Emil Cioran
Me pregunta usted qué género de hombre es el autor de El silencio
del cuerpo. Su curiosidad es comprensible, pues se trata de un libro que no
puede leerse sin interrogarse constantemente sobre el admirable monstruo que lo
ha concebido. Debo confesarle que sólo lo he visto durante sus visitas a París.
Pero con frecuencia he hablado con él por teléfono y nos hemos escrito. Y
también de manera indirecta, por medio de una persona tan extraordinaria como
él: una italiana de diecinueve años que Guido ha educado en parte y que hace
dos años residió aquí varios meses. De una madurez de espíritu inusitada para
su edad, reaccionaba a veces como una adolescente e incluso como una niña, y
esa mezcla de agudeza genial y de ingenuidad hacía que no se la pudiera olvidar
ni un solo instante. Penetraba en nuestra vida, era realmente una
presencia-hada visitada por temores repentinos que aumentaba a la vez su
desgracia y su encanto.
Como es lógico, estaba aún más presente en el pensamiento y las
preocupaciones de Guido. No puedo, es evidente, entrar en detalles, aunque no
haya nada equívoco que ocultar. Les recuerdo como si fuera ayer en el Jardín de
Luxemburgo una tarde lluviosa de noviembre: él pálido, sombrío, abrumado,
echado hacia adelante, y ella turbadora, irreal, dando pequeños pasos rápidos
para poder seguirle. Cuando les vi me oculté detrás de un árbol. El día
anterior había recibido una carta de él -la más desgarradora que he recibido
nunca. Su aparición precipitada en el parque vacío me dejó una impresión de
angustia, de desolación que me persiguió durante mucho tiempo. Olvido decirle
que desde nuestro primer encuentro su aire de apátrida, de aislamiento
fundamental, de predestinación al exilio, me hicieron pensar inmediatamente en
Muychkine. (De hecho, aquella carta tenía un acento dostoievskiano.) Guido era
para ella inatacable, sólo él escapaba a los juicios devastadores que emitía
sobre todo el mundo. Ella se había adherido sin reservas a su fanatismo
vegetariano. No comer como los demás es aún más grave que no pensar como ellos.
Los principios o, mejor, los dogmas alimenticios de Guido son de un rigor al
lado del cual los manuales de ascesis parecen incitaciones a la gula y al
desenfreno. Yo mismo, que soy un maniaco del régimen, a su lado me doy la
impresión de ser un caníbal. Si uno no se alimenta como los demás, tampoco se
cura como ellos. Imposible imaginar a Guido entrando en una farmacia. Un día me
llamó desde Roma para pedirme que le comprara en una tienda vietnamita de productos
naturales cierta patata japonesa muy eficaz, al parecer, contra la artrosis.
Según él, bastaba frotarse las articulaciones con ella para que el dolor cesara
inmediatamente.
Traducción:
J.A. González Sainz.
Carta
que Cioran envió al editor francés de El silencio
del cuerpo (Acantilado, 2006), fechada en París el 7 de marzo de 1983.
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