viernes, 26 de diciembre de 2014

Un asunto vulgar




Arkady Avérchenko


La víspera de Navidad.
El frío era muy intenso, el viento atacaba furioso las casas y los árboles y no perdonaba a los transeúntes, que hacían todo lo posible para librar de sus ataques las mejillas, la nariz y la frente. Cuando se cansaba de callejear, se encaramaba sobre los altos edificios, en busca de un campo de acción más despejado, más abierto, y daba rienda suelta a su furia salvaje, rugía como un león, saltaba de tejado en tejado, se colaba por las chimeneas.
El novelista Dojov y el pintor Poltorakin marchaban por la acera, cubierta de nieve, envueltos en buenos abrigos.
Iban a una fiesta infantil que se celebraba aquella noche en casa del editor Sidayev, y pensaban con placer en la grata velada que les esperaba en los ricos y tibios salones, ante el árbol de Navidad, rodeados de niños felices, alegres.
El frío arreciaba.
—Es muy difícil escribir cuentos de Navidad —decía Dojov—. O hay que desarrollar un asunto vulgar, o pintar una serie de horrores más vulgar aún…
De pronto se detuvo y volvió la cabeza hacia las gradas de una casa de la acera opuesta, medio cubiertas de nieve.
—¡Mira! ¿Qué es eso?
—¿El qué?
—Ese bulto, en las gradas… A la derecha, en el fondo… Los dos amigos se acercaron y vieron acurrucado en el rincón a un muchacho.
—¿Qué haces ahí?
—¡Eh, chico! ¿Qué haces ahí, a estas horas?
El muchacho se removió, y surgieron de entre los andrajos que le cubrían una manecita roja de frío y una cara de ojos brillantes, mojados de lágrimas. Debía de tener ocho o nueve años.
—¡Me muero de frío! —balbuceó, castañeteando los dientes.
—¡No es extraño! —comentó, compasivo, el pintor—. Mira qué miserables harapos…
El novelista se inclinó, pensativo, sobre el muchacho.
—¡Poltorakin! —preguntó con acento solemne—. Esta noche es Nochebuena, ¿no?
—Sí; Nochebuena.
—Pues… ¡ya ves!
—Sí; ya veo…
El novelista señaló al chiquillo.
—¿Te has hecho cargo…?
—¿De qué?
—¡Qué torpe eres! ¡Éste es el niño que se muere de frío!
—¡Vaya una noticia!
—Éste es el famoso muchacho que se muere de frío en Nochebuena —añadió el novelista, en el tono de un hombre que acaba de hacer un importante descubrimiento científico—. ¡Hele aquí! ¡Por fin lo veo con mis propios ojos!
El pintor se inclinó también sobre la pobre criatura.
—¡Sí, no hay duda —dijo, examinándola atentamente—, es él en persona! Mañana es Navidad, si no mienten nuestros calendarios… Y no deben de mentir, cuando Sidayev nos ha invitado…
—Quizá haya por aquí algún árbol de Navidad encendido. Eso completaría el cuadro. La música, la sala iluminada, los alegres gritos de los niños en torno del árbol y, a algunos pasos de distancia, un pobre muchacho muriéndose de frío…
—¡Mira! —gritó el pintor—. En aquella casa, en la de la esquina, en el cuarto piso, la cuarta, quinta y sexta ventanas están muy iluminadas… Allí hay, seguramente, un árbol de Navidad iluminado.
—¡Entonces, todo está en regla!
—¿Qué?
—Que parece un cuento de Navidad… ¡Es curioso! He leído y hasta he escrito una porción de cuentos sobre el tradicional muchacho que se muere de frío en Nochebuena; pero no lo había visto nunca.
—Sí; se abusa un poco de ese asunto. Basta abrir en estos días cualquier periódico para tropezarse con un muchacho helado, protagonista de una narración sentimental.
—Desde hace algunos años suelen leerse también, en estos días, sátiras más o menos ingeniosas de tal abuso; pero esas sátiras también se han hecho ya vulgares. Ningún escritor que se respete se atreve a servirse, ni en broma ni en serio, del tradicional muchacho.
—Sí; es verdad… Si contamos en casa de Sidayev que acabamos de ver a un muchacho muriéndose de frío, como en los cuentos de Navidad, no nos creen.
—Se echan a reír.
—Se burlan de nosotros.
—Se encogen de hombros.
—No; más vale no contarlo. ¡Un niño que se muere de frío! ¡Qué vulgaridad! Es una cosa que no puede tomar en serio ninguna persona dotada de un poco de gusto literario.
—Figúrate —dijo el novelista— que se encuentran a esta criatura unos obreros, unos hombres toscos e iletrados, que no han leído nunca cuentos de Navidad. Se la llevan a su casa; le dan de cenar, le iluminan de, quizá, un arbolito… Y mañana se despierta en una cama limpia y caliente, y ve inclinado sobre él a un obrero de hirsuta barba, que le sonríe con ternura…
El pintor miró al novelista con ojos burlones.
—¡Caramba, qué improvisación! ¡A que acabas por escribir algo sobre el tradicional muchacho!
El novelista se rió, un sí es, no es avergonzado.
—Sí; le he dado rienda suelta a mi imaginación. Pero ¡no!… ¡Dios me libre! Detesto todo lo vulgar. ¡Vámonos!
—Pero… ¿vamos a dejar helarse a este niño? Podíamos llevarlo a algún sitio donde pudiese entrar en calor y cenar…
—Sí, sí —repuso, irónico, mordaz, el novelista—. Y mañana se despertaría en la camita caliente y vería inclinado sobre él el rostro barbudo… como en los cuentos de Navidad.
Estas sarcásticas palabras azoraron mucho al pintor, que no se atrevió a insistir.
—Bueno; como quieras… Sigamos nuestro camino. Y los dos amigos se alejaron, reanudando la conversación interrumpida. Sus voces fueron apagándose en la distancia. El muchacho se quedó solo, acurrucadito en el rincón, y la nieve siguió cubriéndolo…
El pobre no sabía que era —¡picara suerte!— un asunto vulgar.




Traducción de  N. Tasin


martes, 16 de diciembre de 2014

Polheim





Dolores Labarcena


Esperar forma parte de la fiesta, pero partir es menos tedioso que habituarse al paisaje. Y aunque el frío raspara, (en ese reducto llamado Polheim) cruzó la frontera como quien corta un huevo duro. ¡Bravo por Amundsen!, no murió de escorbuto, o por lo menos en esa ocasión. Se alimentó de mejunjes y trozos de carne cruda; un verdadero estratega. Tarde o temprano caería precipitadamente y no entre copitos de nieve. Sus restos siguieron de largo por el Mar de Barents: He ahí la guinda del pastel. 

***


¿Sabes? Borrar una a una las máculas de los hornillos de carbón. La foto, de 1936. Al dorso un “no me olvides” con tinta azul de Prusia. La cabeza de perfil; otra Catalina marmórea en cofia blanca y gorguera. En Ámsterdam, o quizás París. Nada de flores caídas ni menudencias de otoño, hierba rasa y su vestido a puà. Imperturbable sobre el tronco ¿Álamo? Tal vez pino.

***


Z., quien canta alegremente, gondoleándose en las plazas de Dusseldorf, o en las de Salzburgo, no puede librarse del follaje limón ni del verde botella que tienen sus rótulos. Después de todo, una visión levantina nunca estaría de más, pero de crisantemos y margaritas revientan los tanatorios…

Z.,  quien alegremente canta, gondoleándose en las plazas de Dusseldorf, o en las de Salzburgo, sabe que para tales menesteres no basta ser hijo de marinero. Pero le da igual: en su barca caben demasiadas cabras.


***

La mitad de la cinta transcurre entre personajes enclenques y restos de una desusada vajilla. Al fondo, bloques de hormigón. De vez en cuando (y sólo de vez en cuando): ¡ah Krishna! y una bocanada de aire. Casi no hay diálogos; con esos trajines... El tono sigue siendo el mismo, pero a la vista de un puerco una banda de pájaros despega de un tenderete. En efecto, es el final. Cuán oportuno el fotógrafo: con un ademán de burla lo mantiene a raya.





sábado, 13 de diciembre de 2014

Fotografía de Mallarmé





Ferreira Gullar



es una foto
premeditada
como un crimen

basta
reparar en el arreglo
de las ropas los cabellos
la barba todo
adrede preparado
-un gesto y la manta
acomodada sobre
los hombros
caerá-
especialmente la mano
con la pluma
detenida encima de la hoja
en blanco: todo
a la espera
de la eternidad

se sabe
tras el clic
la escena se deshace en la
calle Roma la vida volvió
a fluir imperfecta
pero
eso no lo captó la foto
que la foto
es la pose la suspensión
del tiempo
ahora
meras manchas
en el papel raso

si bien
tu mirada
encuentra la de él
(Mallarmé) que
allí
desde el fondo
de la muerte
mira



Traducción de Pedro Marqués de Armas





miércoles, 10 de diciembre de 2014

Las cuitas del joven Werther





Slawomir Mrozek



El director de la filarmónica nos recibió con amabilidad.
— ¿En qué puedo servirles? —preguntó.
—Nos debe cincuenta mil.
—Es posible, pero no acierto a saber por qué razón. ¿Podrían ustedes aclarármelo?
—En calidad de anticipo —le aclaré.
—Tal vez, es una práctica habitual. Pero anticipo, ¿a cuenta de qué?
—De nuestra actuación en la filarmónica.
—Sí, eso ya tiene cierto fundamento. Sin embargo, si no me falla la memoria, es la primera vez que nos vemos. ¿Acaso hemos firmado un contrato por correo?
—Aún no, pero podemos firmarlo ahora mismo.
—Indudablemente. Pero quisiera conocer a grandes rasgos su propuesta. ¿Ustedes forman un conjunto musical?
—De momento no, pero lo formaremos.
— ¿Y más o menos con qué repertorio?
—Eso ya lo veremos cuando aprendamos a tocar.
— ¿A tocar?
—Sí, a tocar instrumentos musicales, por supuesto.
La torpeza de ese individuo comenzaba a enervarme.
— ¿Quiere decir que aún no saben?
—Aún o ya, ¿qué más da? El futuro de todas formas nos pertenece. ¿No ve que somos jóvenes?
— ¡Oh!, desde luego. Sin embargo, ¿puedo sugerirles algo? Primero aprendan a tocar, después toquen un poco y después nos vemos. El futuro sin duda les pertenece.
Y no nos dio el anticipo, el muy facha. Salimos de allí perjudicados socialmente.
En el muro había un cartel que anunciaba la actuación de un tal Mozart.
— ¿Quién es? —preguntó…, pero no me acuerdo cual de nosotros, porque me falla la memoria, sobre todo antes del mediodía.
—Seguramente un viejo.
Dejamos de pensar en el arte y nos dedicamos a construir una bomba. Un día de estos la pondremos en la filarmónica. La lucha por la justicia es lo primero.





Traducción de Bozena Zaboklicka y F. Miravitlles