas unos días, y se verá que aquella
definición ya habrá cambiado, tal vez en su totalidad, y no será por eso menos
perentoria que aquella que la precedió.
En cuanto a los poetas, ellos viven
perennemente tentados, perennemente perplejos entre definiciones y sugerencias
opuestas: se diría que el suyo, visto minuto por minuto, metro por metro, es
más un camino de dudas que de certezas. Las verdaderas certezas son finales y
generales; y son evaluables en base a su fecundidad más que a su verdad e
incontestabilidad objetiva y absoluta. En tal caso dejemos hablar, ante todo, a
la poesía que nace de los textos poéticos y perdura a través de esos textos;
entonces —desde lo alto de los Cantos o de las Fleurs du Mal— también las otras
palabras, con la fe poética que portan, podrán pretender investirnos y
dejarnos, al menos por un largo periodo, persuadidos y partícipes. La poesía
precisa, para crecer, materia y espacio.
Con esto no se dice nada peregrino: se
alude a la paciencia que un poeta debe siempre requerir (“Pitié pour nos
erreurs pitié pour nos péchés” decía Apolinaire) por aquel conjunto de errores
—si se considera detalle a detalle—, a pesar de las ilusiones o de los ídolos
que hacen su provisoria y fluida verdad, que constituyen su alimento; a las
posibilidades de recuperación que necesita que le concedan para que él cambie
de opinión o calle aquello que cambia según la propia ley íntima —con la cual
no le resulta fácil identificarse.
Se propone, con esto, el carácter dinámico
de cada meditación sobre la poesía: su extrema mutabilidad, su continua puesta
en causa por descomponerse o recomponerse, por aceptar o rechazar. La visión de
un nuevo paisaje, la lectura de una página que el azar abre un día sobre la
mesa, el sonido de una voz desde la calle bastan a veces para darle una
dirección diferente, para obligarla a ver todo desde el principio.
Puede
ocurrir, a quien esté empeñado en un trabajo, que ciertas apremiantes íntimas
vengan de improviso a coincidir con apremiantes externas, sobre la naturaleza,
sobre el sentido y sobre la dirección de aquel trabajo; que también aquí se
sientan puestos en causa porque cualquier dato de la propia experiencia parece
acoplarse a los datos de una experiencia general. Y el trabajador, habituado a
comportarse como el erizo o al menos como la tortuga frente a ciertas
intrusiones no solicitadas, sienta entonces como deber propio la necesidad de
encontrar una consonancia entre las dos apremiantes, incluso conservando algo
de su naturaleza de erizo o tortuga.
La guerra, que lo fue para todos, y tal
vez más la posguerra, no han determinado, sino favorecido algo similar dentro
de la poesía y de los poetas. Y si ya antes parecía desacreditado el concepto
de “poesía pura” no en cuanto categoría histórica, pero sí en cuanto categoría
estética, y si nadie más hablaba en serio de poesía por la poesía o de arte por
el arte como intento de denuncia en relación a esto o a aquel poeta —hoy el
interés general parece congregarse en torno al significado que la poesía asume en
el corazón de la vida individual y colectiva. Se habla entonces de una función
de la poesía; y sobre el tono y alcance de tal función es, o fue hasta hace
poco, establecido el debate más vivo. En ese debate también los poetas tomaron
posición en modo más o menos decidido, según los casos: alguno de modo
clamoroso; otros, simplemente, callando. Sin embargo frente a ciertas
impaciencias nacidas de la ingenuidad o de la presunción de quien viviendo en
1947 piensa haber discriminado de una vez por siempre todo lo que la poesía
debe o no debe dar, preferimos la posición de la duda, deseándonos que sea una
duda fecunda. Nos gusta imaginar al poeta como un creyente que espera los
signos de la gracia, convencido exclusivamente de la predestinación y sin
confianza en el mérito que al obrar podrá adquirir; y que sin embargo no puede
prescindir de obrar sabiendo que las obras no le darán la gracia pero que por
las obras únicamente podrá espiar la llegada de los signos que espera. Así son,
por lo general, los poetas en relación a la poesía; pero no solo de la poesía
en cuanto resultado expresivo: incluso del particular modo de ser de uno y del
mundo en la poesía. Expresa, esta forma bastante “sui generis” de voluntad, que
luego no es sino ansiedad y tensión: cuanto más patente y comunicativo sea,
tanto más habré sido poeta; cuanto más pertenezca a los otros y cuanto más los
otros se miren en mí, más fe tendré en mi elección, en esta justificación que
he dado a mí mismo de mi paso por el mundo.
Todo esto puede explicar la
dificultad, la imposibilidad casi, por parte del poeta, de plantearse en
términos lógicos, o en todo caso diferentes, alianzas como aquella
intercurrente entre poesía y sociedad, o fe y poesía y hasta poesía y cultura:
como plantearse un contenido y pensar introducirlo en versos. ¿Cuál operación
es más abstracta y destinada a fracasar?
Estas cosas —se trate de la sociedad,
o de la fe religiosa o de la cultura— cuentan con la condición de ser materia
viva, sensible bajo las manos. No hay dialéctica, no hay presión externa que
pueda imponer: imponerle o querer convencer de esta o de aquella exigencia es
establecer un absurdo dualismo: pensar que existe una forma vacía para llenar
de un modo cualquiera.
«Esperienza della poesia» (1947) ; Poesie et prose, Mondadori, 2013.
Traducción de Dolores Labarcena para Potemkin ediciones, no 13, enero-julio de 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario