jueves, 14 de abril de 2016

Un acento dostoievskiano



Emil Cioran


Me pregunta usted qué género de hombre es el autor de El silencio del cuerpo. Su curiosidad es comprensible, pues se trata de un libro que no puede leerse sin interrogarse constantemente sobre el admirable monstruo que lo ha concebido. Debo confesarle que sólo lo he visto durante sus visitas a París. Pero con frecuencia he hablado con él por teléfono y nos hemos escrito. Y también de manera indirecta, por medio de una persona tan extraordinaria como él: una italiana de diecinueve años que Guido ha educado en parte y que hace dos años residió aquí varios meses. De una madurez de espíritu inusitada para su edad, reaccionaba a veces como una adolescente e incluso como una niña, y esa mezcla de agudeza genial y de ingenuidad hacía que no se la pudiera olvidar ni un solo instante. Penetraba en nuestra vida, era realmente una presencia-hada visitada por temores repentinos que aumentaba a la vez su desgracia y su encanto.

Como es lógico, estaba aún más presente en el pensamiento y las preocupaciones de Guido. No puedo, es evidente, entrar en detalles, aunque no haya nada equívoco que ocultar. Les recuerdo como si fuera ayer en el Jardín de Luxemburgo una tarde lluviosa de noviembre: él pálido, sombrío, abrumado, echado hacia adelante, y ella turbadora, irreal, dando pequeños pasos rápidos para poder seguirle. Cuando les vi me oculté detrás de un árbol. El día anterior había recibido una carta de él -la más desgarradora que he recibido nunca. Su aparición precipitada en el parque vacío me dejó una impresión de angustia, de desolación que me persiguió durante mucho tiempo. Olvido decirle que desde nuestro primer encuentro su aire de apátrida, de aislamiento fundamental, de predestinación al exilio, me hicieron pensar inmediatamente en Muychkine. (De hecho, aquella carta tenía un acento dostoievskiano.) Guido era para ella inatacable, sólo él escapaba a los juicios devastadores que emitía sobre todo el mundo. Ella se había adherido sin reservas a su fanatismo vegetariano. No comer como los demás es aún más grave que no pensar como ellos. Los principios o, mejor, los dogmas alimenticios de Guido son de un rigor al lado del cual los manuales de ascesis parecen incitaciones a la gula y al desenfreno. Yo mismo, que soy un maniaco del régimen, a su lado me doy la impresión de ser un caníbal. Si uno no se alimenta como los demás, tampoco se cura como ellos. Imposible imaginar a Guido entrando en una farmacia. Un día me llamó desde Roma para pedirme que le comprara en una tienda vietnamita de productos naturales cierta patata japonesa muy eficaz, al parecer, contra la artrosis. Según él, bastaba frotarse las articulaciones con ella para que el dolor cesara inmediatamente.


Traducción: J.A. González Sainz. 



Carta que Cioran envió al editor francés de El silencio del cuerpo (Acantilado, 2006), fechada en París el 7 de marzo de 1983. 


lunes, 11 de abril de 2016

Currículum vitae





Attila József



Nací en 1905, en Budapest, soy ortodoxo de religión. Mi padre -el extinto Áron József- se expatrió cuando yo tenía tres años y la Asistencia Pública me envió a Öcsöd, donde fui criado por campesinos. Fue allí donde viví hasta la edad de siete años. Trabajaba como lo hacen en general los niños pobres del campo; cuidaba cochinos. Cuando cumplí siete años, mi madre -la extinta Borbála Pócze- me llevó de nuevo a Budapest y me inscribió en el segundo grado de la escuela primaria. Mi madre lavaba y hacía trabajos domésticos para mantenernos a mis dos hermanas y a mí. Ella trabajaba en casas ajenas y allí permanecía de la mañana a la noche. Entregado a mí mismo, sin vigilancia, yo vagabundeaba y mataba el tiempo. Pero en mi libro de lectura de tercer grado hallé historias interesantes acerca del rey Attila y me lancé a la lectura.

Los cuentos relativos al rey de los hunos no sólo me interesaban porque yo también me llamaba Attila, sino porque en Öcsöd mis padres adoptivos me habían llamado Pista (1). Después de un conciliábulo entre los vecinos, escuchado por mí, ellos habían llegado a la conclusión de que el nombre de Attila no existía. Esto me había llenado de estupor, como si fuera mi propia existencia lo que ponían en duda. El descubrimiento de las historias del rey Attila ejerció, creo yo, una influencia decisiva sobre mi orientación y, en fin de cuentas, a ello se debe que yo me haya vuelto hacia la literatura, que haya aprendido a reflexionar, y que me haya convertido en un hombre que escucha las opiniones ajenas, pero pasándolas por el tamiz de su propia experiencia; un hombre que responde cuando le llaman Pista, antes de haber verificado lo que pensaba en el fondo de sí mismo, es decir, que su nombre era Attila.

Contaba nueve años de edad cuando estalló la guerra mundial. Nuestra suerte empeoraba sin cesar. Tenía que hacer la cola frente a las tiendas. A veces yo tomaba mi turno en la tienda de víveres a las nueve de la noche, y a las siete y media de la mañana, cuando llegaba mi número, se reían en mis narices diciéndome que ya no había grasa.

Ayudaba a mi madre como podía. Vendía agua en el cinematógrafo Világ. Para calentarnos, robaba carbón y madera en la estación de Ferencváros. Confeccionaba juguetes de papeles de colores y se los vendía a los niños más ricos que yo. Llevaba cestas y paquetes al mercado, etcétera.

Durante el verano de 1918, pasé unas vacaciones en Abazia gracias a la Acción Real para las Vacaciones de los Niños. En esta época mi madre ya estaba enferma, tenía un fibroma y yo mismo me presenté en la Asistencia Pública: fue así como partí para una breve estadía en Monor. De regreso en Budapest, vendí periódicos, comercié con sellos y luego con billetes blancos y azules (2) como un aprendiz de banquero. Durante la ocupación rumana, vendí pan en el café Emke. Entre tanto, después de haber terminado el quinto grado de la escuela primaria, asistí al Curso Complementarlo.

Durante las navidades de 1919, mi madre murió y el Servicio de Huérfanos escogió como tutor a mi cuñado Ödön Makai, el cual acaba de morir. Durante una primavera y un verano, trabajé a bordo de las barcazas Vihar, Török y Tatár de la compañía de navegación Atlánica. Después, sin haber asistido a las clases, pasé el examen de cuarto grado del Curso Complementario y me gradué, luego de lo cual mi tutor y el doctor Sándor Giesswein me enviaron al seminario de los Hermanos Salesianos en Nyergesújfalu. No permanecí allí más que quince días en total debido a mi condición de ortodoxo y no de católico. De allí fui enviado a Makó, al colegio Demke, donde no demoré en obtener una plaza gratuita. En verano, daba clases en Mezóhegyes a cambio de la comida y el alojamiento. Terminé el sexto grado del liceo con la mención de sobresaliente. Y no obstante, debido a los trastornos ocasionados por la pubertad, yo había intentado suicidarme en varias ocasiones. Es cierto que no tenía entonces, como antes, nadie cerca de mí que me guiara con sus consejos amistosos. Fue en esa misma época cuando aparecieron mis primeros versos. La revista Nyugat (3) publicó poemas que había escrito a la edad de diecisiete años. Me consideraron un niño prodigio, y sin embargo no era sino un huérfano. Al terminar el sexto grado, abandoné el liceo y el internado, pues, en mi aislamiento, me sentía desocupado: no estudiaba, pues me sabía la lección tan pronto el profesor la explicaba, mi certificado y la mención de sobresaliente dan, por otra parte, fe de ello. Trabajé en Kiszombor como obrero agrícola, jornalero, y luego me contrataron como preceptor. Aconsejado por dos de mis profesores, que sentían afecto por mí, decidí, no obstante, presentarme al bachillerato. Pasé el examen de séptimo y octavo grados de una sola vez y así terminé un año más temprano que mis antiguos condiscípulos. Sin embargo, como no había dispuesto más que de tres meses para estudiar, pasé el examen de séptimo grado con buenos resultados, pero el de octavo con notas mediocres. Mi carné de bachillerato presentaba notas mejores que el de octavo grado. Sólo en húngaro y en historia obtuve el aprobado. Ya en aquella época me habían acusado por haber blasfemado el nombre de Dios en un poema: el Tribunal Supremo me absolvió.

Luego de haber sido durante cierto tiempo representante de librería en Budapest, en la época de la inflación fui empleado por el banco Mauthner. Después de la introducción del sistema Hintz, me pasaron a la contabilidad y, para gran disgusto de mis compañeros de más edad, fui encargado de controlar los valores que estaba permitido emitir los días de pago. Mi voluntad de trabajo fue un tanto lesionada por el hecho de que mis mencionados colegas echaban sobre mí una parte de su propio trabajo, que de ese modo yo tenía que realizar aparte del mío. Además, ellos no dejaban de fastidiarme a causa de mis poemas que se publicaban en la prensa. "Cuando yo tenía su edad, también escribía versos", decían. Más tarde, el banco quebró.

Decidí que al fin y al cabo sería escritor y que trataría de hallar alguna ocupación burguesa en relación estrecha con la literatura. Me inscribí en la Facultad de Letras de Szeged para estudiar húngaro, francés, y filosofía. La matrícula comprendía cincuenta y dos horas de clases por semana y, al fin del semestre, pasé un examen obteniendo la mención de sobresaliente. Pagaba mi alojamiento con los honorarios de mis poemas publicados.

Me había sentido muy orgulloso de que mi profesor Lajos Dézsi me estimara con aptitudes para emprender estudios independientes. Pero quedé definitivamente desalentado cuando el profesor Antal Horger, con quien debía pasar el examen de lingüística húngara, me declaró, ante dos testigos -aun hoy sé sus nombres; ellos son profesores- que, mientras él viviera, yo nunca podría llegar a ser profesor de liceo. "Pues, me dijo, poniéndome en la cara un ejemplar del periódico Szeged, a un hombre que escribe semejantes cosas, nosotros no podríamos confiarle la educación de las generaciones futuras". Se habla a menudo de la ironía de la suerte y aquella en realidad fue una ironía, pues el poema incriminado, Corazón puro, pronto se volvió célebre. Siete artículos le fueron consagrados.

Lajos Hatvany ha declarado en varias ocasiones que. "para conocimiento de los tiempos futuros" aquel era el testimonio de toda la generación de post-guerra. Ignotus, por su parte, acariciaba, mimaba, mecía, murmuraba este maravilloso poema, según escribió en la revista Nyugat, y en su arte poética lo presentó como modelo de la nueva poesía.

Al año siguiente -yo tenía entonces veinte- fui a Viena y me inscribí en la Universidad. Para vivir, vendía periódicos a la entrada del Rathaus-Keller y realizaba la limpieza de los locales de la Academia Húngara de Viena. Cuando el director, Antal Lábán, se enteró, quiso que aquello terminara. Ordenó que me dieran la comida en el Collegium Hungaricum y me consiguió alumnos: los dos hijos del director general del Banco Anglo-Austríaco, Zoltán Hajdu. De Viena, donde yo me albergaba en la miseria (no me había acostado en sábanas durante cuatro meses), me convertí, sin transición, en el huésped del castillo Hatvany, en Hatvan, y luego que la dueña de la casa, señora de Albert Hirsch, me suministró dinero para el viaje, partí hacia París a fines del verano. Allí, me inscribí en La Sorbona.

El verano siguiente fui a la costa del mediodía de Francia, a un pueblo de pescadores.

Luego regresé a Pest. Asistí durante dos semestres a los cursos de la Facultad de Budapest: no realicé sin embargo mis exámenes de profesorado pues, evocando la amenaza de Antal Horger, estaba convencido de que de ningún modo obtendría una plaza. El lnstituto del Comercio Exterior me empleó entonces, desde su creación, en trabajos de correspondencia en húngaro y en francés. Mi antiguo director general, el señor Sándor Kóródi, está dispuesto, creo yo, a dar referencias acerca de mí. En esa época, no obstante, la suerte me golpeó de modo tan imprevisto que, por más endurecido que yo estuviese, no lo pude soportar. Primero me enviaron a un sanatorio, luego me dieron permiso por enfermedad, a causa de mi neurastenia. Abandoné mi oficina, comprendiendo que, siendo tan joven, no podía permanecer a cargo de una institución. Desde entonces vivo de lo que escribo. Soy redactor de la revista literaria y crítica Szép Szó (4).

Además de mi lengua materna, el húngaro, escribo y leo el francés, y escribo perfectamente a máquina. He aprendido igualmente la taquigrafía: un mes de práctica sería suficiente para refrescar mis conocimientos. Tengo alguna experiencia en materia de emplane de periódicos. Sé componer según las reglas. Me considero un hombre de honor, creo poseer agilidad mental y constancia en el trabajo.






(1) Diminutivo de Iván.
(2) Durante la inflación que se produjo en Hungría en los años de post-guerra. Circulaban dos tipos diferentes de billetes, unos blancos y otros azules, con los cuales se especulaba. Los primeros tenían más valor que los segundos.
(3) Occidente.
(4) Argumento.




jueves, 7 de abril de 2016

En el Menza




Dolores Labarcena 


Jamás un gulasch me supo tan sabroso, dijo mi compañero refiriéndose al primer plato: un guiso suculento con sendos trozos de carne y condimentado como manda el arte culinario húngaro, con paprika. Este condimento, que procuró una formidable sacudida en él, dio pie a un dilatado coloquio alrededor de las especias. No soy entendida en el tema, pero sé que se obtiene a partir de la deshidratación y molida de determinadas variedades de pimientos. No fue hasta comienzos del siglo XX que un gurú de la cocina francesa, Auguste Escoffier (y esto se halla en Le guide culinaire), lo hizo popular. Para Escoffier, quien dirigiera el servicio de cocina del Mariscal Bizaine durante la guerra franco-prusiana, y que más tarde sirvió a Guillermo II, el uso de ingredientes exóticos era su tarjeta de presentación.

Y como una cosa lleva a la otra, tanto más estando en el Menza, un restaurant en el centro de Budapest -y no en Montmartre, ¡qué bella es París!-, recordé a Spiridon: abuelo del que fuera presidente del Consejo de Ministros de la Unión de Rusia y Bielorrusia, antigua URSS, quien, al igual que Escoffier, gozó del beneplácito de la élite. Para ésta cocinó no en los refectorios de San Petersburgo, sino en el seno acogedor de las dachas donde se tramó, entre otras correrías, la ocupación de Hungría.

El fuerte de Spiridon eran las carnes, y como entrantes, las sopas de pescado. Por tal motivo se ganó los paladares del hermano de Lenin, del mismísimo Lenin, y más tarde de Stalin. El plato favorito, con seguridad, del hombre más odiado de Hungría en lo que respecta a la historia reciente, incluía finas rodajas de cordero magro, patatas cortadas en cubos y cebolla picada. Todo hervido media hora con grasa, hierbas y pimienta. ¡Qué gusto tenía el dictador! 

Por lo mismo me tomé la licencia de fantasear con las delicatessen que un cocinero como Escoffier podría preparar al nieto de otro cocinero con la intención de efectuar un duelo a cucharones. ¿Mignonette de poulet glacée au paprika? ¿Côtelette d'agneau Maréchale? Quizás. Pero ya que la duda se impone, debo aclarar que los invitados de Escoffier, al contrario de los de Spiridon, eran sobre todo aristócratas, corredores de bolsa, sopranos, barítonos, bailarinas, ajedrecistas y propietarios de circos. Y ¡qué ironía!, la mesa de Escoffier iba con servicio a la rusa: un plato a continuación de otro respetando el orden preciso del menú.

Una de esas personalidades a las que sirvió Escoffier fue a la soprano australiana Nellie Melba, a quien dedicara, ya que retórica no le faltaría ni aun en su prolongado exilio inglés, el “Melocotón Melba”. También dedicó otro plato al compositor Rossini, el “Tournedos Rossini”: solomillo de carne salteado con mantequilla y cubierto con rodajas de foie gras servido sobre una rebanada de pan ligeramente frita. Todo aromatizado con láminas de trufa negra y guarnecido de salsa demi-glace hecha con vino Madeira.

Llegados a este punto, y suponiendo que Escoffier preguntara por el linaje o las dotes del nieto de Spiridon: ¿Es descendiente del Zar? ¿Toca la balalaika o el clavicémbalo? Cualquiera respondería ni lo uno ni lo otro. Pero créase o no, una vez chapurreó Blueberry Hill. 

A la par de las especulaciones arribaron  los segundos platos: Bistec con aros de cebollas fritas y Töltött káposzta. El trasiego de bandejas era frenético y el ambiente bastante turístico, por lo que decidí concentrarme en el manjar que había escogido. Al rato aprecié una mueca como de orfandad en mi compañero que, curiosamente, coincidía fraternal, y acaso, de modo reminiscente, con la de cada rostro húngaro. Siendo consecuentes, los húngaros, armados de una férrea disciplina como quien dice hasta ayer, fueron incluso entusiastas donde no cabía improvisación. ¡Qué improvisación podía haber bajo el comunismo y toda su parafernalia! Ese absoluto romántico, ese cordón umbilical que los conectaba no a la madre simbólica sino a la madrastra, se cortó de cuajo con la caída del Muro.

Volviendo a mi compañero: ¡sabrá él, y solo él, qué le recordó esa col encurtida rellena con carne ripiada! Para distraerlo, y protegerme a la vez de lo inquebrantable que es la memoria, máxime cuando somos foráneos y lo seguiremos siendo hasta que escampe, le hablé de consomés, andouillettes, veloutés, flambeados, gratinados, en fin, de las delicias que preparaba Escoffier con mariscos, caviar, trufa, pescados, caza mayor y menor. Pero todo resultó inútil. Permaneció retraído, adusto frente aquel Töltött káposzta, como si de golpe se lo hubiera tragado el pasado y quedara de él únicamente el serpenteo de la propia implosión.


A la mañana siguiente y sin ánimos de hablar del “Emperador de los chefs y el Chef de los emperadores”, y mucho menos de la paprika, es decir, con los pies en la tierra, tomamos un taxi para el  Memento Park, el vertedero de las estatuas del comunismo. Nos recibió un perro andrajoso que ladraba estúpidamente mientras movía la cola. Luego salió el encargado: un anciano con bigote amarillento, jorobado y artrítico, embutido en un overol raído y unas botas de agua repletas de fango. No pudimos diferenciar (los húngaros, es mi percepción, tan difíciles o más que su lengua) si se trataba de un nostálgico o un siquitrillado del régimen, pues, a decir verdad, parecía ambas cosas a la vez. Nos dejó en la sala de proyección en tanto abría el museo: una pequeña cabaña invadida de carteles, retratos, documentos, grabaciones y vídeos. ¡Impresionante! Rollos y rollos de películas en los que aparecen espías y contraespías haciendo gala de sofisticados trucos (de por sí deprimentes) con el propósito de vapulear, delatar, o hacer que cantasen La traviata detractores o cualquier salido del redil. ¿Qué fue de esos individuos?, nos preguntamos. Después de la proyección salimos a la intemperie: decenas de estatuas ancladas indefinidamente en su propio hundimiento y un grupo de ingleses que lo mismo les daba Budapest que Madagascar, con palos de selfies para inmortalizar su paso fugaz por este planeta azul cerúleo.

Ya que al comienzo de esta nota me extiendo en recetas francesas y servicio a la rusa, confieso que antes de marcharnos le hice un tributo al abuelo cocinero del que fuera presidente del Consejo de ministros de la Unión de Rusia y Bielorrusia, antigua URSS… Batí un fular de seda al aire. ¡Camarada Spiridon, he visto las botas de tu último comensal! Fue una tarde bochornosa, por lo que terminamos bebiendo cervezas a orillas del Danubio.Sentados en la piedra más baja”.




domingo, 27 de marzo de 2016

Junto al fuego




Josep Pla 



7 enero

He pasado la noche del 6-7 leyendo las notas de Voltaire al Diccionario filosófico. Brunet sostenía —incluso en los momentos álgidos de su catolicismo— que Voltaire era el mejor escritor en prosa de todos los tiempos. Tiene razón, aunque le falta un poco de poesía. Voltaire sumado a Chateaubriand formaría el fenómeno literario más extraordinario de la lengua francesa. A veces queda muy seco. Trabajo por la tarde para Destino. En cuanto a Brunet, la prensa viene superficial —nada. La decadencia es tan enorme que es ya imposible leer una nota necrológica decente. Ceno en Palafrugell. Montserrat Isern me manda un roscón grande. Hace frío.

1 febrero

La tramontana se entabla de madrugada. Descenso rapidísimo de la temperatura. Día despejado y friísimo. Carta de Vergés: dice que le da la impresión de que el artículo sobre el algodón no pasará. Me dan ganas de emigrar todos los días. Los días como hoy, las ganas son fortísimas. Bonal se ha ido a Suiza por la mañana. Oigo el silbido de la tramontana en la chimenea. Paso el día en la cama; por la noche escribo junto al fuego.

                                                                                                                     1956


Traducción: Concha Cardeñoso Sáenz de Miera

Tomado de De la vida lenta (notas para tres diarios), Ediciones Destino, 2014. 


viernes, 25 de marzo de 2016

Una cabeza humana viene lenta




Emilio Adolfo Westphalen 


Una cabeza humana viene lenta desde el olvido
Tenso se detiene el aire
Vienen lentas sus miradas
Un lirio trae la noche a cuestas
Cómo pesa el olvido
La noche es extensa
El lirio una cabeza humana que sabe el amor
Más débil no es sino la sombra
Los ojos no niegan
El lirio es alto de antigua angustia
Sonrisa de antigua angustia
Con dispar siniestro con impar
Tus labios saben dibujar una estrella sin equívoco
He vuelto de esa atareada estancia y de una temerosa
Tú no tienes temor
Eres alta de varias angustias
Casi llega al amor tu brazo extendido
Yo tengo una guitarra con sueño de varios siglos
Dolor de manos
Notas truncas que se callaban podían dar al mundo lo que faltaba
Mi mano se alza más bajo
Coge la última estrella de tu paso y tu silencio
Nada igualaba tu presencia con un silencio olvidado en tu cabellera
Si hablabas nacía otro silencio
Si callabas el cielo contestaba
Me he hecho recuerdo de hombre para oírte
Recuerdo de muchos hombres
Presencia de fuego para oírte
Detenida la carretera
Atravesados los cuerpos y disminuidos
Pero estás en la gloria de la eterna noche
La lluvia crecía hasta tus labios
No me dices en cuál cielo tienes tu morada
En cuál olvido tu cabeza humana
En cuál amor mi amor de varios siglos
Cuento la noche
Esta vez tus labios se iban con la música
Otra vez la música olvidó los labios
Oye si me esperaras detrás de ese tiempo
Cuando no huyen los lirios
Ni pesa el cuerpo de una muchacha sobre el relente de las horas
Ya me duele tu fatiga de no querer volver
Tú sabías que te iba a ocultar el silencio el temor el tiempo tu cuerpo
Que te iba a ocultar tu cuerpo
Ya no encuentro tu recuerdo
Otra noche sube por tu silencio
Nada para los ojos
Nada para las manos
Nada para el dolor
Nada para el amor
Por qué te había de ocultar el silencio
Por qué te habían de perder mis manos y mis ojos
Por qué te habían de perder mi amor y mi amor
Otra noche baja por tu silencio




De Las ínsulas extrañas, 1933