Nicolás Guillén
Abundando un poco y por la vía de
divertimiento en lo que decíamos no hace mucho aquí mismo sobre las rencillas
entre los literatos, las más de las veces agrias y enconadas, y otras, las menos,
fuente de regocijo, nos vienen a la memoria algunos casos ilustres, es decir,
de personajes ya cómodamente sentados en la gloria que no ahorraron flechas y
aun pinchos, clavos, alfileres, cuchillos, navajas, garfios y otros
instrumentos cortantes y perforantes con que rajarse las carnes los unos a los
otros.
Góngora, cuyo maligno ingenio
es harto conocido, atribuía a Lope de Vega el pecado de la vanidad y se lo
censuraba de este modo:
Por tu vida, Lopillo, que me
borres
las diez y nueve torres del
escudo,
porque, aunque todas son de
viento, dudo
que tengas viento para tantas
torres.
Otras metíase Don Luis en la vida
privada del Fénix de los Ingenios, y cierto o no, le señalaba amores -¡a Lope,
que amó, e hizo muy bien, toda su vida!- con una mujer llamada Marta. Además lo
llamaba borracho.
Dicho me han por una carta
que es tu cómica persona
sobre los manteles mona
y entre las sábanas marta.
Agudeza tiene harta
lo que me advierten después:
que tu nombre del revés,
siendo Lope de la haz,
en haz del mundo y en paz,
pelo de esta Marta es.
A su turno, Quevedo la emprendía
con el autor de las Soledades en forma nada amistosa como se verá en
esta décima:
Dice don Luis que me ha
escrito
un soneto, y digo yo
que, si don Luis lo escribió,
será un soneto maldito.
A las obras lo remito:
luego el poema se vea;
mas nadie que escriba crea,
mientras más no se cultive,
porque no escribe el que
escribe
versos que no hay quien los
lea.
De manera que para Don Francisco
de Quevedo y Villegas, Don Luis de Góngora y Argote era punto menos que un
analfabeto, cuya escasa cultura (o cultivo) le enajenaba los lectores
inteligentes, y hacía que su escritura pasara inadvertida del público mayor.
Como decíamos el otro día, Don
Félix de Samaniego y Don Tomás de Iriarte, ambos fabulistas, los más acabados
del idioma, pasaron la vida tirándose los trastos (o las fábulas) a la cabeza. Del
último no tenemos a mano ninguna saeta, pero sí de Samaniego:
Tus obras, Tomás, no son
ni buscadas ni leídas,
ni tendrán estimación
aunque cuando sean prohibidas
por la Santa Inquisición….
Búrlase también de las
traducciones de los clásicos hechas por su rival:
Grandes alaridos dan
Horacio y el buen Virgilio;
Del sumo Jove el auxilio
ambos implorando están.
“Júpiter ¿do están tus rayos?
¿Cómo permites que Iriarte
traduciéndonos sin arte,
nos ponga en disfraz de payos?”
Por si el lector lo ignora, “payo”
significa tonto, rústico, mentecato.
En ocasiones el dardo no va a clavarse en pecho conocido (al menos en nuestra época, aunque tal vez la alusión fuera transparente cuando el dardo se lanzó…) y así ocurre en esta redondilla de Bretón de los Herreros:
Voy a hablarte ingenuamente:
Tu soneto, Don Gonzalo,
Si es el primero, es muy malo,
Si es el último, excelente.
Para finalizar recordaremos lo
que Max Henríquez Ureña, en su Breve historia del modernismo, nos cuenta del
poeta mexicano José Juan Tablada, como ejemplo de sarcasmo “y no precisamente
en sus versos”.
Dice Don Henríquez que al cabo de
largo tiempo de ausencia volvió Tablada a su tierra natal, donde un día se
encontró con un colega suyo, el poeta Manuel Parra. Este veíase enfermo, pálido
y desmirriado, muy viejo aunque no tenía edad para ello. Tablada le preguntó:
-¿Qué haces ahora?
-Estoy en el Museo… -contestó
Parra.
Con aparente ingenuidad Tablada
contestó de nuevo:
-¿En qué vitrina?
Hoy, 30 de enero de 1963, p. 2.
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