domingo, 13 de agosto de 2023

Rencillas literarias


Nicolás Guillén

 

Abundando un poco y por la vía de divertimiento en lo que decíamos no hace mucho aquí mismo sobre las rencillas entre los literatos, las más de las veces agrias y enconadas, y otras, las menos, fuente de regocijo, nos vienen a la memoria algunos casos ilustres, es decir, de personajes ya cómodamente sentados en la gloria que no ahorraron flechas y aun pinchos, clavos, alfileres, cuchillos, navajas, garfios y otros instrumentos cortantes y perforantes con que rajarse las carnes los unos a los otros.

Góngora, cuyo maligno ingenio es harto conocido, atribuía a Lope de Vega el pecado de la vanidad y se lo censuraba de este modo:


Por tu vida, Lopillo, que me borres

las diez y nueve torres del escudo,

porque, aunque todas son de viento, dudo

que tengas viento para tantas torres.

 

Otras metíase Don Luis en la vida privada del Fénix de los Ingenios, y cierto o no, le señalaba amores -¡a Lope, que amó, e hizo muy bien, toda su vida!- con una mujer llamada Marta. Además lo llamaba borracho.


Dicho me han por una carta

que es tu cómica persona

sobre los manteles mona

y entre las sábanas marta.

Agudeza tiene harta

lo que me advierten después:

que tu nombre del revés,

siendo Lope de la haz,

en haz del mundo y en paz,

pelo de esta Marta es.

 

A su turno, Quevedo la emprendía con el autor de las Soledades en forma nada amistosa como se verá en esta décima:


Dice don Luis que me ha escrito

un soneto, y digo yo

que, si don Luis lo escribió,

será un soneto maldito.

A las obras lo remito:

luego el poema se vea;

mas nadie que escriba crea,

mientras más no se cultive,

porque no escribe el que escribe

versos que no hay quien los lea.

 

De manera que para Don Francisco de Quevedo y Villegas, Don Luis de Góngora y Argote era punto menos que un analfabeto, cuya escasa cultura (o cultivo) le enajenaba los lectores inteligentes, y hacía que su escritura pasara inadvertida del público mayor.

Como decíamos el otro día, Don Félix de Samaniego y Don Tomás de Iriarte, ambos fabulistas, los más acabados del idioma, pasaron la vida tirándose los trastos (o las fábulas) a la cabeza. Del último no tenemos a mano ninguna saeta, pero sí de Samaniego:

Tus obras, Tomás, no son

ni buscadas ni leídas,

ni tendrán estimación

aunque cuando sean prohibidas

por la Santa Inquisición….


Búrlase también de las traducciones de los clásicos hechas por su rival:


Grandes alaridos dan

Horacio y el buen Virgilio;

Del sumo Jove el auxilio

ambos implorando están.

“Júpiter ¿do están tus rayos?

¿Cómo permites que Iriarte

traduciéndonos sin arte,

nos ponga en disfraz de payos?”


Por si el lector lo ignora, “payo” significa tonto, rústico, mentecato.

En ocasiones el dardo no va a clavarse en pecho conocido (al menos en nuestra época, aunque tal vez la alusión fuera transparente cuando el dardo se lanzó…) y así ocurre en esta redondilla de Bretón de los Herreros:

Voy a hablarte ingenuamente:

Tu soneto, Don Gonzalo,

Si es el primero, es muy malo,

Si es el último, excelente. 


Para finalizar recordaremos lo que Max Henríquez Ureña, en su Breve historia del modernismo, nos cuenta del poeta mexicano José Juan Tablada, como ejemplo de sarcasmo “y no precisamente en sus versos”.

Dice Don Henríquez que al cabo de largo tiempo de ausencia volvió Tablada a su tierra natal, donde un día se encontró con un colega suyo, el poeta Manuel Parra. Este veíase enfermo, pálido y desmirriado, muy viejo aunque no tenía edad para ello. Tablada le preguntó:

-¿Qué haces ahora?

-Estoy en el Museo… -contestó Parra.

Con aparente ingenuidad Tablada contestó de nuevo:

-¿En qué vitrina?


Hoy, 30 de enero de 1963, p. 2.


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