lunes, 3 de noviembre de 2014

Epitafio




Charles Cros


Aquí yacen los mensajeros del rey,
leones del mar de la Patagonia.
Dios los condujo desde la Cruz del Sur a la Estrella Polar
por el camino del contra sentido.
Ellos no hicieron nada como nadie
porque ellos murieron al revés,
como los hombres del Ponant antaño,
cuando partían a morir al Cabo de Hornos.
Ellos no tenían nada que hacer aquí,
no más que los marinos de allá lejos,
sino encontrarle un sentido a la vida.
Porque no es necesario ser un hombre,
para descubrir al fin, moribundo,
dónde se encuentra la Patagonia.




Traducción de Jorge Teillier


La cuerda de Baudelaire



Jorge Edwards


El título de esta crónica es el de un texto en prosa de Charles Baudelaire, el poeta de Las flores del mal, uno de los más grandes precursores de la poesía moderna, maestro de figuras tan contradictorias y de tanta envergadura como el inglés T. S. Eliot y el chileno Pablo Neruda. Baudelaire escribió fragmentos sueltos, bautizados por él como “poemas en prosa” y reunidos en su libro El spleen de París. Pues bien, Baudelaire, además de poeta y autor de prosas diversas, fue uno de los mejores críticos de artes plásticas de su tiempo. Fue el que intuyó mejor, con más agudeza, con más sentido profético, el desarrollo que tendría la pintura moderna. Sus comentarios sobre Delacroix y sobre Edouard Manet, entre otros, son anticipaciones de la vanguardia estética del siglo XX. El poeta comprendió a fondo los gérmenes de modernidad que existían en la obra de estos dos maestros. Los comprendió, en ciertos aspectos, mejor que ellos mismos. Sus críticas de mediados del siglo XIX, aparecidas en revistas de la época, fueron grandes llamados de atención, grandes golpes a la cátedra.

Interviene aquí un detalle importante: el fragmento en prosa cuyo título se indica más arriba está dedicado a Edouard Manet. Y hace poco se ha publicado un nuevo libro sobre el pintor, Ver a Manet, obra de un escritor y crítico notable de estos días, Frédéric Vitoux, novelista, ensayista y miembro destacado de la Academia Francesa. Podríamos escribir un ensayo sobre Vitoux y otro sobre Manet, pero me limito a dar un fragmento, una chispa, una pista, consciente de que me salgo de la actualidad, de que no hablo, por ejemplo, de nuestros aniversarios, y no por evitarlos. Tener que escribir siempre de la actualidad es una forma de esclavitud, y no poder escribir nunca sobre ella es otra.

La historia de Baudelaire se basa en un episodio personal que Manet, su amigo, le había contado. A sus veinte y tantos años de edad, Manet, hijo de un magistrado, nieto por el lado materno de importantes hombres de empresa, trabajaba a un ritmo intenso, febril, como pintor desconocido, lleno de ambición, de voluntad férrea, en un modesto taller de la calle de la Victoria. Conoció a una familia vecina que se encontraba en la miseria, llena de hijos que no podía educar ni alimentar, y se hizo cargo de uno, Alejandro, de alrededor de quince años de edad. Alejandro barría, limpiaba los pinceles, corría con los mandados, a cambio de la comida, de un jergón donde dormir, de modestas propinas. Era, en general, en días normales, simpático, vivaracho, alegre. Sirvió de modelo para un célebre retrato suyo al óleo, El niño de las cerezas, que se encuentra ahora en la Fundación Gulbenkian de Lisboa. Sin embargo, como le había comentado alguna vez el pintor a su amigo el poeta, tenía un carácter algo extraño, cambiante, que atravesaba por momentos de tristeza, de melancolía profunda. Nosotros habríamos dicho que era un bipolar, un depresivo, pero los hechos y sus dos notables testigos son muy anteriores al desarrollo de la psiquiatría moderna. Manet alcanzó a contarle a su amigo el escritor que Alejandro se había aficionado en forma desmedida a los dulces y a los licores. Había notado, además, que hacía pequeños latrocinios, pequeñas trampas, a fin de satisfacer estas inclinaciones. Un día, el pintor descubrió una de estas jugadas del chico y lo increpó duramente. Lo amenazó, incluso, con devolverlo a la casa de sus padres, donde la vida era un infierno. El libro de Vitoux revela que Edouard Manet era un hombre meticuloso, ordenado, elegante y de mal carácter. Era susceptible y bastante cascarrabias, de manera que la escena de molestia con el muchacho debe de haber sido fuerte, probablemente violenta, salpicada de gritos y coscachos, quizá de bastonazos. El pintor estuvo ausente toda la tarde, regresó al anochecer y descubrió, espantado, horrorizado, que Alejandro se había colgado de una viga.

Cuando escribió la prosa de El spleen de París, Baudelaire agregó un detalle macabro. Se decía que las cuerdas de los ahorcados traían suerte y se vendían a buen precio. En la prosa baudelairiana, la madre del chico visita al pintor, al parecer por emoción, para conocer en detalle el final de su hijo, pero las últimas líneas del fragmento en prosa revelan que lo hace para pedirle las cuerdas y venderlas. Es una vuelta de tuerca en la sordidez, ¿otra flor del mal? Baudelaire vivía en esos años en una buhardilla, no tan lejos de la miseria completa. Su visión de la gran ciudad, de los derrotados de la urbe moderna, de sus tabernas sombrías, de sus suburbios, era negra. El relato de Manet le vino como anillo al dedo para las prosas que estaba coleccionando. La palabra spleen, en esos años del post romanticismo, del simbolismo, de los poetas malditos, estaba de moda. Era otra forma de la depresión, de la tristeza, del abatimiento. El autor se convirtió, a pesar de eso, en uno de los clásicos de la modernidad. Edouard Manet, en otro.

Los retratos y fotografías de Manet dan testimonio de un hombre alto, impecablemente vestido, de mirada entre severa y burlona. Usaba una cadena de reloj encima del chaleco, una barba bien cortada, corbatas gruesas, pantalones claros, y a veces se ponía un sombrero de copa. Así lo pintó su amigo Fantin-Latour en 1867. Abajo del cuadro, en el lado izquierdo, escribió con la más perfecta sobriedad: “A mi amigo Manet”. Eran costumbres y modos de otros tiempos, no se sabe si peores o mejores.



domingo, 2 de noviembre de 2014

Tartamudeo cubano




Damián Tabarovsky


Cintio Vitier no gozaba de buena reputación. Su conservadurismo estético va de la mano del hecho de haberse convertido en uno de los poetas oficiales de la Cuba de Castro (no se convirtió en poeta oficial pese a ser estéticamente conservador, sino al contrario, precisamente por eso). Recuerdo ahora un drástico ensayo de Antonio José Ponte sobre Vitier (¿dónde lo leí? ¿En el Diario de Poesía?) y muchas otras discusiones en el mismo sentido. Mi posición no es muy lejana a la de Ponte, pero matizada por un solo aspecto: cierta desmesura –tal vez involuntaria– que aparece en el texto clave de su obra, que por supuesto no es su poesía ni su narrativa –muy menores– sino un ensayo: Lo cubano en la poesía. Publicado en 1958, unos meses antes de la Revolución (la edición que yo tengo, de 2002, está prologada por Abel Prieto, ministro de Cultura de Cuba entre 1997 y 2012), la desmesura a la que aludo reside no sólo en el título sino en la pregunta misma: la búsqueda de la “presencia, la evolución y las vicisitudes de lo específicamente cubano en nuestra poesía”. Por mi parte, la sola idea de preguntarme por “lo argentino” en la poesía me aterra, y tal vez por eso, porque lo opuesto me atrae, me produce cierta envidia la forma liviana en la que Vitier formula su pregunta y esgrime sus respuestas. Obviamente, más allá de la esforzada prosa de Vitier, y más allá de su pálido deseo, lo cubano –como lo argentino, lo boliviano, etc.– adopta diversas formas, muchas veces antagónicas. Lo cubano –como lo argentino, lo boliviano, etc.– es un combate de tradiciones.

Llegando al presente, encuentro dos formas en que lo cubano se expresa (aunque por supuesto hay muchas más). A una, podríamos llamar “lo cubano for export”, cuyo máximo publicista es Leonardo Padura. Adoptando la prosa populista y antiintelectual de buena parte del policial negro contemporáneo, su Cuba es la de los lugares comunes del privilegiado (daiquiri, jineteras, toquecillos de crítica social). Dejo este punto aquí para avanzar sobre otro tipo de cubaneidad, a la que podríamos llamar “locura cubana”. Virgilio Piñera, proscripto durante décadas por homosexual y por disidente –hoy, años después de muerto, reivindicado desde el Estado– sería su principal exponente en la segunda mitad del siglo XX. Juan Carlos Flores (La Habana, 1962) es su continuador más extremo. El contragolpe (y otros poemas horizontales), editado por Letras Cubanas en 2009, es una pequeña proeza que recuerda a Ponge, pero también la violencia angustiosa de un tartamudo queriendo expresarse. Porque esos pequeños poemas en prosa funcionan bajo el modo de la repetición, del que no logra avanzar, del que, cuando avanza, descarrila. En un poema llamado “Mea culpa por Tomás”, escribe: “Tomás, niño venido de la Unión Soviética, a quien nosotros llamábamos ‘cabeza de bolo’. Porque se alimentaba mejor que nosotros, a golpear a ‘cabeza de bolo’, porque se vestía mejor que nosotros, a golpear ‘a cabeza de bolo’, porque tenía mejores juguetes que nosotros, a golpear a ‘cabeza de bolo’, porque sacaba mejores notas que nosotros, a golpear a ‘cabeza de bolo’, para que ninguna niña lo mirase, a golpear a ‘cabeza de bolo’. Creo que frente a Tomás, todos nos sentíamos un poco checos”. ¿Habrá leído Flores El niño proletario?


Tomado de Perfil.com



Entre los colegiales de los Karamázov




Antonio José Ponte


Te gritaron también como le gritan
al que toma unas piedras en la calle,
y te echaron en cara delgadez,
poca fuerza
en unos ejercicios que los demás salvaban.
Tu inteligencia que la reconocieran los maestros,
el buen carácter en tu casa.
Los de tu edad sólo veían cuánto te demorabas
en responder a los insultos con insultos.
No eras como los otros.
Lo quisiste
o lo quisieron ellos para ti.
Eras ese muchacho cargado de piedras
entre los colegiales de los Karamázov.
Buscaste como él volverte algo sin vida
(un cristal, una estrella, un adulto lejano),
vivir en otro día...
La pelea, sin embargo, no estaba terminada.
Tantos años después, todavía tú gritas
“Hazte piedra,
golpea”.





El niño proletario





Osvaldo Lamborghini


Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria.

Me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario.

El padre borracho y siempre al borde de la desocupación, le pega a su niño con una cadena de pegar, y cuando le habla es sólo para inculcarle ideas asesinas. Desde niño el niño proletario trabaja, saltando de tranvía en tranvía para vender sus periódicos. En la escuela, que nunca termina, es diariamente humillado por sus compañeros ricos. En su hogar, ese antro repulsivo, asiste a la prostitución de su madre, que se deja trincar por los comerciantes del barrio para conservar el fiado.
En mi escuela teníamos a uno, a un niño proletario.

Stroppani era su nombre, pero la maestra de inferior se lo había cambiado por el de ¡Estropeado! A rodillazos llevaba a la Dirección a ¡Estropeado! cada vez que, filtrado por el hambre, ¡Estropeado! no acertaba a entender sus explicaciones. Nosotros nos divertíamos en grande.

Evidentemente, la sociedad burguesa, se complace en torturar al niño proletario, esa baba, esa larva criada en medio de la idiotez y del terror.

Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una cosa. Contrae sífilis y, enseguida que la contrae, siente el irresistible impulso de casarse para perpetuar la enfermedad a través de las generaciones. Como la única herencia que puede dejar es la de sus chancros jamás se abstiene de dejarla. Hace cuantas veces puede la bestia de dos espaldas con su esposa ilícita, y así, gracias a una alquimia que aún no puedo llegar a entender (o que tal vez nunca llegaré a entender), su semen se convierte en venéreos niños proletarios. De esa manera se cierra el círculo, exasperadamente se completa.

¡Estropeado!, con su pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo y los periódicos bajo el brazo, venía sin vernos caminando hacia nosotros, tres niños burgueses: Esteban, Gustavo, yo. La execración de los obreros también nosotros la llevamos en la sangre. Gustavo adelantó la rueda de su bicicleta azul y así ocupó toda la vereda. ¡Estropeado! hubo de parar y nos miró con ojos azorados, inquiriendo con la mirada a qué nueva humillación debía someterse. Nosotros tampoco lo sabíamos aún pero empezamos por incendiarle los periódicos y arrancarle las monedas ganadas del fondo destrozado de sus bolsillos. ¡Estropeado! nos miraba inquiriendo con la cara blanca de terror oh por ese color blanco de terror en las caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas, por verlo aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado nuestros palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía de dorado color.

A empujones y patadas zambullimos a ¡Estropeado! en el fondo de una zanja de agua escasa. Chapoteaba de bruces ahí, con la cara manchada de barro, y. Nuestro delirio iba en aumento. La cara de Gustavo aparecía contraída por un espasmo de agónico placer. Esteban alcanzó un pedazo cortante de vidrio triangular. Los tres nos zambullimos en la zanja. Gustavo, con el brazo que le terminaba en un vidrio triangular en alto, se aproximó a ¡Estropeado!, y lo miró. Yo me aferraba a mis testículos por miedo a mi propio placer, temeroso de mi propio ululante, agónico placer. Gustavo le tajeó la cara al niño proletario de arriba hacia abajo y después ahondó lateralmente los labios de la herida. Esteban y yo ululábamos. Gustavo se sostenía el brazo del vidrio con la otra mano para aumentar la fuerza de la incisión.

No desfallecer, Gustavo, no desfallecer.

Nosotros quisiéramos morir así, cuando el goce y la venganza se penetran y llegan a su culminación.
Porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación.

Porque Gustavo parecía, al sol, exhibir una espada espejeante con destellos que también a nosotros venían a herirnos en los ojos y en los órganos del goce.

Porque el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado.

Esteban se lo arrancó y quedaron al aire las nalgas sin calzoncillos, amargamente desnutridas del niño proletario. El goce estaba ahí, ya decretado, y Esteban, Esteban de un solo manotazo, arrancó el sucio tirador. Pero fue Gustavo quien se le echó encima primero, el primero que arremetió contra el cuerpiño de ¡Estropeado!, Gustavo, quien nos lideraría luego en la edad madura, todos estos años de fracasada, estropeada pasión: él primero, clavó primero el vidrio triangular donde empezaba la raya del trasero de ¡Estropeado! y prolongó el tajo natural. Salió la sangre esparcida hacia arriba y hacia abajo, iluminada por el sol, y el agujero del ano quedó húmedo sin esfuerzo como para facilitar el acto que preparábamos. Y fue Gustavo, Gustavo el que lo traspasó primero con su falo, enorme para su edad, demasiado filoso para el amor.

Esteban y yo nos conteníamos ásperamente, con las gargantas bloqueadas por un silencio de ansiedad, desesperación. Esteban y yo. Con los falos enardecidos en las manos esperábamos y esperábamos, mientras Gustavo daba brincos que taladraban a ¡Estropeado! y ¡Estropeado! no podía gritar, ni siquiera gritar, porque su boca era firmemente hundida en el barro por la mano fuerte militari de Gustavo.

A Esteban se le contrajo el estómago a raíz de la ansiedad y luego de la arcada desalojó algo del estómago, algo que cayó a mis pies. Era un espléndido conjunto de objetos brillantes, ricamente ornamentados, espejeantes al sol. Me agaché, lo incorporé a mi estómago, y Esteban entendió mi hermanación. Se arrojó a mis brazos y yo me bajé los pantalones. Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que enceguecía con el sol. Esteban la comió y a sus brazos hermanados me arrojé.

Mientras tanto ¡Estropeado! se ahogaba en el barro, con su ano opaco rasgado por el falo de Gustavo, quien por fin tuvo su goce con un alarido. La inocencia del justiciero placer.

Esteban y yo nos precipitamos sobre el inmundo cuerpo abandonado. Esteban le enterró el falo, recóndito, fecal, y yo le horadé un pie con un punzón a través de la suela de soga de alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le corté uno a uno los dedos mugrientos de los pies, malolientes de los pies, que ya de nada irían a servirle. Nunca más correteos, correteos y saltos de tranvía en tranvía, tranvías amarillos.

Promediaba mi turno pero yo no quería penetrarlo por el ano.

-Yo quiero succión -crují.

Esteban se afanaba en los últimos jadeos. Yo esperaba que Esteban terminara, que la cara de ¡Estropeado! se desuniera del barro para que ¡Estropeado! me lamiera el falo, pero debía entretener la espera, armarme en la tardanza. Entonces todas las cosas que le hice, en la tarde de sol menguante, azul, con el punzón. Le abrí un canal de doble labio en la pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó al desnudo. Era un hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso, crispados los nódulos falanges aferrados, clavados en el barro, mientras Esteban agonizaba a punto de gozar. Con mi corbata roja hice un ensayo en el cuello del niño proletario. Cuatro tirones rápidos, dolorosos, sin todavía el prístino argénteo fin de muerte. Todavía escabullirse literalmente en la tardanza.

Gustavo pedía a gritos por su parte un fino pañuelo de batista. Quería limpiarse la arremolinada materia fecal conque ¡Estropeado! le ensuciara la punta rósea hiriente de su falo. Parece que ¡Estropeado! se cagó. Era enorme y agresivo entre paréntesis el falo de Gustavo. Con entera independencia y solo se movía, así, y así, cabezadas y embestidas. Tensaba para colmo los labios delgados de su boca como si ya mismo y sin tardanza fuera a aullar. Y el sol se ponía, el sol que se ponía, ponía. Nos iluminaban los últimos rayos en la rompiente tarde azul. Cada cosa que se rompe y adentro que se rompe y afuera que se rompe, adentro y afuera, adentro y afuera, entra y sale que se rompe, lívido Gustavo miraba el sol que se moría y reclamaba aquel pañuelo de batista, bordado y maternal. Yo le di para calmarlo mi pañuelo de batista donde el rostro de mi madre augusta estaba bordado, rodeado por una esplendente aureola como de fingidos rayos, en tanto que tantas veces sequé mis lágrimas en ese mismo pañuelo, y sobre él volqué, años después, mi primera y trémula eyaculación.

Porque la venganza llama al goce y el goce a la venganza pero no en cualquier vagina y es preferible que en ninguna. Con mi pañuelo de batista en la mano Gustavo se limpió su punta agresiva y así me lo devolvió rojo sangre y marrón. Mi lengua lo limpió en un segundo, hasta devolverle al paño la cara augusta, el retrato con un collar de perlas en el cuello, eh. Con un collar en el cuello. Justo ahí.

Descansaba Esteban mirando el aire después de gozar y era mi turno. Yo me acerqué a la forma de ¡Estropeado! medio sepultada en el barro y la di vuelta con el pie. En la cara brillaba el tajo obra del vidrio triangular. El ombligo de raquítico lucía lívido azulado. Tenía los brazos y las piernas encogidos, como si ahora y todavía, después de la derrota, intentara protegerse del asalto. Reflejo que no pudo tener en su momento condenado por la clase. Con el punzón le alargué el ombligo de otro tajo. Manó la sangre entre los dedos de sus manos. En el estilo más feroz el punzón le vació los ojos con dos y sólo dos golpes exactos. Me felicitó Gustavo y Esteban abandonó el gesto de contemplar el vidrio esférico del sol para felicitar. Me agaché. Conecté el falo a la boca respirante de ¡Estropeado! Con los cinco dedos de la mano imité la forma de la fusta. A fustazos le arranqué tiras de la piel de la cara a ¡Estropeado! y le impartí la parca orden:

-Habrás de lamerlo. Succión-

¡Estropeado! se puso a lamerlo. Con escasas fuerzas, como si temiera hacerme daño, aumentándome el placer.

A otra cosa. La verdad nunca una muerte logró afectarme. Los que dije querer y que murieron, y si es que alguna vez lo dije, incluso camaradas, al irse me regalaron un claro sentimiento de liberación. Era un espacio en blanco aquel que se extendía para mi crujir.

Era un espacio en blanco.

Era un espacio en blanco.

Era un espacio en blanco.

Pero también vendrá por mí. Mi muerte será otro parto solitario del que ni sé siquiera si conservo memoria.

Desde la torre fría y de vidrio. Desde donde he contemplado después el trabajo de los jornaleros tendiendo las vías del nuevo ferrocarril. Desde la torre erigida como si yo alguna vez pudiera estar erecto. Los cuerpos se aplanaban con paciencia sobre las labores de encargo. La muerte plana, aplanada, que me dejaba vacío y crispado. Yo soy aquel que ayer nomás decía y eso es lo que digo. La exasperación no me abandonó nunca y mi estilo lo confirma letra por letra.

Desde este ángulo de agonía la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y natural. Es un hecho perfecto.

Los despojos de ¡Estropeado! ya no daban para más. Mi mano los palpaba mientras él me lamía el falo. Con los ojos entrecerrados y a punto de gozar yo comprobaba, con una sola recorrida de mi mano, que todo estaba herido ya con exhaustiva precisión. Se ocultaba el sol, le negaba sus rayos a todo un hemisferio y la tarde moría. Descargué mi puño martillo sobre la cabeza achatada de animal de ¡Estropeado!: él me lamía el falo. Impacientes Gustavo y Esteban querían que aquello culminara para de una buena vez por todas: Ejecutar el acto. Empuñé mechones del pelo de ¡Estropeado! y le sacudí la cabeza para acelerar el goce. No podía salir de ahí para entrar al otro acto. Le metí en la boca el punzón para sentir el frío del metal junto a la punta del falo. Hasta que de puro estremecimiento pude gozar. Entonces dejé que se posara sobre el barro la cabeza achatada de animal.

-Ahora hay que ahorcarlo rápido -dijo Gustavo.

-Con un alambre -dijo Esteban en la calle de tierra donde empieza el barrio precario de los desocupados.

-Y adiós Stroppani ¡vamos! -dije yo.

Remontamos el cuerpo flojo del niño proletario hasta el lugar indicado. Nos proveímos de un alambre. Gustavo lo ahorcó bajo la luna, joyesca, tirando de los extremos del alambre. La lengua quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación.



De Sebregondi retrocede, 1973.